Comentarios reales II
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Comentarios reales II

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Los Comentarios reales fueron escritos a partir de los recuerdos del Inca Garcilaso y de sus vivencias en el Cuzco.Pretenden preservar la memoria histórica y las tradiciones de la civilización andina en el territorio del Perú. Así como la conformación de una identidad mestiza, nacida del cruce entre los conquistadores y la nobleza inca.La obra se compone de 9 libros con 268 capítulos. Trata sobre la historia, las costumbres y las tradiciones del Antiguo Perú, aunque centrándose en el periodo inca.- En este segundo volumen, que reúne del libro 6 al 9, el Inca Garcilaso de la Vega- habla sobre la idolatría de los incas, - la creencia en la inmortalidad del alma y la resurrección universal.- También menciona a los sacrificios y ceremonias, - las leyes y la división del imperio.- Igualmente hace relatos bélicos. Narra la vida y conquistas de Sinchi Roca y su hijo Lloque Yupanqui, el segundo y tercer rey de los incas, respectivamente.La intención del autor era reconstruir y comentar los hechos, creencias y costumbres del pueblo incaico recogidos por él a través de la transmisión oral, de la lectura o de su experiencia personal. Al mencionar a los historiadores españoles afirma: «… mi intención no es contradecirles, sino servirles de comento y glosa»El autor tituló a su obra Comentarios reales, porque consideraba su testimonio como el más veraz. Se diferencia así de los cronistas españoles pues era él, descendiente de los antiguos gobernantes peruanosy por ello conocía a cabalidad la lengua quechua.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788490071021
Categoría
History
Categoría
World History

Capítulo I

De noche la puerta quedaba casi abierta. El padre se había ido a la guerra, estaba alzado. Bisagra entre el espacio abierto y el cerrado, la puerta cobra un fácil animismo, organiza su lenguaje durante el día y la noche y hace que los espectadores o visitadores acaten sus designios, interpretando en forma correcta sus señales, o declarándose en rebeldía con un toque insensato, semejante al alazán con el jinete muerto entre la hierba, golpeando con la herrada la cabeza de la encrucijada. En aquella casa había que vigilar el lenguaje de la puerta.
Clara, con el esposo alzado, cuidaba sus dos hijos: José Ramiro y Palmiro. Eran dos cuidados muy diferentes. Clara vigilaba las horas de llegada y despedida de José Ramiro, ya con sus dieciocho años por la piel matinal y esa manera de lavarse la cara al despertar, única en el adolescente. Iba al sitierío, se ejercitaba en el bailongo, raspaba letras bachilleras. Lo venían a buscar los amigos, salía a buscar, ojos y boca, su complementario en una mujer.
Los cuidados a Palmiro, con sus doce años de indecisiones, eran menos extensos y sutiles. Clara los hacía con más segura inmovilidad, sentada en un sillón de la sala, bastaba una voz, más dulce y añorante que conminativa, para que la docilidad de Palmiro se rindiese en un arabesco de su pequeña testa. Se sentaba al lado de su madre, obligándola, sin que él lo quisiera, a que le dijese que fuera otra vez a su retozo o a su quicio de vía contemplativa. Si el retozo llegaba a excederse, bastaba que Clara mostrara un poco de fingida melancolía, la mayoría de las veces no tenía que fingirla, para que el infante se aterrorizara pensando en la muerte de su madre. Clara, que adivinaba esos terrores, volvía a sentarlo un rato a su lado. Le hablaba, entonces, del próximo regreso de su padre. De su aparición una noche cualquiera, con el cantío de su gallo preferido, despertándolos a todos. A Palmiro le parecía que oía ya a su padre hacer los relatos, dormir su primera siesta, ir todos juntos a la mesa. Pero, ay, los días pasaban y su padre no empujaba la puerta. No oía a su padre reírse y hablar. No veía a su madre Clara reírse y beberse lo conversado con su dueño visitador.
Clara dejaba la puerta aparentemente cerrada, bastaba darle un ligero empujón para estar ya dentro de la sala. Pero no, no era fácil llegar hasta la puerta a otro que no fuera el esperado. Tenía que ser recorrida de inmediato por la forma en que la noche se posaba en los aledaños de aquella casa. Tenía que conocer la empalizada saltadiza, la talanquera que se abría sin ruido. Evitar la hipersensibilidad nocturna de los bueyes y los caballos. Los mugidos y los relinchos en la noche claveteada por los diablos son los mejores centinelas. El casco del caballo pisa la capa del diablo, el mugido del buey sopla en el sombrero de la mala visita. Lenguaje el suyo de profundidad, saca de la cama, rompe macizo el sueño en la medianoche asediada por la cuadrilla de encapuchados.
