Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 100 páginas
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Narrativas hispánicas

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Una novela delirantemente divertida sobre cómo el mundo cotidiano puede transformarse en un enloquecido disparate.

Esta podría ser una novela picaresca, aunque, según las recepcionistas de la clínica de gastroenterología donde al protagonista le practican una colonoscopia, bien podría ser una novela negra, con misterios intrincados, accidentes macabros, pruebas incriminatorias y dos sospechosos nada comunes: una peluquera bretona de pasado oscuro y un vigilante de supermercado obsesionado con escribir el testimonio de sus experiencias en la vida. Lo peor es que el protagonista ni se lo imagina, porque está demasiado preocupado por las consecuencias de la felicidad, ese sopor embriagador tan agradable que le hace temer haber caído en la trampa del aburguesamiento.

Suele repetirse que no hay literatura después de un final feliz, que la «buena literatura» no es una literatura feliz. La felicidad es banal, superficial, frívola, carece de conflictos. Y sin conflicto, se dice, no hay literatura.

¿Será de verdad imposible escribir una novela feliz sobre la felicidad? ¿Una novela profunda y al mismo tiempo frívola, trascendental y banal, un relato gozoso que no sea pura evasión egoísta? El protagonista de esta historia no está seguro e intenta descubrirlo con la ayuda de su familia; en cuanto al autor de estas páginas, sospechamos que necesita creer que sí.

