Capítulo V. El filósofo y el dramaturgo
Don Restituto y doña Basilisa, los señores de Neira, marqueses de San Madrigal, constituían un matrimonio bien avenido y estéril. Él lucía una nariz tumefacta, roja y compleja, de esas que con tan afectuosa minucia gustaban de analizar los pintores flamencos. Ella conservaba perpetuamente la expresión satisfecha, candorosa y benigna que suelen llevar aparejada los rostros de facciones vulgares cuando el estómago está sano y bien repleto. Era mucho más joven que el marido, mantecosita, frescota y en sazón todavía de hacerles la boca agua a los aficionados a manjares suculentos y a la Venus pingüe. Vestían los dos de negro. Vivían rodeados de servidumbre, compuesta toda de varones y vestida también de negro. Todos los criados tenían un aire común de seminaristas famélicos o de mandaderos de monjas; actitudes humildosas, ademanes de «todo sea por Dios», caras largas, huesudas, amarillas.
Todos, hasta el cocinero. Y eso que se les echaba de comer con largueza.
Don Restituto y doña Basilisa, o la señora Emperatriz, como la llamaba el padre Alesón, el políglota, eran lo que se dice dos almas de cántaro, incapaces de causar mal a nadie a sabiendas, ni tampoco de hacer bien a sabiendas, por eso, porque no sabían exactamente lo que era el mal ni el bien ajenos. El bien sumo a que ellos aspiraban era a salvar el alma; y de una manera secundaria, cuando surgía la oportunidad, cooperaban a que el prójimo se pusiese en vía de salvar la suya. No se conformaban, claro está, con que todos, el prójimo y ellos, salvasen el alma de la misma suerte, pues también en el cielo, como en este valle de lágrimas, hay capas sociales, hay coros, dominaciones, tronos, etc., etc.; en suma, categorías. Don Restituto se servía de una comparación. El cielo es como un teatro. El público lo forman los bienaventurados, los que se salvan.
El protagonista es Dios. Luego, en el escenario, hay otros personajes, comparsería, orquesta, coros; la misma Iglesia asegura que hay coros.
Pues bien: es absurdo pretender que en un teatro se acomode todo el público en palcos y butacas. Estas localidades son para los espectadores distinguidos, y las galerías y cazuela para la plebe. Y prueba de que la cazuela es también paraíso la ofrecen los mismos teatros de este mundo, en los cuales se dice indistintamente paraíso y cazuela. El purgatorio es como el vestíbulo del celestial coliseo, lugar de los que deben esperar con la natural impaciencia. Don Restituto no podía conformarse con que a él y a su Basilisa les diesen una entrada general de galería para contemplar de lejos la gran apoteosis de la eternidad, puesto que él pagaba el billete tanto como el que más y más que casi todos. El alma de don Restituto y de su consorte era tan simple e ilusionada, que Dios hubiera pecado de cruel si en el momento de llevarlos de este mundo y abrirles la puerta del cielo no hubiese ordenado a San Pedro, acomodador en jefe, que les situase en una platea proscenio, desde donde pudieran ver bien y que los vieran bien a ellos.
Por lo pronto, en esta vida disfrutaba ya la piadosa y optimista pareja de un anticipo, casi garantía, de lo que había de ser su futura posición en el empíreo. Curas, frailes y hasta el señor obispo los visitaban, los adulaban, los mimaban, y, en definitiva los trataban como a presuntos bienaventurados de la clase más distinguida. Si don Restituto pretendía títulos mundanos, no era por vanidad, sino por una especie de sentimiento de clase, por decoro, como si dijéramos, de aquella categoría de bienaventurados de platea y butaca a que él pertenecía, y por justificarse, en algún modo, con los de galería y cazuela.
Provenía don Restituto de una familia humilde de la Montaña, y en este accidente del nacimiento fundaba su crédito a cierta nobleza titular, pues para él todos los montañeses llevan algo de sangre hidalga. Había ido de niño a Cuba, y allí, en treinta años de reclusión y trabajos forzados, había amontonado un fortunón. Y, sin embargo, don Restituto desmentía prácticamente la sentencia de la duquesa de Somavia, que todo rico es un ladrón. Don Restituto jamás había robado; o si había robado, robó sin enterarse, que para el caso es lo mismo. Había llevado en Cuba una vida de monje sobrio y asiduo, sin contaminarse con la corrupción general de aquella isla verdiaurina y voluptuosa; o, como él decía, pregonando ingenuamente su austeridad: «no he conocido mulata, ni menos negra». De las blancas no hablaba.
Y así vegetaba ahora, a la vera de doña Basilisa, siempre unidos, transmitiéndose templadas corrientes de mutuo afecto conyugal, pensando en salvar el alma, y no descuidando ayudar a salvar otras.
—Padre Alesón —dijo don Restituto—, ese Belarmino me trae... nos trae muy preocupados. ¿Verdad, Basilisa? No oye misa, y eso que ningún trabajo le costaba, puesto que podría oírla sin salir de casa. ¿No será un hipócrita? ¿No continuará tan apóstata como antes? ¿Salvará su alma?
—Mi señora Emperatriz y mi señor don Restituto —respondió el padre Alesón—, ¿les merece confianza mi dictamen? ¿Sí? Pues helo aquí, por lo sucinto: Belarmino es un cuitado; Belarmino carece de alma racional.