Fue silbido de un instante cuando toda esa naturaleza defensora rastrilló su ballesta y los dos hombres que estaban ya frente a Clara, empujando de un manotón la puerta cerrada a medio ojo, buscaban la sala como primer misterio de la casa. Brutalidad de una fuerza que no era la esperada por la puerta entornada. Tornillos del gozne rebotaron en el suelo, primera palabra del pisotón del maligno.
La casa se rodeó de luces de farol. Los mugidos y los relinchos fundamentaron la luz. Clara, de pronto, vio delante de sí a un mestizo, cruce de viruelas con lo peor de la emigración asiática, anchuroso, abotagado, con los ojos cruzados de fibrinas sanguinosas. A su lado, un blanconazo inconcluso, indeciso, remache de enano con ausencia dentaria, camisa de mangas cortas, insultante y colorinesca, con un reloj pulsera del tamaño de una cebolleta. En el portal, un grupillo alzado de voces atorrantes, sin respetar ni la noche ni sus moradores. José Ramiro se apresuró de la sala al primer cuarto, Palmiro, adivinando la invasión de los dos murciélagos de malignidad, saltó por la ventana en busca de las guaridas del bosque. Los que habían traspuesto la puerta se abalanzaron sobre José Ramiro, el achinado de la viruela dio un grito avisando del salto de Palmiro. Atravesó como una candela el fogonazo disparado para detenerlo, pero la hierba menudita avisó que lo protegía. Clara se lanzó sobre los dos malvados que abrazaban a su hijo, pero el enano blanconazo, con su más sucia melosina, le decía: pierda cuidado, señora, que no le pasará nada, está bajo nuestra protección. Lo llevamos al cuartel para interrogarlo, enseguida se lo devolvemos.
Arrastrado, lo sacaron de la casa, cuando llegaron a la linde de la granja, vaciaron sus revólveres sobre el adolescente que abría los ojos desmesuradamente y que aún después de muerto los abría más y que todavía en el recuerdo los abre más y más, como si el paisaje entero se hubiera detenido para ir entrando por sus ojos, en la eternidad de la mirada que rompió la cárcel de sus párpados.
El ruido de las fumbinas se extinguió hasta morder su vaciedad, ese ruido atolondró de tal manera a Clara, que se congeló en el terror de la pérdida de sus dos hijos. El abatido había sido José Ramiro, pero Palmiro fue salvado en la magia de su huida. Lo dificultoso lo vencía su niñez, rompiendo cadenas causales y empates de razón. Así el primer salto por la ventana, estaba dictado por su cuerpo todo que se acogía a la primera caja de su oscuro protector. El segundo salto siempre creyó que no había salido tan solo de su cuerpo. Más bien era de otro el cuerpo, que lo había querido abrazar.
Palmiro vio toda la cerrazón del bosque en un súbito y como un fanal o centella que venía sobre su frente. Saltó, trepó y resbaló dejándose caer. Su segundo salto, nunca supo cómo se le había abierto aquella salvación, fue dentro de la oquedad donde las abejas elaboraron la llamada miel de palma. Era ya sitio dejado por las elaboradoras. Las linternas que habían rodeado la casa, se pusieron en marcha. El buey no alzaba su mugido ni el caballo pateaba su relincho, ambos se habían derrumbado en su perplejo. Comenzaron a ver cómo partían la tierra, el ojo de la linterna que se lanzaba a fondo para comprobar la altura alcanzada. José Ramiro al lado de la tierra cuarteada y dividida por el guardián de Proserpina. El mestizo virueloso le dio un puntapié al yacente, que rodó a su nueva morada, la tierra llorosa de la medianoche.
Los seguidores de los dos malignos centrales, caídas las manos, ya habían matado a uno y el otro se fugaba, meneaban la cabeza ociosa. Habían visto como modelo al enano blanconazo, que al retirarse había dado un salto para pegarle con el codo al retrato del abuelo de Clara, que así sumó otro ruido a la eternidad de aquella noche. Uno de la tropilla, para justificar su inutilidad en aquel trabajito, le iba tirando machetazos a los troncos de palma. En ese macheteo adquirió gozo cuando se hundió su golpe en la carne más blanda de la palma, llegó también hasta la carne de Palmiro, felizmente el espanto le secuestró el grito, pero tuvo que caerse aún más en la oquedad dejada por las abejas.