Juan Pablo Villalobos despliega su característico humor inteligente, su perspicacia de observador, su capacidad para descubrir lo extraño en lo cotidiano. Y escribe una novela a la luz de la alegría, la ternura o el optimismo. Una novela sobre el amor, la vida familiar, el dinero, el éxito profesional, la rutina, el futuro, la salud y el sentido y la utilidad de la literatura en tiempos de resentimiento y odio.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433944245
Categoría
Literatur
Éramos felices y comíamos tacos, butifarras y feijoada. Éramos tan felices que yo me podía permitir escribirlo desvergonzadamente al inicio de un libro, como si fuera el final.
La brasileira y yo nos habíamos conocido hacía quince años en la universidad, en un seminario sobre literatura del Holocausto –no hay ironía ni dobles sentidos en este hecho, porque no lo estoy inventando, simplemente sucedió así–. Habíamos decidido vivir juntos aunque las circunstancias no eran para nada propicias: los dos nos habíamos separado hacía poco tiempo, la brasileira era brasileña y yo era mexicano, y ambos habíamos venido a Barcelona con la idea de estudiar un doctorado y volver a nuestros países. Por si fuera poco, la beca con la que los dos nos manteníamos apenas cubría las necesidades básicas y tenía fecha de caducidad.
¿Qué íbamos a hacer luego, cuando los estudios y la beca se terminaran?
Como no teníamos la más remota idea, decidimos tener un hijo.
Sobrevinieron innumerables complicaciones –a la brasileira le gustaba llamar a lo nuestro matrimonio de inconveniencia–, obstáculos que hubo que salvar –la gran mayoría trámites–, pruebas a superar –vivir en Brasil tres años y acabar volviendo a Barcelona fue quizá la más complicada–, pero el caso era que no solo continuábamos juntos, sino que nos habíamos multiplicado y ya éramos cuatro: la brasileira, el adolescente, la niña y yo. Los llamaré de esta manera porque ninguno de los tres me autorizó a utilizar sus nombres en estas páginas.
–¿Y por qué vas a escribir sobre nosotros? –me preguntó el adolescente, luego de pedirme que tampoco fuera a usar el apodo con el que lo llamaban sus amigos, anticipándose al bochorno de verse retratado.
Eran las siete y media de la mañana y el adolescente desayunaba antes de irse a la secundaria. Yo estaba tomando el primer café del día, preparando el que iba a llevarle a la brasileira a la cama para despertarla, cuando me di cuenta de que aquí debía empezar el libro: en el inicio de un día cualquiera.
–¿Ya se te acabaron las ideas? –insistió el adolescente.
–Siempre he escrito sobre nosotros –le contesté–, en todos mis libros.
–Ya, pero no explícitamente –replicó.
A pesar de su edad, el adolescente tenía un vocabulario muy florido; perduraba de las lecturas infantiles –ahora casi no leía nada– y se estaba volviendo cada vez más barroco por su obsesión con las rimas multisilábicas de las batallas de rap.
–Pues mira –le expliqué–, ahora es lo contrario: voy a escribir de nosotros porque en el fondo no voy a estar hablando de nosotros, sino de algo más, de algo que está más allá de nosotros. En la literatura siempre es así, escribes de una cosa aunque en realidad estás hablando de otra.
–¿De qué? –me preguntó.
–No sé –le contesté–, de una idea, de una forma, de la forma de una idea, de la idea de una forma, algo así.
Miré la cuchara vacía que el adolescente sostenía y que se había quedado suspendida a medio camino entre su boca y el plato de cereales, como demostrando su recelo, su incomprensión o su perplejidad. La luz estridente de la lámpara de halógeno de la cocina se reflejaba en la superficie metálica de la cuchara. Había amanecido hacía un buen rato –era la semana previa al inicio del verano–, pero nuestro departamento estaba en el primer piso y solo recibía luz natural indirecta.
–Pero ¿entonces de qué se va tratar el libro? –me preguntó el adolescente.
–De la felicidad, de las condiciones de la felicidad, creo –le dije.
–¿Crees?, ¿no lo sabes?
–No exactamente.
–¿Nosotros somos felices?
–¿Tú qué piensas?
–No sé, tú eres el que escribe el libro.
–Pero te puedo citar.
–Ni se te ocurra –sentenció.
Tomó aire para añadir algo, pero se arrepintió y prefirió devolver la vista al plato de cereales. Se apresuraba a terminar porque en el bolsillo le quemaba el celular, exigiendo su atención.
A las ocho cuarenta salí de casa, acompañé a la niña caminando hasta la puerta del colegio y, antes de encerrarme en el estudio a escribir, fui a la clínica de gastroenterología a pedir un justificante que la brasileira necesitaba.
Si fuera verdad lo que yo le había dicho al adolescente, que la literatura siempre contaba otra cosa más allá de las apariencias, que por detrás o por debajo de toda historia había una segunda historia, otro relato oculto que no se contaba, la parte del iceberg que estaba debajo del agua –como habían afirmado un montón de críticos literarios y escritores–, en este caso la segunda historia había acontecido la semana anterior, cuando en la clínica de gastroenterología me habían practicado una colonoscopia. No tenía pensado escribir sobre este examen –había sido una inspección de rutina–, pero por lo visto la literatura se encontraba en todas partes, hasta en mi recto.
Por fortuna, durante la exploración los médicos no habían encontrado pólipos, pero al salir de la clínica, como yo estaba bajo los efectos de la anestesia, flotando en una nube deliciosa de propofol, y la brasileira iba concentrada en intentar controlarme para que no hiciera el ridículo, se nos había olvidado que ella necesitaría justificar su ausencia en la oficina, lo que me obligó a volver a la clínica aquella mañana.
