III. Negociaciones
No hube de permanecer con mis compañeros por mucho tiempo bajo el peso de tan crítica situación, porque en el mes de marzo del referido año 1898 se me presentó un judío a nombre del comandante del buque de guerra norteamericano Petrell, solicitando conferencia por encargo del almirante Dewey.
Celebráronse varias con el citado comandante en las noches del 16 de marzo al 6 de abril, quien solicitando de mí volviera a Filipinas para reanudar la guerra de la independencia contra los Españoles, ofrecióme la ayuda de los Estados Unidos, caso de declararse la guerra entre ésta nación y España.
Pregunté entonces al comandante del Petrell lo que Estados Unidos concedería a Filipinas, a lo que dicho comandante, contestó que Estados Unidos era nación grande y rica, y no necesitaba Colonias.
En su vista, manifesté al comandante la conveniencia de extender por escrito, lo convenido, a lo que contestó que así lo haría presente al almirante Dewey.
Estas conferencias quedaron interrumpidas por haber, el 5 de abril, recibido cartas de Isabelo Artacho y de su abogado, reclamándome 200.000 pesos de la indemnización, parte que le correspondía percibir como secretario del interior que había sido en el Gobierno Filipino de Biak-na-bató, amenazándome llevar ante los Tribunales de Hong Kong, si no me conformaba con sus exigencias.
Aunque de paso haré constar que Isabelo Artacho llegó a Biak-na-bató e ingresó en el campo de la revolución el 2 de septiembre de 1897, y fue nombrado secretario, a principios de noviembre, cuando la paz propuesta y trabajada por don Pedro Alejandro Paterno, estaba casi concertada, como lo prueba el que en 14 de noviembre siguiente se firmara. Véase, pues, la injusta y desmedida ambición de Artacho al pretender la participación de 200.000 pesos por los pocos días de servicios que a la Revolución prestara.
Además se había convenido entre todos nosotros los revolucionarios, en Biak-na-bató, que, en el caso de no cumplir los españoles lo estipulado, el dinero procedente de la indemnización, no se repartiría, y se destinaría a comprar armas para reanudar la guerra.
Artacho, pues, obraba entonces como un espía, agente del general Primo de Rivera, toda vez que quería aniquilar la revolución, quitándola su más poderoso elemento, cual era, el dinero. Y así fue considerado el asunto por todos los Revolucionarios, acordándose en junta, saliera yo inmediatamente de Hong Kong, evitando la demanda de Artacho, a fin de que los demás tuvieran tiempo de conjurar éste nuevo peligro para nuestros sacrosantos ideales, consiguiéndolo así en efecto: Artacho convino en retirar su demanda por medio de una transacción.
En cumplimiento de dicho acuerdo, marchéme sigilosamente de Hong Kong, el día 7 de abril, embarcándome en el Taisan, y pasando por Saigón fui a parar con la mayor reserva a Singapur, llegando a este puerto en el Eridan el 21 de dicho mes, hospedándome en casa de un paisano nuestro. Tal fue la causa de la interrupción de las importantísimas conferencias con el almirante Dewey iniciadas por el comandante del Petrell.
Pero «el hombre propone y Dios dispone», refrán que en ésta ocasión se cumplió en todas sus partes; porque no obstante lo incógnito del viaje, a las cuatro de la tarde del día de mi llegada a Singapur, presentóse en la casa, donde me hospedaba, un inglés que, con mucho sigilo, dijo que el cónsul de Estados Unidos de aquel punto, mister Pratt, deseaba conferenciar con don Emilio Aguinaldo, a lo que se le contestó que en dicha casa no se conocía a ningún Aguinaldo; pues así se había convenido responder a todo el mundo.
Pero habiendo vuelto el inglés repetidas veces con la misma pretensión, accedí a la entrevista con mister Pratt, la cual, se verificó, con la mayor reserva de 9 a 12 de la noche del día 24 de abril de 1898, en un barrio apartado.
En la entrevista aludida manifestóme el cónsul Pratt, que no habiendo los españoles cumplido con lo pactado en Biak-na-bató, tenían los filipinos derecho a continuar de nuevo su interrumpida revolución, induciéndome a hacer de nuevo la guerra contra España, y asegurando que América daría mayores ventajas a los filipinos.
Pregunté entonces al cónsul qué ventajas concedería Estados Unidos a Filipinas, indicando al propio tiempo la conveniencia de hacer por escrito el convenio, a lo que el cónsul contestó que telegráficamente daría cuenta sobre el particular a mister Dewey, que era jefe de la expedición para Filipinas, y tenía amplias facultades del presidente MacKinley.
Al día siguiente, entre diez y doce de la mañana, se reanudó la conferencia, manifestando el cónsul mister Pratt que el almirante había contestado acerca de mis deseos que Estados Unidos por lo menos reconocería la Independencia de Filipinas bajo protectorado naval y que no había necesidad de documentar éste convenio, porque las palabras del almirante y del cónsul americano eran sagradas y se cumplirían, no siendo semejantes a las de los Españoles, añadiendo por último, que el Gobierno de Norteamérica era un Gobierno muy honrado, muy justo y muy poderoso.
Deseoso de aprovechar tan providencial ocasión para regresar a mi país y reanudar la santa empresa de la Independencia del pueblo filipino, presté entero crédito a las solemnes promesas del cónsul americano, y le contesté que podía desde luego contar con mi cooperación de levantar en masa al pueblo filipino, con tal de que llegara a Filipinas con armas ofreciendo hacer todo cuanto pudiera para rendir a los Españoles, capturando la plaza de Manila, en dos semanas de sitio, siempre que contara con una batería de doce cañones.
Replicó el cónsul que me ayudaría para hacer la expedición de armas que yo tenía proyectada en Hong Kong; pues telegrafiaría enseguida al almirante Dewey lo convenido, para que por su parte prestara su auxilio a la citada expedición.
El día 26 de abril se llevó a cabo la última conferencia en el Consulado americano, a donde fui invitado por mister Pratt, quien me notició que la guerra entre España y Estados Unidos estaba declarada, y por tanto, que era necesario me marchara a Hong Kong en el primer vapor, para reunirme con el almirante Dewey que se hallaba con su escuadra en «Mirs bay», puerto de China; también recomendóme mister Pratt le nombrase representante de Filipinas en América para recabar con prontitud el reconocimiento de la Independencia. Contesté que desde luego marcharía yo a Hong Kong a reunirme con el almirante, y que en cuanto se formara el Gobierno filipino le propondría para el cargo que deseaba, si bien lo consideraba insignificante recompensa a su ayuda; pues para el caso de tener la fortuna de conseguir la Independencia, le otorgaría un alto puesto en la Aduana, además de las ventajas mercantiles y la ayuda de gastos de guerra que el cónsul pedía para Estados Unidos; y que los filipinos estarían conformes en conceder a América en justa gratitud a su generosa cooperación.
Luego que hube tomado pasaje en el vapor Malacca volví a despedirme del cónsul Pratt, quien aseguró, que antes de entrar en el Puerto de Hong Kong me recibiría secretamente una lancha de la escuadra americana con el fin de evitar la publicidad, sigilo que también yo lo deseaba. Partí para Hong Kong en dicho vapor las cuatro de la tarde del mismo día 26.
A las dos menos cuarto de la madrugada del día 1.° de mayo fondeábamos en aquel puerto sin que saliera a encontrarnos ninguna lancha. A invitación del cónsul de esta colonia, mister Wildman dirigíme al consulado y de nueve a once de la noche del mismo día de mi llegada conferencié con él, diciéndome...