Narrativas hispánicas
eBook - ePub

Narrativas hispánicas

  1. 152 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Narrativas hispánicas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Un fascinante debut literario sobre el encuentro con un personaje singular que transformará la vida de la joven Virginia.

Al final de su adolescencia, Virginia viaja con su padre al norte para reunirse con los Kopp. Cuando el encuentro con sus amigos ingleses augura unas apacibles vacaciones, la aparición estelar de un invitado inesperado truncará todos sus planes: Bertrand es escultor y performer, con toda probabilidad padece algún trastorno mental, y está obsesionado con la idea de que «las esculturas son efímeras». Visionario y demente, envuelto en un aura de carisma y de peligro, Bertrand siembra el desconcierto en la vida de Virginia, que se acabará dejando arrastrar hacia un territorio ambiguo, inexplorado.

En su primera novela, Xita Rubert escribe con la misteriosa sabiduría que emerge del caos para preguntarse si acaso crecer es adentrarse en una ficción sin retorno. Mis días con los Kopp es una sugestiva novela de iniciación del siglo XXI que afronta con inteligencia la enfermedad, el fingimiento social y el desamparo. Una singularísima historia que nos anuncia la llegada de una nueva narradora con una voz poderosa y llena de matices.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Narrativas hispánicas de Xita Rubert en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2022
ISBN
9788433944269
Categoría
Literatura

