Capítulo III. La heterodoxia durante el reinado de Fernando VII
I. Trabajos de las sociedades secretas desde 1814 a 1820. II. Época constitucional del 20 al 23. Disposiciones sobre asuntos eclesiásticos. Divisiones y cismas de la masonería: comuneros, carbonarios. Traducciones de libros impíos. Propagación de la filosofía de Destutt, Tracy y del utilitarismo de Bentham. Periodismo, etc. III. Reacción de 1823. Suplicio del maestro deísta, Cayetano Ripoll, en Valencia. Heterodoxos emigrados en Inglaterra. Puigblanch: Villanueva. Literatura apologética durante el reinado de Fernando VII (Amat, Ajo Solórzano, Vélez, Hermosilla, Vidal), traducciones de apologistas extranjeros, etc. IV. Influencia de las sociedades secretas en la pérdida de América. V. De la revolución en Portugal durante este período.
I. Trabajos de las sociedades secretas desde 1814 a 1820
Que la Constitución del año 12 era tan impopular como quimérica, han de confesarlo hoy cuantos de buena fe estudien aquel período. Que el pueblo recibió con palmas su abolición, es asimismo indudable. Que nunca se presentó más favorable ocasión de consolidar en España un excelente o a lo menos tolerable sistema político, restaurando de un modo discreto lo mejor de las antiguas leyes, franquicias y libertades patrias, enmendando todo lo digno de reforma y aprovechando los positivos adelantos de otras naciones, tampoco lo negará quien considere que nunca anduvieron más estrechamente aliados que en 1814 Iglesia, trono y pueblo. Ningún monarca ha subido al trono castellano con mejores auspicios que Fernando VII a su vuelta de Valencey. El entusiasmo heroico de los mártires de la guerra de la Independencia había sublimado su nombre, dándole una resonancia como de héroe de epopeya, y Fernando VII no era para los españoles el príncipe apocado y vilísimo de las renuncias de Bayona y del cautiverio de Valencey, sino una bandera, un símbolo, por el cual se había sostenido una lucha de titanes, corroborada con los sangrientos lauros de Bailén y con los escombros de Zaragoza. Algo de la magnanimidad de los defensores parece como que se reflejaba en el príncipe objeto de ella, cual si ungiese y santificase su nombre el haber sido invocado por los moribundos defensores de la fe y de la patria. Las mismas reformas de las Cortes de Cádiz y el muy subido sabor democrático de la Constitución que ellas sancionaron contribuía a encender más y más en los ánimos del pueblo español la adhesión al prisionero monarca, cuya potestad veían sediciosamente hollada en su propia tierra, como si los enemigos del trono y del régimen antiguo hubieran querido aprovecharse arteramente del interregno producido por la cautividad del rey y por la invasión extraña. Del abstracto y metafísico fárrago de la Constitución, pocos se daban cuenta ni razón clara, pero todos veían que con sancionar la libertad de imprenta y abatir el Santo oficio había derribado los más poderosos antemurales contra el desenfreno de las tormentas irreligiosas que hacía más de un siglo bramaban en Francia. Además, el intempestivo alarde de fuerza que los constituyentes gaditanos hicieron, reformando frailes y secularizando monasterios, encarcelando y desterrando obispos, rompiendo relaciones con Roma e imponiendo por fuerza la lectura de sus decretos en las iglesias, había convertido en acérrimos e inconciliables enemigos suyos a todo el clero regular, a la mayor y mejor parte del secular y a todo el pueblo católico, que aún era en España eminentemente frailuno. La Constitución, pues, y toda la obra de las Cortes, cayó sin estruendo ni resistencia y aun puede decirse que fue legislación nonata. Para sostenerla no tenía a su lado más que a sus propios autores, a los empleados del Gobierno constitucional en Cádiz, a los militares afiliados en las logias, a una parte de nuestra aristocracia, que para errarlo en todo se entregaba de pies y manos a sus naturales adversarios; a un escaso pelotón de clérigos jansenistas o medio volterianos y al baldío tropel de abogados declamadores y sofistas de periódicos, lepra grande de nuestro estado social entonces como ahora, aprendices de conspiradores y tribunos y aspirantes al lauro de Licurgos y Demóstenes en la primera asonada.
Tales elementos no eran ciertamente para infundir grave temor a un Gobierno que hubiera mostrado buena fe, oportuna y saludable firmeza y celo del bien público. Con cumplir Fernando VII al pie de la letra lo que había estampado en el manifiesto de Valencia: «Yo trataré con los procuradores de España y de las Indias, en Cortes legítimamente convocadas, de establecer sólida y legítimamente cuanto convenga al bien de mis reinos», hubiéranse ahorrado, de fijo, muchos desaciertos, y a lo menos no se hubieran engrosado las filas de la revolución con tantos, que siendo españoles y realistas en el fondo de su alma, aborrecían y detestaban el despotismo ministerial del siglo XVIII y la dictadura de odiosas camarillas, y creían y afirmaban, como el mismo rey lo afirmó en el citado decreto, que «nunca en la antigua España fueron déspotas sus reyes, ni lo autorizaron sus buenas leyes y constituciones». Los liberales habrían conspirado de todas suertes; pero ¡cuán difícil, si no imposible, les hubiera sido el triunfo! Mucho desaliento hubo de dejar en los ánimos aquel triste Gobierno de los seis años para que en 1820 le vieran caer poco menos que sin lástima los mismos que en 1814 habían puesto en él sus más halagüeñas esperanzas.
Y no fue ciertamente lo que les separó de él la persecución, innecesaria y odiosa, de los diputados y servidores de las antiguas Cortes. Ni menos los decretos, solicitados y acogidos con el más unánime entusiasmo, que restablecieron en España el Tribunal del Santo oficio (21 de julio de 1814), anularon la reforma de regulares decretada por las Cortes y echaron abajo la tiránica pragmática de Carlos III sobre extrañamiento de los jesuitas. Actos eran todos éstos de rigurosa justicia y en que ningún católico íntegro y de veras puso reparo ni tilde. La vuelta de los jesuitas, tras de ser vindicación necesaria de una iniquidad absolutista sin ejemplo, era el único modo de poner en orden y concierto la pública enseñanza, maleada desde fines del siglo XVIII con todo linaje de falsa ciencia y de malsanas novedades.
El alma estuvo en que, fuera de esta reacción religiosa, no se advirtió en el nuevo Gobierno ventaja alguna respecto de los peores gobiernos del siglo XVIII, antes parece que en él se recrudecieron y pusieron más de manifiesto los vicios radicales del poder monárquico, ilimitado y sin trabas, aquí agravados por el carácter personal del rey y por la indignidad, torpeza y cortedad de luces de sus consejeros. Cierto que los tiempos eran asperísimos, ni podía tenerse por fácil empresa la de gobernar un país convaleciente de una guerra extranjera y molestado en el interior por la polilla de las conspiraciones. Pero así y todo, bien hubiera podido exigírseles que levantaran y sostuvieran, algo más que lo hicieron, el prestigio de la nación ante los extraños, no consintiendo que fuera olvidada o escarnecida en los tratados de Viena la que había derribado la primera piedra del coloso napoleónico; que no pasasen neciamente por tan burdos engaños como el de la compra de los barcos rusos y, sobre todo, que no soltasen los diques a aquel torrente de oscuras intrigas, de sobornos, de cohechos, de inmoralidades administrativas, solo excedidas luego por las de los gobiernos parlamentarios. Perversa fue aquella administración, y no tanto por absoluta cuanto por rastrera y miserable, sin ideas, propósito ni grandeza y me...