III
La poesía lírica. El platonismo: Lamartine. El clasicismo: Delavigne. Supervivencia de la Enciclopedia: Béranger. El arte aristocrático: Alfredo de Vigny. Sainte Beuve. La última expresión romántica: Alfredo de Musset
El que venía a renovar la poesía y a expresar el estado general de conciencia que siguió a la caída del Imperio, Alfonso de Lamartine, tenía un gran antecedente: era lo menos literato posible, en el sentido profesional de la palabra. Hízose literato años después, compelido por la inexorable necesidad; pero cuando apareció en escena, nadie como él pudo ampararse en frescura a la violeta silvestre. Chateaubriand, al publicar su primer libro, poseía ya un pasado literario, relación y trato con gente del oficio, esbozos y manuscritos guardados en carpetas; no así Lamartine. Influencias del hogar y de la religión; una infancia tranquila y dulce pasada en el campo, en la solariega residencia de Milly; una madre amante y tierna, empapada en las teorías pedagógicas de Juan Jacobo; un colegio católico, el de Belley, formaron apaciblemente el alma de Lamartine. La revolución no pudo hacerle pesimista como al conde de Maistre, porque Lamartine estaba en la cuna cuando regía el Terror; en cambio, el Imperio, su seco positivismo y su brutalidad de acción, le lastimaron y repugnaron.
Contaba Lamartine treinta años ya; había servido en los Guardias de Corps, había viajado, amado a la supuesta Elvira, y no había impreso ni un renglón desigual. Un amigo suyo, publicista, acertó a ver sobre su mesa un manuscrito: eran las Meditaciones. Tan ajeno estaba a sospechar que Lamartine compusiese versos, que le preguntó si aquellos eran suyos; leyolos con sorpresa, con asombro, con éxtasis; amenazó con publicarlos, y Lamartine se alarmó sinceramente. Trazadas aquellas estrofas para desahogar su corazón, para evocar un recuerdo querido, para derramar la plenitud del alma, no aspiraba a la celebridad, y hasta temía profanar sus sentimientos más puros si entregaba a la multitud lo que debe guardarse sellado en lo íntimo. Este recato, este miedo a rasgar el velo de la poesía y al par los estremecimientos de la vocación poética, nadie los contará mejor que Lamartine mismo; oigámosle: «Siempre recordaré —dice en su lírico estilo— las horas pasadas en la linde del bosque, a la sombra del silvestre manzano, o corriendo por las colinas, en alas del interior entusiasmo que me devoraba. La alondra cantora huía impulsada por el viento; así mis pensamientos arrebataban mi alma en un torbellino incesante, ¿Eran mis impresiones de tristeza o de alegría? No lo sé. Participaban a la vez de todos los sentimientos; eran amor y religión, presentimientos de la vida futura, gozo y lágrimas, desesperación y esperanza invencible. Era la naturaleza que hablaba a un corazón virgen; pero, en suma, era poesía. Yo trataba de expresar esta poesía con versos, y estos versos no tenía a nadie a quien leerlos; me los leía a mí propio, y encontraba, con dolor y asombro, que no se parecían a los demás que yo veía por ahí en los tomos flamantes recién publicados. Y pensaba: no van a hacer caso de los míos; parecerán raros, extraños, locos; por lo cual, apenas borrajeados, los quemaba. He destruido así tomos enteros de esta primera y vaga poesía del corazón, e hice bien, pues si los publicase caerían en ridículo y concitarían el desprecio de los que alardeaban de literatos entonces».
He citado estas palabras del poeta porque el estado de exaltación en que se pinta, el transporte que le causan las voces de la naturaleza es un fenómeno general de 1815 a 1820: reinaba entonces indefinible inquietud, y aspiraba a concretarse en forma poética y musical, como solo podía expresarla Lamartine. A la generación sanguínea del Imperio sucedía la generación nerviosa, sentimental y neocristiana de la Restauración; y el joven obscuro y desconocido que rasgaba o quemaba sus versos según iba componiéndolos, iba a encarnar en estrofas deliciosas esas aspiraciones de su edad, iba a exhalar los sollozos divinos; se preparaba a sustituir las cuerdas de la lira mitológica con fibras del corazón humano.
