Camino de perfección
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Camino de perfección

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Camino de perfección

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En 1910, Manuel Díaz Rodríguez publicó Camino de perfección donde expuso con claridad e impecable estilo el credo estético del movimiento modernista: el ajuste perfecto entre la idea y la palabra. Camino de perfección se centra en dos cuestiones estéticas fundamentales para la época: el examen exhaustivo del ejercicio literario que esgrimieron los movimientos intelectuales enfrentados a las preferencias literarias más nuevas, y una formulación de los preceptos que debían guiar la literatura y el arte.El modernismo llegó con retraso a Venezuela y apareció tras los últimos vestigios del romanticismo. Allí este nuevo movimiento se vinculó con los simbolistas, y los parnasianos. Y es muy posible, como han dicho algunos analistas de la historia literaria hispanoamericana, que el modernismo haya sido en Venezuela el producto de la crisis generada por los excesos del romanticismo; atribuida a la angustia del cambio, surgida a finales del siglo en la conciencia de una juventud abocada a rebelarse contra los viejos modelos.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788490075357
Categoría
History
Categoría
World History
Nuevas y últimas apuntaciones para una biografía espiritual de don perfecto seguidas
de un ensayo crítico de la crítica
Aunque después resulte que sea más bien su biógrafo, parece que es don Perfecto quien tiene contradictorio el espíritu. Lo parece, porque apenas ha rechazado las más inocentes leyes de la fisiología, cuando acoge hasta la última consecuencia de la crítica psiquiátrica. Pero es fácil mirar que debajo de su contradictorio semblante discurre derechamente su vida como una maravilla de lógica. La lógica es hermana primogénita de la gramática, y don Perfecto es un gramático excelente. En su obra y en su espíritu, llenos de cuanto él llama principios y convicciones, todo surge construido con la misma armadura de acero con que está construida la sintaxis. Hombre de convicciones como es él, no puede contradecirse. Varón recto, como ya lo he dicho, va siempre a su fin en línea recta.
Sin detenerse en los comienzos trabajosos, ni divertirse en el desarrollo largo, complicado y múltiple de la crítica llamada científica, va de un vuelo a posarse en la última y extrema flor de esa crítica, en la escandalosa flor abierta bajo la pluma de Nordau. Se acoge al amor y al saber del psiquiatra, poco después de contarnos la historia de la literatura de un pueblo intertropical con el más inocente criterio bíblico. Apenas le concede una relativa importancia muy vaga al momento histórico, sin consagrar ni una línea, aparte de eso, a estudiar la influencia del medio y de la raza. Nada nos dice del medio que, por tratarse de un pueblo intertropical, no debe de haber dejado de imprimir su huella más o menos honda, atenuando o exagerando algún pliegue del carácter, comunicando a la sensibilidad alguna vibración diferente, y creando por tanto un matiz propio, una fisonomía nueva, o un nuevo modo de ser de la literatura. Tampoco halla digna de su atención la raza, a pesar de referirse a un pueblo que es, en punto a raza, un problema vivo y patente, formado como lo está de españoles, negros e indios, y de los diversos productos de la mezcla de esos tres tipos cardinales. De haber aguzado, sobre la cuestión de raza, la fineza de su estudio, nos habría dejado tal vez don Perfecto nuevos y extraños puntos de vista, por hallarnos, en el caso de un pueblo intertropical, con elementos étnicos en absoluto desemejantes, como no se encuentran al estudiar la literatura y el arte de ningún pueblo de Europa. Los hombres de su historia son hijos de un mismo padre, exactamente como en la Biblia. Y la más bíblica inocencia preside a su concepto de la crítica y a su modo de ejercerla.