II

No hizo falta que pasaran muchos días. Pronto me percaté, una vez más, y como en cada visita, de que los amigos de mi padre nunca eran pobres.
No quiero dar a entender nada malo. Al contrario: a mí me gustaba ver a gente como los Kopp porque todo eran extravagancias, festines, conversaciones ociosas, sucesos inesperados.
Además, el éxtasis de lo mundano existe para hacernos olvidar la muerte. O esto digo porque eso me sucedía a mí. Los viajes, las celebraciones, aligeraban mi carácter fastidioso que, incluso a los diecisiete años, me hacía aferrarme a lo ordinario y necesario, deshacerme de lo que solo tenía peso aparente y no cierto como el mármol, despreciar sin miramientos la mayoría de las actitudes, afirmaciones o personas ligeras. Hoy sé que eso –creer dignas, solo, a las esculturas– era mi conciencia de la muerte. Y seguramente de la muerte de mi padre.
No dejaba de sorprenderme, sin embargo, que todos aquellos seres agradables y divertidos perteneciesen a una, y solo una, clase social. No había ostentación, ni mucho menos lujo, en Andrew o Sonya Kopp, pero era evidente el tipo de vida que llevaban: una fuera de lo común, llena de privilegios exclusivos y por ello mismo faltos de interés, vanos aunque bellos, placenteros y –para mí– ocasionalmente reveladores.
Eran una pareja rara, además. Los Kopp parecían amigos, hermanos quisquillosos, bromeaban y se peleaban sin consecuencias, se insultaban sin cuidado y sin rencor posterior. Nunca los vi besarse ni cogerse de la mano, pero se mostraban deferentes el uno con el otro: Andrew le retiraba la silla a Sonya antes de sentarse a la mesa, Sonya se lo agradecía discretamente. En el fondo llamaban mi atención sus modales, algo mecánico para ellos pero significativo para mí, eran seres de otra época, con códigos de comportamiento y educación que en generaciones posteriores, como la mía, ya apenas existen. Por mucho que percibiese, también, su mundanidad, sus formas me hacían admirarlos, quererlos. Debían de tener la edad de mi padre: pero en aquel viaje al norte él aún no era completamente senil. El hombre más antiguo y más joven. Esa fue la contradicción, más adelante: que los ojos alertas –ojos de conejo enérgico, despeluchado, inmortal– pudiesen apagarse, enfermarse, hibernar para siempre.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, lo primero que sentí fue alivio. De estar en la cama, sin más ruidos que el tráfico de la avenida principal. De comprobar que a mi derecha él dormía, roncaba hasta arriba de somníferos, el cuello de la camisa cubierto de ceniza, como cada mañana. La televisión estaba encendida en un canal de tarot. No había ni sonidos de ambulancia ni luces de policía afuera. Lo de la mañana anterior podría haber sido un sueño, excepto porque un par de horas más tarde, cuando se despertó y se aseó –agua en la cara, en el pelo gris, nada de ducha–, me miró fijamente y dijo:
–Oye, te pediré que tengas cuidado. Lo de ayer, bueno, ve con un poco de cuidado.
Él no había estado presente, no había bajado a la calle: ¿de qué me alertaba? A veces pienso que mi obsesión con las palabras –mi necesidad de golpearlas, de pedirles lo que desconocen– es el resultado de momentos como ese, de mis interacciones con seres de pocas palabras y muchos sobrentendidos. Mi padre solía decirme, de modo declarativo, que tuviese cuidado. No creo que en esto fuese distinto a cualquier padre que se preocupa de modo preventivo, acaso innecesario. Más allá de las palabras, sin embargo, nosotros quedábamos a la deriva. Él me pedía que me protegiese, pero con miradas de compasión, expresiones de inquietud exagerada, sin enfrentarse conmigo a los abismos. Él tenía más miedo que yo, ante el abismo. Y no sabía si se retrocede o se salta, si se ataca o se escuda uno, si la voz y el amor sirven de algo o si, por el contrario...
–Ayer noche Andrew y su mujer me explicaron lo que sucedió por la mañana. Yo debía de estar dormido todavía, ¿no? Perdóname.
Cada vez con más frecuencia, además, mi padre decía aquello: perdóname. ¿Por qué? Yo no necesitaba perdonarlo, no lo culpaba, solo me quejaba cuando me sentía desprotegida, como hace cualquier cría de cualquier especie animal. En aquel momento, además, sus palabras de advertencia me parecieron suficiente, las acepté y me animaron, aun sin saber muy bien qué me quería decir, de qué se lamentaba, o con qué debía yo tener cuidado. Hoy desayunaríamos con los Kopp: recordar esto me alegró.
La tarde anterior habíamos paseado por el barrio, los dos solos. Habíamos recorrido la alameda y clasificado las plantas y flores de los jardines que nos encontramos: mi padre conocía casi todos sus nombres, no sé por qué, no era ni ecólogo ni botánico ni florista. Al adentrarnos y seguir los puentes laberínticos de la alameda, descubrimos estanques cada vez más pequeños, con flores y bichería distinta, como si fuese el equivalente, en jardín, de una muñeca rusa. Nos perdimos entre los paseos silvestres que llevaban de un estanque al siguiente, pero como habíamos estado apuntando el nombre de las flores y recordábamos su aspecto, nos guiamos por los colores y las formas más que por la dirección, y encontramos el camino de vuelta al hotel.
Yo había decidido no explicársela, la mañana: olvidarla a través del paseo violeta y amarillo. Andrew y Sonya no nos habían acompañado en nuestra expedición, tenían la tarde ocupada con entrevistas y la rueda de prensa sobre el premio de Andrew. Solo más tarde, cuando yo ya dormía, los Kopp y mi padre habían tomado algo en el bar, me contaba ahora él, Andrew, con quien nos reunimos en el vestíbulo para desayunar en el restaurante del hotel. Le pregunté, nada más verlo, por qué y adónde habían desaparecido el día anterior por la mañana, con el hombre retrasado, tras el altercado en la calle.