Por muy espontáneo que fuese Lamartine al aparecer en el horizonte de la poesía, tuvo antecesores y confesó maestros; no solo le precedieron las tiernas elegías de Millevoye, en especial la titulada La caída de las hojas, sino también, y muy principalmente, Bernardino de Saint-Pierre, el Tasso, Osián, Goëthe con su Werther, influyeron en la formación del genio lamartiniano. Solo que en Lamartine estas influencias pierden el carácter de literarias: van a depositarse en el sentimiento, no en la memoria, y en vez de dictar imitaciones más o menos felices, infunden un modo de ser que es ya genial y propio, cuando por primera vez se manifiesta. Si Lamartine atravesó ese período en que un poeta titubea siguiendo los pasos de otro poeta, jamás lo sabremos, porque al publicarse las Meditaciones ya no se proponía modelo, sino que producía obra perfecta en sí, donde se revela de una vez el gran poeta nuevo, superior al pasado, igual únicamente a sí mismo.
En este respecto, Lamartine se diferenciaba de cuantos le habían precedido, de los románticos de la época imperial. Ni Chateaubriand, que practicó el romanticismo sin entender ni aceptar su teoría; ni la Staël, que definió y teorizó el romanticismo sin practicarlo, consiguieron desechar el lastre del siglo XVIII que llevaban como se lleva al cuello una piedra pesada. El primer romántico puro y sin aleación de clasicismo, y el primer cristiano sin mezcla de paganismo ni de rebeldía, es Lamartine.
Los temas de la poesía de Lamartine se reducen a dos principales, y que acaban por fundirse: Dios y el amor. Una de las fuentes más secas y más cubiertas por arena infecunda y abrasada en el siglo XVIII, fue el amor humano. De él habían hecho asunto para estampitas galantes, tema para madrigales libertinos, en que la frivolidad de la forma no acertaba a velar el descarnado materialismo del fondo. Parecerá a primera vista que no cabe juzgar a una sociedad según su manera de entender, describir y expresar por medio del arte el sentimiento amoroso; y, sin embargo, hay pocos síntomas tan elocuentes y tan significativos para el observador: como se siente, así se vive, y esto lo veremos más probado cuanto más penetremos y avancemos en el conocimiento de la literatura francesa. Aquella aridez de la época de Voltaire, solo contrastada por las expansiones equívocas de Rousseau; aquella licencia del Directorio, aquel cortejar a paso de ataque del Imperio, son característicos. De manera bien distinta sentía ya la generación de Lamartine, la que entre 1820 y 1830 sufría las borrascas del corazón y el ansia de lo infinito; y el poeta que encerró en estrofas melodiosas la forma de su manera de sentir, aparece como un revelador, casi como un apóstol. En la poesía de Lamartine, el amor es una especie de efusión platónica que se eleva hasta la religiosidad y que por el camino de la exaltación sentimental viene a abismarse en Dios. Las almas de los enamorados píntalas Lamartine ascendiendo juntas al través de los ilimitados espacios sobre las alas del amor y, convertidas en un rayo de luz, caen transportadas en el santuario de la divinidad, y se confunden y mezclan para siempre en su seno. Es un reflejo del Paraíso de Dante, que embalsama el lirismo moderno, y aspira a remontarse hasta Platón y la escuela alejandrina, cuyas doctrinas bebía Lamartine en las lecciones de Víctor Cousín, ya que no en el texto mismo del filósofo de la armonía y la pureza.