En su concepto, la crítica es una buena y sabia señora que reparte enseñanzas, da consejos y mar ca rumbos. De tal modo de entender la crítica, resultaría que ella precede y no sigue a la obra. Quizás meditando, y apreciando en toda su magnitud semejante consecuencia, don Perfecto se resignara a ver en la crítica, en vez de una fina señora que dispensa el consejo y la enseñanza, la enseñanza misma que sale o se exprime de la obra como el vino de la uva. A la estética y a la crítica es fuerza que precedan las obras maestras, como es fuerza que a las obras maestras precedan los artistas geniales. Pero como don Perfecto no ha visto ni verá tal vez nunca la consecuencia estrafalaria de su concepto de la crítica, y como al mismo tiempo él es muy lógico, su procedimiento crítico supone una inmutable deidad que no reconoce más de dos o tres inmutables arquetipos, de los cuales provienen y a los cuales deben ceñirse todos los artistas y escritores del mundo, so pena de ser tildados de heréticos. En su crítica, los autores pasan como teoría de grotescos derviches gesticulantes que, remedándose unos a otros los gestos, llegasen hasta su arquetipo de origen. En ella no hay ni siquiera aquella idea de imitación de la naturaleza que basta al arte incipiente o a un arte inferior, pero no basta a la obra maestra, en la cual toda imitación de la naturaleza deja de ser, para cambiarse en continuación y perfección de la misma. La idea de la imitación en don Perfecto no ha pasado de una vulgar imitación de escritos y de autores. En la más leve semejanza ve siempre imitación, y jamás otra cosa, pues en punto a influencias extrañas de arte y literatura no sabe de grados, diferencias ni matices. No distingue lo extraño de lo propio, ni alcanza a discernir la originalidad, hasta un momento dado incógnita y profunda, que la influencia extraña de un escritor o de un pueblo suscita en el alma de otro escritor o de otro pueblo. Sin embargo, a don Perfecto no le preocupan semejantes distingos, porque si bien él mira imitación en cualquiera débil parentesco, toda imitación, aun la más burda, la tiene por legítima y loable. Con tales principios, el procedimiento es de suma sencillez: basta saber el orden cronológico en que escritores y artistas nacieron a la luz de la belleza y del arte, para que el crítico vea coronada su obra. Aplicando el procedimiento a la pintura, y obediente a la más exterior semejanza, don Perfecto escribirá que Rembrandt imitó a Ribera, y Ribera al Tintoretto. Bajo su pluma, cada escritor imita al otro, y el otro al de más allá, y así, del primero al último, van rápida y grotescamente los autores, como derviches en procesión gesticulante. El arte queda reducido al rango de un simple juego. Pero éste no es aún aquel noble y alto juego de dioses de que hablan Kant y Schiller, divino juego que siendo, ya sereno espejo de Apolo, ya desordenada tortura de Dionysos, expresa al mismo tiempo la suprema levedad y la libertad suprema del ingenio y del arte, acordadas por Nietzsche en el símbolo perfecto de la danza rica en música silenciosa. El juego a que el arte se reduce, en la abundante prosa correcta de nuestro insigne escritor, es algo más accesible y modesto: remedo más o menos jocoso de simios, entretenimiento de mujerzuela vana, o ilusorio deleite de eunucos.
Imposible, con los modos de pensar y de pro ceder mencionados, que don Perfecto no se mantuviese en las afueras de la crítica. Así, de inocente delator de neologismos, de impertérrito juez en punto a legitimidad castiza de las voces, pasó lógicamente a ser fino zahorí de estigmas de degeneración bajo las banderas del psiquiatra. Para no dejar nunca la superficie, de la superficie de la crítica literaria entendida a la antigua vino a lo que está como en la piel de la crítica científica semejante a importuna vegetación grotesca. Saltando sobre Stendhal, Sainte-Beuve y Taine, y sin dejar la superficie, cambió los prados de Hermosilla por la enfermería de Nordau. Porque si la crítica llamada científica es cuando más la envoltura de lo que debería ser la crítica verdadera, la crítica psiquiátrica está con la científica en la misma relación que puede estar con la piel una excrecencia verrugosa. La desviación o degeneración psiquiátrica de la crítica científica bastaría por sí sola para hacernos temer de la ciencia como se teme de una intrusa en los dominios del arte. Quien siga el desarrollo de la crítica científica, desde su amanecer en la crítica psicológica de Beyle, en vez de compartir el entusiasmo por la ciencia, que hace de nuestro gran don Perfecto un perfecto discípulo de Nordau, llegará por lo menos a dudar, si no de la ciencia misma, de que la ciencia haya podido ni jamás pueda adquirir los elementos necesarios a un criterio completo y seguro para juzgar de un artista y de su obra.