—¿Quiere usted decir que es una bestia, un hombre peligroso? —preguntó don Restituto, alarmado.
—Más bien un niño. Posee, evidentemente, un alma racional, como criatura humana que es; pero es un alma racional que no es racional. ¿He desnudado mi pensamiento? Su alma se halla todavía en el período infantil, o de idiotez, si ustedes quieren. No piensa, no discurre, sino de una manera torpe y rudimentaria. Como está bautizado, cuando muera se salvará. Si no estuviese bautizado, iría al limbo de los niños. Este es mi dictamen, meditado con mucha gravedad e ilustrado con el parecer de autorizados teólogos. Belarmino es un idiota de nacimiento y no ha podido pecar nunca. Belarmino, cuando andaba suelto, era un hombre de cuidado, porque de cuando en vez le atacaban ramalazos de locura, y la locura es contagiosa, sobre todo la locura impía, que es la que a él le aquejaba. La de Belarmino, como ustedes no ignoran, era de frenético arrebato, se propagaba como fuego, causaba escándalo a los corazones sensibles, inducía al desprecio de las cosas santas y amenazaba provocar mayores daños. Este frenesí ya se le pasó, gracias a la caridad de ustedes.
¿Qué más podemos desear? El Belarmino terrible ha dejado de existir. Queda el otro Belarmino: el dulce, el idiota, el maniático.
¿Que no va a misa? ¿Qué falta hacen los niños en misa?
—¿Y no teme usted, padre Alesón, que le vuelvan los ramalazos?
—Él ahora dice que es un filósofo; sea. Un filósofo no estorba, ni molesta, ni perjudica, siempre que no se le tome en serio. Sobre todo, a los filósofos atarlos con longanizas. Mientras Belarmino continúe recogido en esta mansión hospitalaria; mientras nada le falte pare cubrir sus necesidades; mientras no se le estorbe en su manía de leer lo que no entiende y de comunicarse con algunas personas, aliviando por eliminación el peso de los disparates que se le acumulan en la cabeza; mientras dure esta situación presente, todo irá a pedir de boca.
—¡Oh, qué sabio es usted, padre Alesón, y cómo se me aclaran las cosas más turbias oyéndole! Veo a Belarmino leyendo librotes y escribajeando papelorios lo más del día, y creía que esto no podía por menos de martirizarle los sesos y volverle más loco de lo que está. Yo juzgaba por mí, que no leo más que el libro de misa. Pues no puedo leerlo sin que se me levante dolor de ojos y de cabeza.
¡Dios me perdone! Y cuanta más atención pongo, peor. Pero acaba usted de decirnos que a Belarmino no le perjudica tanta lectura porque es de libros que no entiende.
¡Quién lo dijera! Lo natural parece lo contrario. Pues, ve ahí; tiene usted razón. Ahora caigo en la cuenta que cuando leo las oraciones en latín, que no entiendo jota, no me duelen los ojos ni la cabeza —así habló doña Basilisa. Añadió—:
¿Y la otra, la Juana, su mujer? Me parecía algo, vaya, algo así... una tarasca.
—Tarasquísima —afirmó el dominico—; pero está totalmente domesticada.
Su domestidad, y más todavía su ausencia, contribuyen no poco, en mi sentir, a que Belarmino viva en paz octaviana.
La Juana, por orden nuestra, no aparece por el zaquizamí de la portería; se está en la habitación que les dieron ustedes de vivienda, y cuando no, de paseo por la calle o de novena en alguna iglesia. La hija, Angustias, ésa sí hace compañía frecuente a su padre, como ustedes habrán visto. Es decir... Voy a revelarles un secreto: Belarmino no es padre legítimo de Angustias...
—¿Cómo? —interrogaron a la par don Restituto y doña Basilisa, un poco escandalizados. Prosiguió solo don Restituto—: ¿hija espúrea acaso? ¿De él o de ella? De manera que... ¿nos la han estado pegando?
—Calma, señores míos. No hay novela y sí hay novela. La niña es hija legítima de una hermana de Belarmino, mujer infeliz, viuda de recién casada, que murió de sobreparto, dejando ese recuerdo vivo, esa niña.
Belarmino se hizo cargo de ella y la crió con biberón. Por eso él dice, y es de las ocasiones contadas en que habla lengua inteligible, que la ama más que como padre: como padre y como madre juntamente. Respondo que eso es verdad: la quiere con delirio.
—Y eso que es idiota... —dijo doña Basilisa.
—Sí, señora; lo cual demuestra que Dios hizo a los hombres naturalmente buenos, y que todos los delitos de la voluntad y fealdades de la conducta son instigados por la inteligencia rebelde y la razón soberbia.
Por eso, en la doctrina cristiana se nos advierte que los pobres de espíritu verán a Dios.
Lo verán desde la cazuela, y sin sacarle punta a la función, pensó don Restituto. El padre Alesón proseguía:
—Esa paternidad putativa y seudomaternidad de Belarmino ocurrió un año antes de casarse con la Juana. La Juana, por el momento, no soltó prenda; pero ya casada, y así que sacó el genio, declaró que no se dejaba engañar por Belarmino, y que Angustias er...