Al lado de este culto y del amor que le ganó los corazones de las mujeres y de la juventud —según él mismo solía decir—, Lamartine envió al cielo el incienso de otro culto: el de la inspiración, el de la Musa. Los versos de Lamartine, aquellos que ocultaba y se resistía a entregar a la curiosidad del vulgo, eran como holocausto ofrecido a una deidad, como el himno que entonan los bracmanes alzando las manos en figura de copa. Hay que leer la protesta de Lamartine cuando le acusaron de poner su musa al servicio de las pasiones políticas. «¡No —exclama—, no he cortado yo las alas del ángel para amarrarlo aullando al carro de las facciones! Lo que hice con la Musa fue conducirla a lo más secreto de la soledad, como hace con una cándida hermosura un celoso amante; defender sus lindos pies de los guijarros y del barro de la tierra, que herirían y mancharían su tierna desnudez; ceñir su frente de inmortales estrellas; perfumar mi corazón para albergarla, y no permitir que bajo sus alas se cobijasen sino el amor y la oración!».
Cuando el amigo que sorprendió el manuscrito de Lamartine consiguió llevárselo a la imprenta: cuando cayó su maná celeste sobre las almas que peregrinaban en el desierto; cuando las ondas del lago lamartiniano derramaron su frescura misteriosa, esencia de la poesía misma, estalló un clamor de entusiasmo. Muchos no habían encontrado esperanza ni consuelo en las demostraciones apologéticas del Genio del Cristianismo, ni en las flamígeras visiones y vaticinios del conde de Maistre, pero sintieron penetrar hasta los huesos el dulce rocío de los versos de Lamartine, y lloraron, como lloró Alfredo de Musset en una negra noche de desesperación, al escuchar su acento divino, Lamartine había nacido para ser un foco que atrajese los rayos dispersos de la simpatía; poeta elegiaco, nada tuvo de misántropo, ni su dolor y sus quejas se parecen en cosa alguna al amargo esplín de René, ni al tedio de Werther. Lamartine es un creyente, aunque por momentos desfallezca y dude; un alma embebida de resignación y paz; un optimista que se entrega en brazos de Dios; uno de los que no han renegado, ni blasfemado, ni escupido al cielo; de los consoladores, de los que llevan en las manos el bálsamo de nardo para ungir a la humanidad, aunque al verter la fragante esencia la mezclen y disuelvan con sus lágrimas. Sencillo, espontáneo, revestido de paciencia y conformidad, pero siempre noble. Muchos tienen a Lamartine por el poeta más verdadero del período romántico, en el cual representa el lirismo, el elemento íntimo de la poesía, el que revela el alma; y no un alma excepcional, ulcerada y misantrópica como la de un Byron o la de un Alfredo de Vigny, sino un alma espejo, donde todos ven reflejarse la suya propia, y cuyas efusiones, por lo mismo, tienen que ser en alto grado humanas y universales. Lamartine gozó de este privilegio, porque, según la feliz expresión de un crítico francés, al hacerse centro del mundo no olvidó que el centro supone la circunferencia. Desde Lamartine, la poesía, y en general la literatura, van paulatinamente desviándose del público, situándose aparte y fuera de él, hasta llegar a completo divorcio y, más tarde, a oposición. Hubo otros poetas más populares que Lamartine en un momento dado, por ejemplo, Víctor Hugo; más predilectos de la juventud, y lo fue Alfredo de Musset; más familiares al vulgo, más corrientes y burgueses, y lo fue Béranger; pero más dulcemente pegados al corazón que Lamartine, más en armonía con un sentimiento general perenne, que ni depende de las vicisitudes políticas, ni de las escuelas literarias, sino de un fondo moral y religioso constante en nosotros sin que nos demos cuenta de su presencia, no los hubo entonces, y ¡quién sueña en que los haya ahora!
Lamartine era simpático, cualidad difícil de analizar, como no sabemos analizar la sensación del calor, pero que a manera de calor se percibe y siente. Simpático, no al estilo del calvatrueno Alfredo de Musset, que escandalizaba a las gentes timoratas, ni al del pedestre Béranger, sino al modo que es simpático un caballero noble y apuesto, algo melancólico, a qu...