Presentida en la teoría de los temperamentos de Stendhal, adivinada y hasta esbozada en la manera biográfica de Sainte-Beuve, la crítica científica no cobró cuerpo y figura sino en el método tainiano. Precedido por Buckle en cuanto se refiere a la historia, Taine fue el primero en trasplantar a la literatura y al arte los procedimientos de la ciencia positiva. Después de extraer de su hondo acervo de ciencia la médula y armazón del nuevo método crítico, le ciñó una coraza formidable con su estilo prodigioso. Pero lo más noble de esta coraza, como lo más probo y desinteresado del ingenio que la forjó, consiste en dejarnos ver sus puntos flacos. De aquí la observación, ya trivial, de que Taine precisamente en las páginas en que de su método se olvida, es donde se revela más penetrante y profundo. Los más intensos pasajes de su obra de crítico son aquellos en que, despreocupándose del momento histórico, del medio y de la raza, exhala su espíritu en oración, o lo quema como un grano de perfume ante el milagro de la obra maestra. Y quizás no sea inoportuno recordar de una vez cómo este olvido de cuanto es accidental, comprendiendo en lo accidental aun los mismos preferidos tópicos de su método, cómo este aniquilamiento fervoroso y dulce del espíritu, anticipado y transitorio nirvana que sobrecoge a Taine ante el prodigio de la obra maestra y del artista, lo sorprende también y lo anonada ante las montañas que él llama seres fijos y eternamente jóvenes. Recuérdese cuando a su regreso de Italia contempla, desde la cubierta de un barco del Lago mayor, el blanco panorama de las cumbres alpinas. Pero, sobre todo, recuérdese, porque ya aquí él se place en poner una frente a otra la obra maestra de la naturaleza y la obra maestra del arte, como si quisiera pulsar y hacérnosla sentir, la identidad misteriosa que las une, cuando después de ver, desde el santuario de Santa Odilia, surgir y magnificarse, por entre los desgarramientos de la niebla, el imponente paisaje de los Vosgos, encuentra en este espectáculo matinal de la montaña la más digna preparación para entrar enseguida, con el pensamiento y la lectura, en el cándido templo hecho de puro mármol de Paros de la Ifigenia en Táuride de Goethe.
Según sus mismas palabras, cuando admira el nevado teatro de las cumbres, el sentimiento que lo invade y señorea es el de una verdadera liberación, el de un absoluto olvido de sí mismo, el de una perfecta anulación de la propia voluntad, sentimiento no solo semejante, sino idéntico al sentí miento en que, según Kant y Schopenhauer, se depura, sutiliza y resuelve lo más noble de la emoción producida en nosotros por las obras maestras del arte. Ya admiremos la montaña, o la obra maestra, en un punto dejamos de ser nosotros mismos, para volvernos límpido espejo fiel de la montaña o de la obra: es el estado de visión apolínea de Nietzsche, es la beata riva de Comi, la dulce ribera de paz adonde de tiempo en tiempo enderezamos la proa de nuestras barcas henchidas de dolor, a encontrar, para nuestra humana miseria irremediable, una quieta y segura dársena de olvido en el amor de la Belleza.
En la obra de Taine descubrimos, pues, la huella de dos espíritus o dos hombres: la de un hombre de ciencia que, rico de copioso caudal científico, justifica la buena ley de su método, empleándolo con todo suceso y rigor lógico en el estudio de la orquéstica griega y la pintura de Holanda, y la de un hombre ingenuo que, sin cuidarse de guardar consecuencias al método rígido del otro, se entrega de cuando en cuando como un niño a los brazos de la naturaleza, o ante las obras maestras del arte religiosamente se postra fulminado de maravilla. El uno pretende explicarnos, con los datos y el método de la ciencia positiva, la aparición del artista y de su obra de belleza, en tanto que el otro descarta el método del primero con un rasgo de la pluma, y a la luz del estilo se nos revela inspirado en la vieja fuente platónica. Este hecho de rastrearse las huellas de dos tan desemejantes hombres en la fuerte obra crítica de Taine, se explica porque en Taine hay juntos un hombre de ciencia y un artista incomparable. Taine pertenece a la estirpe gloriosa en que se manifiesta en grado excelso la dualidad, ya rara en la especie vulgar, del sabio y el artista, si bien semejante dualidad en él no llega al ponderado equilibrio ni a la misma excelsitud que llegó en Leonardo y Goethe, dos únicos ejemplares de esta raza única. En Taine, el equilibrio se rompe a cada paso: de repente, bajo el relámpago de la pluma se ahonda al desacuerdo como un abismo.