De nuestro departamento a la escuela de los niños había setecientos cincuenta metros, de la escuela de los niños a mi estudio, seiscientos; me pasaba el día andando sin salir de un radio de dos o tres kilómetros –incluso la clínica de gastroenterología estaba muy cerca–, deambulando plácidamente entre los bares de toda la vida y los restaurantes de moda, los locales de tatuajes y de venta de spray para grafiti, las peluquerías y las librerías, los supermercados para mascotas y los centros de yoga, los despachos de arquitectos ecologistas y las carnicerías veganas, en resumen, la infraestructura de parque de diversiones de nuestro barrio. Todo era tan ameno que bien podría ser que estuviera confundiendo la felicidad con la comodidad o el aburguesamiento.
La recepcionista de la clínica estaba sentada detrás de un cristal que la separaba de los pacientes, usaba una diadema para atender el teléfono y daba sorbitos a una taza que contenía un café muy aguado o un té negro muy fuerte.
–Tiene que venir ella a solicitarlo personalmente –fue su respuesta, luego de escuchar mis explicaciones.
–Está en el trabajo –le contesté–, no puede venir.
Le comenté que mi intención era devolverle la gentileza a la brasileira, porque al fin y al cabo ella me había hecho un favor aquel día acompañándome a la clínica, y que no quería encima complicarle la vida, porque si ella tuviera que venir de nuevo le iban a pedir otro justificante para la nueva ausencia.
–Un justificante para el justificante –concluí, orgulloso, según yo, de exponer lo absurdo de la situación.
–Pero ¿cómo podemos saber que ella realmente estuvo aquí ese día? –me respondió.
El tonito con el que hablaba sonaba a acusación. Y cada vez que usaba un adverbio lo pronunciaba irónicamente, como para advertirme de que le parecía todo muy raro, muy sospechoso.
No pude evitar sentirme incómodo, como si la recepcionista tuviera razón y yo estuviera ocultando algo –además de la segunda historia–; era algo que no podía evitar, culpabilizarme de todo. De reojo miré a mis espaldas, preocupado de que hubiera testigos, algún vecino, amigo o conocido, alguien que me reconociera. Pero los pacientes que aguardaban en la salita de espera –además de anónimos– tenían esa apariencia cadavérica de quienes han sido obligados a ayunar, la palidez del que teme las malas noticias, y estaban entretenidos con sus teléfonos.
Seguramente la recepcionista se estaba imaginando que la brasileira y yo pretendíamos aprovecharnos de mis padecimientos gastrointestinales para cometer algún tipo de fraude administrativo, uno pequeño, insignificante, cobrar sin haber trabajado, no descontar esas horas de las vacaciones, algo por el estilo. Pero incluso si fuera así, ¿qué le costaba darnos el justificante?, ¿por qué se lo tomaba tan a pecho?
Volví a mostrarle en mi celular el correo electrónico con el que la clínica me había confirmado la fecha y hora en las que me habían hecho el procedimiento.
–Puedo darle un justificante para usted –me dijo la recepcionista–, ningún problema.
–Yo no lo necesito –le contesté.
Me miró con más suspicacia todavía, como asumiendo que yo estaría desempleado o, peor aún, que era un mantenido.
Estuve a punto de explicarle a qué me dedicaba, pero pensé que eso solo empeoraría las cosas. Me acordé de un colega que nunca respondía que era escritor, según él porque afirmarlo era arrogante, y prefería contestar que era ganadero. Al adolescente y a la niña les daba vergüenza que yo dijera que era escritor, porque casi siempre, implícita o explícitamente, el diálogo posterior derivaba hacia si su padre era un escritor de verdad, uno famoso. Pero yo no podía decir que fuera otra cosa además de escritor –a menos que mintiera– y en realidad aquel colega también era ganadero, y más que ganadero, terrateniente, había heredado una hacienda en los valles de Colombia. Típico. La historia oculta de la literatura latinoamericana es la historia de la aristocracia y la burguesía.
–¿Señor?
La recepcionista estaba intentando devolverme mi teléfono mientras yo recordaba ese episodio ocurrido en Brasilia, hacía siete u ocho años, en el lobby de un hotel.
–¿Viene a la bienal del libro? –preguntó otra recepcionista, la del evento.
–Sí.
–¿Ocupación?
–Ganadero.
Las opciones que le aparecían a la recepcionista en la pantalla eran escritor, editor, periodista y librero, pero el individuo exigió ser registrado con su verdadera profesión, para lo que hubo que llamar a un informático.
–Yo no tengo horarios –expliqué, al tomar de vuelta mi teléfono–, trabajo por mi cuenta.
Era temerario asegurar que escribir era un trabajo, y sostenerlo ameritaría también una digresión, una muy extensa, y la recepción de una clínica de gastroenterología no era el lugar propicio para hacerla. Y, ultimadamente, la recepcionista tampoco me pidió más explicaciones.
–¿Entonces? –insistí.
–Para su amiga no puedo darle el justificante –contestó la recepcionista.
–Es mi esposa –aclaré.
–Es igual –dijo la recepcionista, pero no era igual, ¿¡cómo iba a ser igual que la brasileira fuera mi amiga o mi esposa!?
–Ten cuidado –se inmiscuyó una segunda recepcionista, que estaba al lado de la primera y que hasta entonces se había mantenido ensimismada mirando el monitor de su computadora–, puedes meterte en un problema.
–¿Verdad? –respondió la primera recepcionista–, ¿qué tal que ella no vino ese día?
–Quizá quieren usar el justificante como coartada en un juicio –le dijo la segunda a la primera.
–¿Cómo? –protesté.
Las dos se pusieron a explicar sus sospechas...

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  3. Créditos