Guerra de Granada
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Guerra de Granada

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Guerra de Granada

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Guerra de Granada es el libro más célebre de Alonso de Palencia. Es una crónica de la conquista de Granada, último enclave del mundo islámico en España.Escrita, asimismo, en latín, comprende nueve libros, pese a que el proyecto era de diez. Los hechos relatados abarcan desde el año 1490 —recuérdese que la Guerra de Granadallegaba a esa misma fecha— hasta enero de 1492, es decir, hasta la conquista de Granadapor los Reyes Católicos, el día 2 de dicho mes y año.Alonso de Palencia vivió sucesos capitales de orden político, en España y en Italia. Fue gestor y testigo ocular de las negociaciones e intrigas decisivas para las Coronas de Castilla y Aragón. Tan rica experiencia le confiere a su obra una información de primerísima mano. Aunque no exenta de pasión, pero acorde con la realidad de aquella época tan turbulenta.Merece la atención señalar como Alonso de Palencia relata la perversa astucia psicológica de Fernando de Castilla. Fernando estrechó lentamente el cerco en torno a Granada y no dudó en decapitar a los moriscos defensores de las poblaciones cercanas a la ciudad. Mientras que, en otras oportunidades, fue magnánimo, perdonó vidas y respetó las propiedades de éstos.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2012
ISBN
9788498970661
Categoría
Historia
Libro VII
(1487)
Tentativas desgraciadas de don Fadrique de Toledo contra Pinos y Málaga. Combates en Granada entre los dos reyes moros, y triunfo de Boabdil el Joven sobre su tío. Auxilio que le prestaron nuestros reyes por intermedio del alcaide de Colomera, Fernán Álvarez de Alcalá. Reunión del ejército cristiano en Córdoba. Armada del Turco. Sucesos de Italia. Cuestiones entre el rey de Francia y el duque de Borgoña. Proyectos de matrimonio de la infanta doña Isabel con Maximiliano y con Carlos de Francia. Sitio y toma de Vélez-Málaga. Pactos para la entrega. Preparativos para el cerco de Málaga. Importancia de esta ciudad. Combates parciales entre sitiados y sitiadores. Muerte de Ortega de Prado. Pide Boabdil el Joven socorro a don Fernando contra los partidarios de su rival y se le envía al mando de Gonzalo Fernández de Aguilar. Sucesos de Italia. Furiosa salida de los malagueños rechazada por el marqués de Cádiz. Piden auxilio a Boabdil el Joven, que les aconseja la rendición. Angustiosa situación de los sitiados. Hazaña de los gallegos. Frustrada tentativa del fanático Ibrahim Alguerbí para matar a los reyes. Castigo del moro y represalias de los malagueños. Correrías de Boabdil el Viejo contra los de Vélez-Málaga. Refuerzos que logra introducir un santón moro en Málaga. Nobilísimo hecho de Ibrahim Zenete. Eficaz, interesada y astuta intervención de Alí Dordux para reducir a los sitiados a rendirse. Otros sucesos ocurridos durante el sitio. Llegada de doña Isabel a los reales. Terrible hambre en la ciudad. Tratos de Alí Dordux para la rendición. Carta de los malagueños al rey y su respuesta. Capitulaciones para la entrega. Cautiverio de los vecinos de Osunilla y Mijas. Entrada triunfal de los reyes en Málaga. Peste en la ciudad. Embajada del rey de Túnez a don Fernando. Resoluciones adoptadas por los reyes en Córdoba en los asuntos de Aragón, Valencia y Cataluña. Provisión de la Sede malacense. Viaje del rey a Zaragoza para reprimir los excesos causados por el abuso del derecho de manifestación. Establece don Fernando en Aragón la hermandad popular. Sucesos de Italia, Inglaterra, Francia y Flandes. Pásanse los de Baza al partido de Boabdil el Joven. Terremotos en Andalucía
Vacilaba el animoso rey don Fernando entre el temor y la esperanza en su propósito de acometer la secreta empresa contra Málaga. Don Fadrique de Toledo estaba encargado de reunir para ella tropas en el territorio de Andalucía y, por tanto, a él se le confió en secreto la dirección principal de la campaña. Con más ardor del que conviniera trabajaba por llevarla a cabo según la había concebido, sin que le detuviese la consideración de las dificultades que pudieran ofrecerse, resuelto a triunfar hasta de las más insuperables. Confiado en las divisiones de los granadinos, obedientes unos a Abohardillas y otros a su sobrino Boabdil, creyó cosa facilísima arrimar las escalas a medianoche al castillo rodeado de defensas, en cuyos calabozos subterráneos gemían nuestros compatriotas cautivos. Tenía por seguro que ante el terror de la facción contraria, ninguno entre los granadinos se atrevería a pelear en las tinieblas, aun teniendo aviso de la novedad. Con esta confianza envió unos 600 caballos a intentar la empresa. Al salir de Loja, los aguaceros de una tormenta y el desbordamiento de los ríos atajaron la marcha de tal modo, que perdieron alguna gente, y a los restantes, calados hasta los huesos, les costó no poco trabajo regresar a la ciudad en ocasión en que don Fadrique, después de citar para día señalado a los contingentes de los grandes y de las ciudades de Andalucía, había salido de Loja con dirección a Málaga. Pero las grandes lluvias produjeron terribles inundaciones, y las tropas que de diversos puntos iban acudiendo, más bien a un desastre que a un triunfo, se veían reducidas a lanzar imprecaciones ante la imposibilidad de cruzar la desbordada corriente del Saduca o Guadalquivirejo.