La madrugada iba rompiendo, aunque le quedaba todavía un buen fragmento sometido al hieratismo nocturno. El padre de José Ramiro apostó algunos de sus guerrilleros en los alrededores de la finca. Abrazado a Clara, tuvo la pavorosa noticia: se habían llevado a sus dos hijos. Lo habían venido a buscar a él, pero su ananké le quiso cobrar por su ausencia el precio de sus dos hijos.
Se habían escuchado tiros. La noticia lo llevó a pasear de nuevo en la madrugada los alrededores de su finca. Quería palpar alguna huella, oler algún rastro. La palma, en el trecho de la casa a la puerta, parecía que sudaba sangre. La sangre, en la madrugada rociada, brillaba como un esmalte. Trepó la primera porción de la palma, hundió sus manos en la oquedad y fue extrayendo a Palmiro, durmiendo el sueño de la pérdida de sangre. Otra vez sobre la tierra, la respiración ahuyentaba las hormigas. En la pierna, semejante a improvisados labios, la sangre coagulada parecía una quemadura, una mordida de fuego.
Al lado de la casa del alzado, se encontraba la finca de recreo del doctor Fronesis, padre de nuestro Ricardo Fronesis. Se mezclaban ladrillos a la madera, la cocina no era de piedra como la que utilizaba Clara, sino mucho más moderna, con su balón de gas y todos los recursos de la fumigación para que esa pieza no oliese a cebolla. El efecto que se alcanzaba era a veces deleznable, pues al olor de la cebolla se mezclaba el de los perfumes que nauseaban. Pero si seguimos en el recuento de los dos detalles, toda la casa de Clara era inferior a la del doctor Fronesis, pero la de éste era inferior desde el punto de vista de la profundidad y del aliento que sus moradores le transfundían a todo lo rodeante. ¿Por qué? La casa del doctor era tan solo habitada algunos meses del año, pero la de Clara tenía el sudor de todos los días, ese reconocimiento que el animismo de las cosas inertes necesita para lograr su emanación permanente.
Por los negocios de guineos y frutales, el esposo de Clara era un subordinado del doctor Fronesis, pero la distinción de éste y el cumplimiento de José Ramiro, padre, le comunicaban a esa relación un trato fuerte y equilibrado. Al no excederse ninguno de los dos, el centro de esa relación era cosa hecha para toda la vida. Pero la razón profunda de esa amistad no era atraída por Charmides o por el gran amistoso, sino por la relación, por el cumplimiento. El doctor se excedía en el cuidado de todos los detalles de ese trato, procurando borrar la subordinación por una acogida siempre halagadora desde la raíz de la hombría. Por un agradecimiento en las entretelas de José Ramiro, padre, cuando el doctor conspiraba, él tenía que alzarse. Cuando el abogado en su bufete calorizaba los disgustillos de los que no estaban de acuerdo con la marcha de las cosas, el otro tenía que recorrer las sabanas, pegándose de tiros, ausentándose de su casa, recibiendo por el temblor de la voz de Clara la noticia de que ya le faltaba un hijo, doblándole las piernas a su destino.
Entre ambas fincas existía la del cartulario del doctor Fronesis. Untuoso, intermedio, pero en el fondo disfrutador tenaz de lo cotidiano. Cuando José Ramiro se alzaba y el doctor conspiraba, era cuando el cartulario tenía que hacerse más visible, inclusive se pasaba días en su finca, para cuidar la casa del alzado y vigilar la casa del conspirador, ensillaba el cartulario en aquellos parajes, se le veían ligas anchas en la manga para recoger los puños, y el trotico, que desconociéndole las espuelas se sonreía y lo miraba con llorón relincho.
Pero no vamos a galonearlo, excediéndonos en su descripción. Lo hemos traído por las orejas a la finca intermedia, para demorarnos en la piel quinceabrileña de su hija Delfina. Criada día por día entre José Ramiro, el hijo, Palmiro y Ricardo Fronesis. Correteando con ellos, haciendo una pausa para los exámenes, pero cuando los cuatro entraban en el sueño, cada uno colocaba a los tres restantes en la forma que los acomodaba para hacerle su retrato. Eran retratos ingenuos en una cámara oscura, por la mañana al llegar la luz no tenía que barrer, se contentaba con soplar y el día quedaba despejado para el juego y las sorpresas menores.