Lo raro de esta dualidad, ya aparezca en grado humilde, ya en grado magno como en Taine, y lo difícil de tenerla en equilibrio, están diciéndonos que hay dos temperamentos antagónicos: el uno convertido a las labores de la ciencia, y el otro que solo es propio para la obra del arte. Y, a su vez, el antagonismo de temperamentos que separa del hombre de ciencia al artista, sirve de prueba a priori de que son extraños los terrenos, distinto el proceder y muy otras las vías del arte y de la ciencia.
Mientras la ciencia procede casi siempre por análisis, la obra maestra del arte siempre es una síntesis. La ciencia es analítica en general, siendo de su indispensable función los hechos, los detalles, los tanteos y el cotejo insignificante y menudo. Llega a la síntesis, pero aun en la más vasta y filosófica síntesis de la ciencia cabe toda suerte de mudanzas. La ciencia tantea, como la naturaleza, que trabaja por medio de esbozos y ensayos progresivos. El arte, al contrario, tiende siempre a la síntesis, y esta síntesis del arte no sufre el más leve retoque. En lugar de seguir a la naturaleza, como la ciencia lo hace, el arte la sobrepasa y continúa, eludiendo los tanteos, ensayos y esbozos infinitos, o más bien condensándolos de una vez en el ejemplar definitivo de la obra maestra. Al revés de la obra de la ciencia, que no se completa jamás, la obra maestra del arte surge completa y definitiva. No admite mudanzas ni retoques, aunque el artista no la haya acabado materialmente, como la Noche, de Miguel Ángel, que a los ojos vulgares parece inconclusa.
De ese carácter definitivo se desprende que mientras la obra de la ciencia, nunca definitiva, tiene un forzoso valor histórico, estas mismas palabras, como observa Conti, no encierran ninguna significación precisa cuando se refieren a las obras maestras del arte. De los libros de Hipócrates, de Plinio y de Paré, apenas queda muy poco, si queda algo por ventura, en el espíritu de la ciencia; en tanto que el bronce corintio y el mármol de Roma, consagrados a la gloria de Apolo, Venus o Júpiter, son y seguirán siendo, a pesar de una aparente distancia enorme de siglos, contemporáneos de un mármol cualquiera de Miguel Ángel y del último bronce de Rodin. Las clasificaciones de arte fundadas en el punto de vista histórico, aun las que más válidas corren en los tratados de crítica y estética, tal como aquella que divide el arte en pagano o clásico y en cristiano o romántico, son por la misma razón arbitrarias y no resisten a la ojeada menos profunda. Acordémonos de que, no sin algún significado recóndito, Leonardo pintó con rasgos idénticos a Baca y al Bautista. Ni el cándido advenimiento de Jesús, ni su fin trágico, tampoco hicieron sino desviar un punto los fatales términos del conflicto que late en el corazón de la Tragedia.
Lo dicho de la estatuaria puede repetirse y probarse tratando de la pintura y la poesía. La ilusión o idea del tiempo se anula ante la obra maestra del arte. Obra, en suma, de la naturaleza, aunque parezca venir de la más lejana entraña creadora, nace con la misma espontaneidad y la misma gracia de vida que el pájaro, la planta, o la flor; pero su vida no pasará como la de estas frágiles criaturas en un vago lampo de belleza, antes bien se fijará para la eternidad, palpitando sobre la página, la tela, o el mármol, con la sangre inmaterial del estilo. Por esta, al buscar entre las cosas y criaturas de la naturaleza una imagen bastante fiel de las obras maestras del arte, la encontramos, no en seres efímeros y graciosos como la flor, el pájaro, la planta, sino en aquellos de vida serena y diuturna, como las montañas, que Taine llama seres fijos y eternamente jóvenes.
Lo extraño es que sea el mismo Taine quien pretende clasificar las obras de arte y l...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Advertencia al lector
  4. Apuntaciones para una biografía espiritual de Don Perfecto, con un breve ensayo sobre la vanidad y el orgullo
  5. Nuevas apuntaciones para una biografía espiritual de Don Perfecto con un ensayo sobre la idea de ciencia
  6. Paréntesis modernista o ligero ensayo sobre el modernismo
  7. Nuevas y últimas apuntaciones para una biografía espiritual de don perfecto seguidas de un ensayo crítico de la crítica
  8. Libros a la carta