No lo llamé así. Dije Bertrand, sin saber por qué, eso no significaba nada para mí, tenía más sentido llamarlo hombre retrasado. Pero a mis preguntas Andrew no respondió.
–Es artista –fue lo único que dijo–. Habla con él. Ya verás. Te lo explicará todo muy bien.
Volví a la habitación para ponerme zapatos en lugar de zapatillas, me pregunté qué era «todo» eso que Bertrand tenía que explicarme «muy bien», y me supe, de antemano, sin ganas de volverlo a encontrar.
En cuanto bajé para reunirme con todos en el restaurante lo vi a él, al hombre llamado Bertrand, sentado en nuestra mesa. Estaba entre Sonya y Andrew, y los tres enfrente de mi padre y de una silla libre que, supuse, era la mía. Cuando Andrew me vio llegar, volvió a dirigirse a mí:
–Era obvio que tu padre no se despertaría a una hora normal para desayunar, pero que tendría hambre al despertarse, aunque todavía no sería, tampoco, la hora de comer. El personal del restaurante ha sido tan amable de alargar el bufet del desayuno hasta ahora, así que estrictamente esto es un desayunocomida: un brunch, como decimos nosotros. Gracias de nuevo.
Un joven vestido de negro –el responsable de cocina, supuse– asintió, sonrió, creo que hasta se sonrojó.
–Son nuestros clientes estrella esta semana –dijo el joven–. No hay de qué.
El chico sonrojado era guapo. Cortés. Logró decir aquello sin un retintín cursi o impostado. En la tripa algo se me contrajo. Quería hablar, tocar al chico en cuestión, fingir la misma alegría despreocupada de Andrew, quería ser una Kopp más, acercarme a todo sin prejuicios y también sin escrúpulos. Tener derecho a actuar porque sí, sin razón y sin más consentimiento que el mío. Busqué en los ojos del chico una curiosidad, un deseo similares, pero no vi nada más que compostura y rigidez profesional.
Esto me sucedía desde hacía poco, durante los últimos meses: sentía un pinchazo en el abdomen, identificable como la necesidad, repentina y caprichosa, de un contacto físico particular. Con hombres exclusivamente, nada de mujeres. Los abrazos de esos hombres, sus manos apretando las mías, eran siempre mi objetivo. Todo lo verdadero –la desprotección, el tiempo, la muerte– desaparecía al contacto con pieles ajenas.
Querida, te presento a Bertrand. Aunque ya os conocéis. Ayer empezó a explicarte su proyecto, ¿recuerdas? Ha venido con nosotros desde Londres. Bertrand, te presento a Virginia: es la guapísima hija de nuestro amigo Juan.
Andrew se volvió hacia mi padre. Cambió de expresión y habló como si el resto no estuviéramos allí:
–¿Te siguen diciendo aquello de que parece más tu nieta que tu hija, y tú su abuelo?
Mi padre se rió y asintió, mostrando algunos dientes, escondiendo algunos dientes. Era un hombre tranquilo, seguro de sí, discreto: a su lado Andrew era histriónico. Nunca se sentía ofendido, y se ocupaba activamente, en situaciones sociales como aquella, de que todos estuviesen cómodos: era siempre amable, siempre acogedor. Me miró todavía sonriente, como para compensar el modo que tenía Andrew de hablar de los presentes en tercera persona.
–Ayer –dijo mi padre, hablando para todos–, el taxista que nos trajo del aeropuerto hasta el hotel nos confundió con una pareja. ¡Me llamó depravado sin decirlo!
El chico –el responsable de cocina, o camarero– se había quedado cerca de nuestra mesa y cuando oyó aquello también se rió. Se acercó un poco más, me pareció, para mirarme la cara. Me sorprendió su indiscreción y también mi propia reacción contrariada, mi rechazo, cuando minutos antes solo había deseado que me mirase. También Sonya me miró, fugazmente. Ella no se reía.
Pero sobre todo el hombre llamado Bertrand se quedó observándome durante varios segundos más que el resto. Mi padre empezó con sus tostadas, huevos, fiambre; Sonya miraba los alimentos con un poco de recelo, como si entre toda aquella variedad expuesta en la mesa no encontrase su desayuno habitual. ¿Qué hacía el loco allí, de nuevo entre dos cuerpos, encajonado entre dos masas; de qué conocía a Sonya y a Andrew, y por qué ellos mismos lo trataban con cercanía y normalidad? ¿Había venido con ellos desde Londres, había dicho Andrew?
No podía ser yo la única que lo percibía –incluso mi padre me había dicho ten cuidado pocas horas antes–: algo siniestro había en aquella criatura, en el hecho de que estuviese entre nosotros y hubiese que tratarlo como a un igual. Como él no dejaba de mirarme, hipnotizado –¿me reconocía, admiraba, echaba un mal de ojo?–, y tal vez por no sucumbir, no subyugarme ante la incomodidad creciente, me permití observarlo yo también.
Su cara parecía más serena que el día anterior, los músculos no tan contraídos. Sus labios permanecían pegados, sellados sin fuerza, y las canicas que tenía por ojos hoy eran menos artificiales. Estaba recién duchado: alguien olía a champú, y sin duda no eran Andrew, Sonya o mi padre, que olían a una mezcla de tabaco y muebles de madera. Una raya al lado, de esas hechas con peineta y gomina, separaba en dos su pelo fino y rizado. Iba, en cualquier caso, aseado. Mejor dicho, parecía un muñeco al que han acicalado: era imposible que él, por sí mismo, se pudiese arreglar, mirar al espejo y corregirse el aspecto, pensar qué efecto causaba en los demás. Y su atuendo, por el contrario –de momento solo le veía el tronco–, era el mismo que el día anterior. Una camiseta blanca de manga larga y, por encima, en lugar de una chaqueta, otra camiseta verde de tirantes, como si se hubiera confundido de orden y puesto por encima la camiseta interior. Pensé en lo que Andrew había dicho: Es artista. Los artistas hacen las cosas de otro modo, incluso del revés, de acuerdo. Pero tales maniobras tienen un sentido interno: hay un propósito desconocido que las ordena. A mí me parecía, tal y como había dicho la locutora de radio, que estaba frente a un disminuido más que un artista. Sus múltiples rarezas –su manera de observar, su ropa, el modo en que estaba sentado y petrificado– eran arbitrarias; carecía de interioridad, de propósito desconocido, la criatura Bertrand.
