XXXI
Inés, confusa y ruborosa, no contestó nada, cuando el diplomático se fue derecho a ella llevando de la mano a don Diego, y le dijo:
—Hija mía, aquí tienes al que te destinamos por esposo: mi sobrino, varón ilustre, a quien veremos general dentro de poco como siga la guerra.
—Hijo mío —añadió doña María—, las altas prendas de la que va a ser irremisiblemente tu mujer no necesitan ser ponderadas en esta ocasión, porque harto las conocemos todos. Ahora, con el trato, se avivará el inmenso cariño que os profesáis desde hace algunos años, señal evidente de que Dios tenía decidida ya vuestra unión en sus altos designios.
—Bonito es el retrato —dijo don Diego con un desenfado impropio de la situación—; pero usted, Inés, lo es más todavía. ¿Y en qué consistía el no querer salir del maldito convento? Sin duda las pícaras monjas la retenían a usted por fuerza, esperando que al profesar les llevara un buen dote. Pero no, yo juro que estaba decidido a sacar de allí a mi monjita, y ya discurría el modo de saltar por las tapias de la huerta y romper rejas y celosías para conseguir mi objeto.
Doña María, al escuchar esto, palideció, y luego las centellas de la ira brillaron en sus ojos. Pero con disimulo habló de otro asunto, procurando que el noble concurso y discreto senado olvidara las palabras del incipiente chico.
—Pero cuéntanos de una vez lo que te ha pasado en el campamento francés —dijo a don Diego.
—Pues me querían fusilar —repuso el mayorazgo sentándose—. Ya me tenían puesto de rodillas, cuando un oficial mandó suspender la ejecución.
—¿Y por qué te querían asesinar esos cafres?
—Porque les dije mil perrerías. Después, cuando me llevaron a la tienda, todos se reían de mí. Luego me dieron vino, obligándome a beberlo, y yo mientras más bebía más charlaba, diciendo atroces disparates y frases graciosas, hasta que me quedé como un cuerpo muerto.
—¿Y no sabes tú —exclamó doña María sin poder disimular su indignación—, que las personas de buena crianza no beben sino poquito?
—Es verdad; pero aquel vino tenía un saborcillo que me gustaba, y los franceses se reían mucho conmigo. Todos iban a verme, llamándome le petit espagnol.
—Lo cual, en la lengua de las Galias, quiere decir el pequeño español —dijo don Paco.
—Pero no debió usted dejarse emborrachar, joven —indicó el diplomático—. Juro que si eso hubiera pasado conmigo, de un sablazo descalabro a todos los oficiales de la división de Vedel.
Doña María, profundamente indignada, silenciosa, ceñuda, parecía una sibila de Miguel Ángel.
—Pero si todos aquellos señores me querían mucho... —continuó don Diego—. Por la tarde, y luego que desperté de aquel largo sueño, me dijeron que si sabía yo lidiar un toro. Díjeles que sí, y poniéndose muy contentos, me mandaron que diese al punto una corrida. No quería yo más para divertirme; así es que, poniendo una silla en lugar de toro, le capeé, le puse banderillas y le di muerte con mi sable, pasándole de parte a parte. ¡Cuánto se rieron aquellos condenados! Hasta el general acudió a verme.
—Veo que has aprovechado el tiempo en el campamento francés —dijo la señora madre con tremenda ironía.
—Si no me querían dejar venir. Después me dijeron que les cantara el jaleo, y lo canté de pie sobre una banqueta. ¡Ave-María purísima! Hasta los soldados se acercaban a la tienda para oír. Entre los oficiales había dos que no me dejaban de la mano, y me decían que si me pasaba al ejército francés, me tomarían por ayudante, llevándome a Francia, a París, y de París a recorrer toda la Europa.
—¡Y no les distes una bofetada! —exclamó doña María clavando sus dedos en el cuero del sillón.
—¡Quia! Me eché a reír y les dije que ya pensaba ir a Francia con el señor de Santorcaz, que es mi amigo y ha de ser mi ayo y maestro cuando me case.
Esta vez no fue doña María la que se estremeció de sorpresa e indignación; fue la marquesa de Leiva, quien mudando el color y con absortos ojos miró sucesivamente a su prima, a su sobrino y al ayo.
—Pero ¿qué está diciendo el niño? —preguntó este mirando a la condesa—. ¿Quién dice que es su maestro y su amigo?
—Cualquiera menos usted —contestó insolentemente el heredero—. ¡Vaya un maestro, que no sabe enseñar sino mentecatadas y simplezas!
—¡Jesús! Diego, repara que estás... —dijo doña María conteniendo con grandes esfuerzos los gestos amenazadores, natural expresión de su ira.
Don Paco se llevó el pañuelo a los ojos para enjugar una lágrima. Inés atendía a todo discretamente y sin hablar. ¡Ah! Mientras allí la juzgaban indiferente al peligroso diálogo, ¡qué admirables observaciones, qué exactos juicios haría en aquellos momentos ante semejante escena! Su talento y alto criterio dominarían sobre las pasiones, los errores y las querellas de la histórica familia como el Sol inmutable sobre la volteado...