Bien pronto la intervención de la Providencia apareció patente a los ojos de los nuestros, a excepción de don Fadrique, que, cegado por el anhelo de realizar hazaña tan famosa cual la de apoderarse repentinamente de Málaga, increpó duramente a cuantos no habían acudido tan pronto al llamamiento y a los que se habían detenido a causa de las lluvias, como si la única causa del fracaso de la expedición hubiese dependido de haberse mermado el número del contingente. Aumentaba el enojo del virrey don Fadrique el mal resultado de su intento contra la fortísima villa de Pina, que poco antes había querido escalar. El fracaso de estas tres tentativas le hacía bramar de coraje, y descargaba su furia sobre los otros. Ni los grandes ni los pueblos de Andalucía podían sufrirlo con paciencia, y para evitar que extremase su cólera, apelaron al rey, ante quien se defendieron de las acusaciones en que don Fadrique insistía.
No cesaba un momento en el interior de Granada la lucha entre los dos competidores del trono, Abohardillas y Boabdil, y diariamente combatían las fuerzas del primero, confiadas en su superioridad numérica, con las de Boabdil, esperanzadas del pronto auxilio de nuestras guarniciones. Entre otras maquinaciones del tío encaminadas a la ruina del sobrino, imaginó con singular astucia la siguiente: hizo venir de Guadix y de Baza algunos jinetes de reserva y otros peones muy escogidos, cuya superioridad consistía, más que en el número, en su reconocido valor. Los tuvo escondidos durante la noche, y al alba los envió a caracolear alrededor de las murallas del Albaicín. Salióles resueltamente al encuentro Boabdil con fuerzas inferiores en número, pero superiores en esfuerzo. Su tío, que había logrado hacer tomar las armas a la multitud de sus partidarios, cosa a que antes se habían resistido, penetró repentinamente en el recinto del Albaicín, y a favor del increíble avance de los zapadores y del batir de la artillería, abrió cuatro brechas en los muros y ocupó la plaza antes que Boabdil, en el calor de la primera embestida, se enterase de la novedad; mas al oír los lamentos de los que sucumbían en el Albaicín, voló al socorro de los suyos.
Divididos en cuatro escuadrones los dos bandos, se acometieron con gran furia en las estrechas callejuelas; pero delante de la mezquita principal, donde el espacio era mayor, los dos reyes peleaban con tan feroz encono, que parecían dominados por inextinguible sed de sangre. Al cabo se declaró la victoria por el sobrino, que logró arrojar a su tío de sus posiciones, y en la persecución apoderarse del alcázar contiguo al Albaicín, de que antes era dueño Abohardillas.
Este suceso no influyó nada en la pertinacia de los granadinos, porque Abohardillas o Audelí el Viejo, apoyado por las predicaciones de los faquíes, acriminó al joven Mahomad Boabdil por su notoria inclinación al cristianismo. Esta acusación es de gran efecto entre los moros contra el acusado, y así, forzados por la necesidad, trataban de sacudir el temor con las armas cuantos al principio se habían agrupado en torno de Boabdil, seguros de la atroz muerte que les aguardaba si llegaban a ser vencidos por la multitud enemiga. Veían ya al viejo rey enemigo estrechar el ataque y, sin hacer caso alguno de sus religiosas supersticiones, ir acercando más y más la artillería a los más robustos edificios de la mezquita mayor, la parte mejor fortificada y que los soldados en aquel aprieto conservaban como su baluarte. Los encerrados oponían ya resueltamente el pecho a los tiros enemigos, y trabajaban más por salir a pelear fuera de las murallas que por resistir dentro a los invasores, y así el furor de la lucha les hacía pelear revueltos.