Me levanté de la mesa: supe que aquel intercambio mudo –él mirándome, yo mirándolo– no llevaría a ningún lado y que no, no, tampoco me apetecía seguir el consejo de Andrew y hablar con Bertrand. ¿Hablar con Bertrand de qué?
Caminé hacia el bufet. Estábamos nosotros cinco solos en el enorme salón, aparte de una familia con dos niños de apariencia formal, silenciosos. Tal vez ellos también eran huéspedes estrella, o se habían despertado tarde y unido al brunch improvisado para Andrew y Sonya Kopp. Los Kopp los habían saludado cuando la pareja, con los niños como soldaditos de plomo, había entrado en el restaurante. Conocían a todo el mundo, o tal vez era al revés: todos los reconocían a ellos, y los Kopp agradecían el reconocimiento con expresiones cálidas e impersonales.
Me concentré en la zona de dulces: observé la repostería, la bollería humeante. Escogí una ensaimada, un brioche, una herradura de chocolate y varios pasteles de canela. Viviendo con mi padre, me había acostumbrado a comer todo lo que me gustaba: todo lo malo. Pero mi atención estaba en otro lado. Permanecía allí de donde había querido escapar, porque eso significa a veces escapar: quedarse. Me preguntaba por Bertrand. ¿Por qué sentía que lo había abandonado, y por qué, el día anterior, había sentido que me había abandonado él a mí, que se lo habían llevado cuando, en realidad, me pertenecía? Bertrand era un desconocido: ¿por qué tenía yo estos pensamientos con respecto a él, y él solamente? Parecía salido de una parábola bíblica o una leyenda alemana, y sin embargo estaba allí, entre nosotros, como uno más, Bertrand.
Bertrand nos acompañó durante algunos días de la vida, en retrospectiva, tan imprevisible y convencional que llevaba con mi padre: mis días con los Kopp. Parecía, en realidad, estar escoltado por ellos, a su cargo y cuidado. Y yo presentía, sin explicarme por qué, que Bertrand iba a molestar. Iba a dificultar unos días destinados a ser vacaciones robadas, clandestinas, algo que con mi padre sucedía a menudo: yo me saltaba las clases del colegio, él sus clases de la universidad. Siempre que no se lo dijese a mi madre –y yo callaba, obedecía al rey de los conejos– nos escapábamos a algún lugar de la península. Mi madre nos abroncaba a él y a mí, por teléfono, al enterarse. Pero lo hacía de modo abierto, sincero, y luego –si habían volado malas palabrasinvariablemente arrepentido. El modo que tenía él de insultarla era más perfeccionado, más sutil: le provocaba el dolor que ni siquiera se siente porque se desconoce; prefería el ocultamiento, no la ofensa; el silencio, no la palabra.
El silencio de los conejos: ¿quién culparía al conejo, si al mirarlo solo topamos con una cara diminuta, sin odio o intención? De pequeña, a menudo fui el misil del conejo. Aparte de su hija, amiga, acompañante. Y, cuando cumplí los dieciocho y él enfermó, su madre y su mujer. La reina coneja. Dos conejos en un barco, y nadie más, hacia dónde no lo sé, pero sé qué sucedía allí, durante cada travesía, qué aprendía en cada puerto.
Viviendo con él, en definitiva, y antes de los dieciocho, debí de saltarme un tercio de días de clase. Aprendí, vi, viví otras cosas; esta fue una de nuestras últimas escapadas; y Bertrand, la última de esas cosas.
Volví a la mesa con un plato a rebosar de dulces, mi padre rió cariñosamente y aprobó mi elección. Sonya bromeó acerca de algo que no oí. Hablaba con mi padre. Le ofreció un poco de su ensalada de tomate, espinacas y cuscús, «comida normal», dijo, y él respondió:
–¡Yo no como paisaje!
Los Kopp se sorprendieron antes de echarse a reír con la boca abierta, los ojos viejos y apretados: no le habían oído aquella broma antes. Que no era una broma, que no comía nada vegetal o remotamente verde, solo lo sabía yo.
Al sentarme, advertí que alguien había movido nuestras sillas hacia la izquierda. Yo quedaba frente a Bertrand de nuevo, pese a haber desplazado mi asiento antes de levantarme a por provisiones. Al contrario que el resto, Bertrand no rió ante el chiste de mi padre. Yo tampoco. Y nos miramos fijamente durante unos segundos. Me propuse no permitirle inquietarme: que su presencia queda, musculosa, amarillenta, no me pusiera en guardia. Sus ojos de títere, translúcidos. Y de pronto, mientras yo concentraba todas mis fuerzas en ese objetivo, en ese desafío, Bertrand le dio un zarpazo a mi plato. Se llevó dos o tres pastelitos de canela, sin apartar las canicas de mi cara. Tras el golpe de su puño enorme en el plato, un cuchillo plateado saltó, me rebotó en el pecho y aterrizó en mi regazo. Pasó todo muy rápido. Y por suerte era redondo, no puntiagudo, el cuchillo.
Todos lo vieron. Nadie dijo nada, ni siquiera mi padre, solo alzó las cejas denotando alivio c...

Índice

  1. Portada
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. Créditos