Delfina disimulaba su insistencia en la ventana donde su vigilancia nocturna se hacía muy tenaz. Seguía desde su apostadero la llegada de Ricardo Fronesis a su cuarto, su descanso no prolongado, su cigarro encendido, la colocación de su saco en el escaparate, el lento inclinarse del sillón ante la zapatera, la cortina intraspasable que descendía con rapidez. Pero ella no lograba disimular la importancia total que había tenido para ella durante las horas nocturnas. Así durante muchas noches en muchas estaciones. Aquella noche la cortina descendió, pero la luz estuvo encendida más tiempo del que Delfina calculaba para que Fronesis penetrase en el sueño.
Delfina seguía absorta en la contemplación del cuadrado donde se había bajado la cortina. Durante noches sucesivas su mirada ascendía desde la ventana a la claridad estelar de la nueva Venus fría. Estaba fija frente a una banda de la noche, cuando vio que la otra se llenaba de silencios forzados que de pronto fueron rotos por los escombros que levantaban los mugidos de las reses y que caían para ser escarbados por las pisadas de los trotones.
Vio los peces de luz. La casa de José Ramiro se llenó de luces que no eran de la casa y esos hombres ajenos a la casa aún con la luz en la mano, sentían extraño el espacio poblado de la casa. Al recibir la luz que salía de la mano de aquellos hombres, los muebles se erizaban como gatos por los tejados músicos. El toro Marfisa, el preñador, miraba con desdén aquellos garabatos que saltaban las ventanas, prolongando sus ganchos con la linterna.
Vio el salto de Palmiro por la ventana, apenas pudo seguirlo, luego vio a su lado un árbol y lo vio saltar sobre él y caer en su interior. La resistencia de la corteza se allanó, el árbol se convirtió en la cabeza de un manantial, así ella, en la medianoche, vio a Palmiro desnudo, cantar desnudo en los remolinos del manantial sumergido.
Estaba ahora muy pegada la frente en el cristal de la ventana. Cuando vio el grupo tironeando a José Ramiro, dándole golpes, empujones y propinándole con grandes fustones por todo el cuerpo que vacilaba ante ese aluvión abusivo. De pronto, empezaron a salir los carbunclos que caían sobre el cuerpo maltratado, desplomándose de inmediato. Delfina, atemorizada, corrió hacia el cuarto donde estaban sus padres. Se olvidaba de las palabras, aquellos carbunclos tenían una oscuridad que los rodeaba para penetrar de nuevo por sus ojos. Casi a tientas pudo llegar al sitio donde estaban sus padres para abrazarlos. Lloraba, y los tres comenzaron a temblar.
El padre de Delfina corrió hacia la casa de sus vecinos. Clara estaba todavía enredada en su absorto al desprenderse de sus dos hijos. Su caos interior la mareaba, los muebles la huían, se sentó en el extremo de la cama, le parecía que las colchas como espuma la rebasaban, la cubrían con un oleaje oscuro. Veía como un sitio, un círculo, donde le tironeaban sus dos hijos y las aguas que corrían a ocupar el zumbido de la oquedad.
No pudo entrar en la casa de José Ramiro. La primera vez le impidieron el paso los polizontes que habían asaltado la casa. Después insistió, pero ahora, sin que él lo supiera, los insurrectos rodeaban la casa, y sin llegar a preguntas decidió retirarse a la prudencia de su vivienda campestre.
Habían pasado unos meses y Delfina entraba al coro donde estaban José Ramiro, Clarita y Palmiro. Hablaban del hijo distanciado por los malvados. De su ausencia de muerto sin tierra; no se sabía dónde la tierra lo quemaba y lo incorporaba. De su afán de ver aquellas cenizas, de alguna huella para que la ausencia no fuera el vacío infinito. Delfina sintió como una llamada para participar en la búsqueda de aquellas cenizas. El ruido de aquellos carbunclos todavía estaba en su escalofrío. Veía una iluminación, una distancia y el sueño que la llevaba a colocar precisiones a tientas. Sentía que corría aquellas distancias y que se detenía de pronto y que allí ella alzaba el cuerpo despedazado, organizaba la ceniza con agua y niebla hasta lograr el nuevo bulto viviente.
Delfina comenzó a respirar en el tiempo una nadada espaci...

Índice

  1. Créditos
  2. Capítulo I
  3. Capítulo II
  4. Capítulo III
  5. Capítulo IV. Otra visita de Oppiano Licario
  6. Capítulo V
  7. Capítulo VI
  8. Capítulo VII
  9. Capítulo VIII
  10. Capítulo IX
  11. Capítulo X
  12. Libros a la carta