Mientras iban acumulándose en Granada éstos y otros peligros semejantes, el rey don Fernando y la reina doña Isabel acudieron solícitos a Córdoba desde remotas provincias, a fin de proveer a las urgencias que por todas partes se presentaban. Entre otras, enviaron cautelosamente fuerzas de la guarnición a Boabdil, ya en situación muy crítica, con el fin de no dar pie a Abohardillas para acusar con tantos visos de verdad a su sobrino ante la multitud granadina, sino que el refuerzo apareciese más bien con carácter de amistad que con el de religión. Para este efecto fue de gran auxilio el valor de cierto egregio cristiano, en muy gran predicamento también con los moros, Fernando Álvarez de Alcalá, o de Gadea, alcaide de Colomera, cuyo gran ánimo y cuya lealtad en las promesas tenían de antiguo bien conocidas los granadinos, y que hasta tal punto se había captado las simpatías de todos, que uno de los alcaides más estimados de Abohardillas había confesado que el abandonar a éste, a quien en aquellas luchas profesaba más afecto, para pasarse al partido de Boabdil, reconocía por causa el haber peleado por el último en el Albaicín hombre de tanta valía como Fernando Álvarez, cuyas esclarecidas dotes habían de granjearle el concurso de todos los buenos.
Con admirable habilidad y rápida ejecución auxilió en aquellos difíciles trances al rey Mohamed, y luego obligó a Abohardillas, su tío, a declarar públicamente que desistiría de la encarnizada competencia y abandonaría la posesión de la ciudad, siempre que Boabdil mostrara al menos cartas de los reyes don Fernando y doña Isabel en que confirmasen lo que aquél afirmaba engañosamente, a saber: que concedían a los granadinos paz por tres años. Al punto marchó Fernán Álvarez a Córdoba, y dada cuenta de las cosas, trajo dos cartas conformes con lo solicitado. De ellas se valió Boabdil ante la multitud como argumento de las falaces intenciones de su tío; pero éste, preferido por los faquíes, encontró nuevas trazas para persistir en su tesón, y así se buscaron ocasiones para diarios tumultos a fin de combatir más ferozmente a Boabdil. El joven príncipe, acostumbrado a los trabajos de la guerra y endurecido en la diaria defensa de su causa, mandó construir una estacada protegida por un malecón, a fin de hacer imposible a los granadinos el acceso por aquella parte sin venir a las manos.
Allí el constante batallar de los dos bandos causaba numerosas víctimas, y el luto y los lamentos de las mujeres angustiaban al vecindario, porque, además de aquella matanza de ciudadanos, lloraban el próximo exterminio. Principalmente, la feroz lucha entre los dos reyes enemigos, más recrudecida en el ataque y defensa de las nuevas trincheras, dio ocasión para mayor ansia de derramar sangre. En las incesantes peleas perecía gran número de moros de ambas partes, y cuando aquella multitud, enardecida por las excitaciones de los faquíes; y arrostrando los mayores peligros, logró incendiar los maderos que defendían la trinchera, tuvo Abohardillas por segura la ruina de su contrario. Las sombras de la noche y el cansancio de los combatientes hizo aplazar para el siguiente día la continuación de la pelea, y aprovechando el plazo algunos soldados singulares de Boabdil, repararon las defensas. Este inesperado resultado de su admirable actividad quebrantó de tal modo la ferocidad de su tío Abohardillas, que dio manifiestas señales de próxima partida.
Mientras éstos y otros muchos sucesos semejantes ocurrían en Granada, el ilustre rey don Fernando, reuniendo en Córdoba los contingentes que de todas partes le llegaban, disponía numerosa hueste a que no pudiera resistir el enemigo, y mientras iban llegando incesantes refuerzos de caballería e infantería, nada se omitía de cuanto juzgaba necesario para el mejor acierto en la expedición. Entre otras medidas, mandó llamar a los caballeros andaluces que, por su larga práctica de la guerra de Granada, eran tenidos por de gran experiencia, y les consultó sobre si convendría más sitiar a Málaga y las demás poblaciones de la costa, o si sería más ventajoso dirigir la numerosa hueste a tierras de Granada y combatir a Guadix y Baza, ciudades importantes que la auxiliaban poderosamente con víveres y refuerzos, y cuya pérdida acarrearía seguramente la de Granada. Prevaleció el parecer de los que preferían invadir y expugnar las costas contiguas a lugares ya de antes rendidos. El marqués de Cádiz, principal sostenedor de esta opinión, se mostró muy conforme con la voluntad del rey.
