XVIII
La situación de mi espíritu era indefinible. Un frío glacial invadió mi pecho, como si una hoja de finísimo acero lo atravesara. La brusca y rápida mudanza verificada en mis sensaciones respecto de Amaranta era tal, que todo mi ser se estremeció, sintiendo vacilar sus ignorados polos, como un planeta cuya ley de movimiento se trastorna de improviso. Amaranta era no una mujer traviesa e intrigante, sino la intriga misma, era el demonio de los palacios, ese temible espíritu por quien la sencilla y honrada historia parece a veces maestra de enredos y doctora de chismes; ese temible espíritu que ha confundido a las generaciones, enemistado a los pueblos, envileciendo lo mismo los gobiernos despóticos que los libres; era la personificación de aquella máquina interior, para el vulgo desconocida, que se extendía desde la puerta de palacio, hasta la cámara del Rey, y de cuyos resortes, por tantas manos tocados, pendían honras, haciendas, vidas, la sangre generosa de los ejércitos y la dignidad de las naciones; era la granjería, la realidad, el cohecho, la injusticia, la simonía, la arbitrariedad, el libertinaje del mando, todo esto era Amaranta; y sin embargo ¡cuán hermosa!, hermosa como el pecado, como las bellezas sobrehumanas con que Satán tentaba la castidad de los padres del yermo, hermosa como todas las tentaciones que trastornan el juicio al débil varón, y como los ideales que compone en su iluminado teatro la embaucadora fantasía cuando intenta engañarnos alevosamente, cual a chiquitines que creen ciertas y reales las figuras de magia.
Una luz brillante me había deslumbrado; quise acercarme a ella y me quemé. La sensación que yo experimentaba, era, si se me permite expresarlo así, la de una quemadura en el alma.
Cuando se fue disipando el aturdimiento en que me dejó mi ama, sentí una viva indignación. Su hermosura misma, que ya me parecía terrible, me compelía a apartarme de ella. —«Ni un día más estaré aquí; me ahoga esta atmósfera y me da espanto esta gente» —exclamé dando paseos por la habitación, y declamando con calor, como si alguien me oyera.
En el mismo momento sentí tras la puerta ruido de faldas, y el cuchicheo de algunas mujeres. Creí que mi ama estaría de vuelta. La puerta se abrió y entró una mujer, una sola: no era Amaranta.
Aquella dama, pues lo era, y de las más esclarecidas, a juzgar por su porte distinguidísimo, se acercó a mí, y preguntó con extrañeza:
—¿Y Amaranta?
—No está —respondí bruscamente.
—¿No vendrá pronto? —dijo con zozobra, como si el no encontrar a mi ama fuese para ella una gran contrariedad.
—Eso es lo que no puedo decir a usted. Aunque sí... ahora caigo en que dijo volvería pronto —contesté de muy mal talante.
La dama se sentó sin decir más. Yo me senté también y apoyé la cabeza entre las manos. No extrañe el lector mi descortesía, porque el estado de mi ánimo era tal, que había tomado repentino aborrecimiento a toda la gente de palacio, y ya no me consideraba criado de Amaranta.
La dama, después de esperar un rato, me interrogó imperiosamente:
—¿Sabes dónde está Amaranta?
—He dicho que no —respondí con la mayor displicencia—. ¿Soy yo de los que averiguan lo que no les importa?
—Ve a buscarla —dijo la dama no tan asombrada de mi conducta como debiera estarlo.
—Yo no tengo que ir a buscar a nadie. No tengo que hacer más que irme a mi casa.
Yo estaba indignado, furioso, ebrio de ira. Así se explican mis bruscas contestaciones.
—¿No eres criado de Amaranta?
—Sí y no... pues...
—Ella no acostumbra a salir a estas horas. Averigua dónde está y dile al instante que venga—, dijo la dama con mucha inquietud.
—Ya he dicho que no quiero, que no iré, porque no soy criado de la condesa —respondí—. Me voy a mi casa, a mi casita, a Madrid. ¿Quiere usted hablar a mi ama?, pues búsquela por palacio. ¿Han creído que soy algún monigote?
La dama dio tregua a su zozobra para pensar en mi descortesía. Pareció muy asombrada de oír tal lenguaje, y se levantó para tirar de la campanilla. En aquel momento me fijé por primera vez atentamente en ella, y pude observar que era poco más o menos, de esta manera.:
Edad que pudiera fijarse en el primer período de la vejez, aunque tan bien disimulada por los artificios del tocador, que se confundía con la juventud, con aquella juventud que se desvanece en las últimas etapas de los cuarenta y ocho años. Estatura mediana y cuerpo esbelto y airoso, realzado por esa suavidad y ligereza de andar que, si alguna vez se observan en las chozas, son por lo regular cualidades propias de los palacios. Su rostro bastante arrebolado no era muy interesante, pues aunque tenía los ojos hermosos y negros, con extraordinaria viveza y animación, la boca la afeaba bastante, por ser de estas que con la edad se hienden, acercando la nariz a la barba. Los finísimos, blancos y correctos dientes no conseguían embellecer una boca que fue airosa si no bella, veinte años antes. Las manos y brazos, por lo que de éstos descubría, advertí que eran a su edad las mejores joyas de su persona y las únicas prendas que del naufragio de una regular hermosura habían salido incólumes. Nada notable observe en su traje, que no era rico, aunque sí elegante y propio del lugar y la hora.
Abalanzose como he dicho a tirar de la campanilla, cuando de improviso, y antes de que aquélla sonase, se abrió de nuevo la pue...