Cuando en Córdoba se tomaban estas disposiciones para la empresa de Granada, los frecuentes avisos que iban llegando de la numerosa armada reunida en aquellos días por el Turco traían desasosegados, no solo a los príncipes italianos, sino a nuestros celosísimos reyes, así por el interés que juntamente les inspiraban los fieles todos, como por la contingencia de que el enemigo creyese más oportuno invadir la Sicilia como muy a propósito para ensanchar sus dominios, y también más fácil de dominar en ocasión en que su rey andaba ocupado en lejanas guerras, dejando el reino menos defendido de lo que fuera menester. Llegó, sin embargo, aviso de haberse deshecho la armada después que el Turco, poco antes derrotado por el soldán, logró dar mejor arreglo a las causas de la contienda.
Corrían también por aquellos días rumores bastante fundados de alianzas reanudadas facciosamente entre varios Estados de Italia, de modo que parecía no haberse extinguido el antiguo rencor de los genoveses contra los florentinos, antes habían admitido de buen grado a los enviados de Renato y algunas tropas, cual chispa de futuro incendio de guerra. El papa, prefiriendo el prestigio de sus Estados, venía a echar de nuevo el gran peso de su intervención en los asuntos comenzados. Y de renacer las luchas, la continuación de la guerra de Granada había de tropezar con grandes inconvenientes.
Por el mismo tiempo tuvieron noticia los reyes, residentes en Córdoba, de una grave conjura tramada, según se decía, por algunos grandes franceses contra el rey Carlos VIII, todavía sujeto a tutela, según las leyes del reino. No se averiguó, sin embargo, ni los nombres de los conjurados ni las causas que los movieron a echar sobre su patria esta nueva mancha de traición. Lo cierto es que por aquellos días, y en muchas y diversas partes de Europa, se apoderó el espíritu de rebelión de hombres resueltos a no sufrir más las violencias o los caprichos tiránicos de algunos reyes.
Por disposición del difunto rey Luis, estaba desposado su sucesor Carlos con la ilustre doncella hija del duque Maximiliano y nieta del belicoso duque Carlos de Borgoña. Uno y otro la consideraron como prenda de paz futura entre el rey Luis de Francia y el duque de Borgoña Maximiliano. De aquí el nombre de Señora de la Paz con que fue conocida. A la muerte del rey Luis, su tutor, la desigualdad de las edades, ofrecía serio obstáculo, porque la niña contaba unos cinco años, mientras su prometido el rey Carlos se aproximaba ya a los quince, y el aplazamiento del matrimonio podía ser origen de graves peligros. Bien pronto Maximiliano buscó medio de recobrar las tierras de Borgoña perdidas después de la muerte del suegro, y con repentina entrada se apoderó de cierta ciudad de aquel territorio. Inmediatamente la sitiaron los franceses; pero venció el superior ejército de Maximiliano, ya abiertamente auxiliado por su padre el emperador Federico, que, entre otras muestras de favor, trabajó por que se le diese el título de rey de romanos. Se dice que para acrecentar su prestigio y honra pretendió casarle con doña Isabel, hija de nuestros reyes.
Era anhelo general de todos los buenos que esta ilustre doncella, como la primera entre sus iguales de aquella época, casara, con preferencia a los demás príncipes, con el rey Carlos, mancebo de su edad, y se creía que tal era también el deseo de sus padres. Así lo dejaron conocer enviando a Francia al prudente y virtuoso fray de la Orden de San Jerónimo, para que con digna sagacidad dejase entender lo que parecía más conveniente para la utilidad y engrandecimiento de ambos reinos y tratase de reanudar la antigua alianza, algunas veces quebrantada por el rey Luis. Pudo penetrar el religioso varón los secretos pensamientos del francés sobre estos extremos, y negoció el que inmediatamente marchase a Andalucía cierto catalán, a la sazón muy en relaciones con el rey Carlos. Llamábase Juan de Cardona, conocido por Franco, y era uno de los que, después de ocupado el Rosellón por los franceses, se habían visto obliga...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Libro I
  4. Libro II
  5. Libro III
  6. Libro IV
  7. Libro V
  8. Libro VI
  9. Libro VII
  10. Libro VIII
  11. Libro IX
  12. Libro X y último de la Guerra de Granada
  13. Libros a la carta