Un escritor y su ciudad
El artista siente la ciudad, siente el Estado como una ecuación, o como decía Nietzsche, «el Estado es el más frío de los monstruos fríos». Siente el artista su ciudad, su contorno, la historia de sus casas, sus chismes, las familias en sus uniones de sangre, sus emigraciones, los secretos que se inician, las leyendas que se van extinguiendo por el cansancio de sus fantasmas. Goethe fue el último europeo que extrajo sus fuerzas de la ciudad.
José Lezama Lima
I
El miércoles 28 de septiembre de 1949, en la página 3 del Diario de la Marina figuraba un breve texto de tres párrafos. Tenía el escueto y sencillo título «La Habana», y como el resto de los artículos que allí aparecían, no llevaba firma. En el caso de estos últimos, era comprensible que se publicaran así, pues simplemente se trataba de artículos de carácter noticioso: «Será mejorado el sistema de los Clubs 5-C», «Deben más de $20,000 a los compositores», «Protestan los vecinos de la playa de Santa Fe», «Inspecciona el Alcalde obras del Acueducto», «Vence la la matrícula para los cursos de italiano en la Universidad habanera», «Desautorizan colectas para que sean realizadas a nombre de los veteranos». No faltaba, por supuesto, alguna publicidad: «No derrame más tinta. Escribanía de seguridad». Y hasta había espacio para un anuncio, pagado seguramente por alguien, sobre el extravío de un perrito.
Nada tenía que ver con esos artículos la columna de marras, que ocupaba la parte superior izquierda de la plana. Ya desde las primeras líneas las diferencias eran notorias: «Los habaneros que dirigían sus pasos al Auditorium, para oír al divo Hipólito Lázaro, habrán exumado, sin duda alguna muchas nostalgias y recuerdos. Habrán recorrido aquella Habana de 1915, cuando el tenor emocionaba a los grandes públicos con Rigoletto, regalando muchos más agudos y notas altas que las señaladas en la partitura». ¿Por qué aquel texto fue incluido allí, y no en la sección de cultura y espectáculos, como hubiese sido lo más lógico? Tal cuestión nunca debe haber preocupado a los editores del Decano, como llamaban a aquel periódico, pues durante seis meses la columna continuó saliendo regularmente en esa misma página, siempre sin firma, en la parte superior izquierda y bajo idéntico título. Un detalle a apuntar es que salía de martes a sábado y, a excepción de las dos primeras semanas, nunca los domingos (el Diario de la Marina no circulaba los lunes). En total, entre el 28 de septiembre de 1949 y el 25 de marzo de 1950 «La Habana» se publicó 113 veces, distribuidas como sigue: 3 en septiembre, 23 en octubre, 21 en noviembre, 20 en diciembre, 17 en enero, 16 en febrero y 13 en marzo.
Posiblemente, algunos amigos y sus compañeros del Grupo Orígenes sabían que el anónimo autor de aquella columna era José Lezama Lima. Pero fuera de ese círculo de personas, ¿se sabría? La autoría quedó revelada públicamente varios años después, cuando Lezama Lima entregó a la Universidad Central de Las Villas el libro Tratados en La Habana (1958). Allí, junto a otros ensayos, recogió ochenta y cinco de aquellas páginas, bajo el título general de «Sucesiva o Las Coordenadas Habaneras». El orden en que aparecen no es el cronológico en que vieron la luz en el periódico, sino que responde a otro criterio. Tampoco llevan título, sino que van identificadas con números arábigos. Al reproducir ese libro en el tomo II de sus Obras Completas (Aguilar Editor, México, 1977), Lezama Lima adoptó la numeración romana, la cual se mantiene en esta edición.
En 1991, José Prats Sariol preparó un volumen bajo el título de La Habana (Editorial Verbum, Madrid), en el que incorporó catorce textos que Lezama Lima había dejado fuera. Según explica el compilador en el prólogo, en el archivo del escritor que se encuentra en la Biblioteca Nacional José Martí halló una carpeta que contenía los recortes de aquellas columnas, con anotaciones hechas por su autor. Por alguna razón, hoy difícilmente explicable, en aquel dossier faltaban otros catorce trabajos más, que yo encontré al revisar el Diario de la Marina y que vienen a completar la serie. Por eso que Lezama Lima gustaba llamar el azar concurrente, «Sucesiva o Las Coordenadas Habaneras» se reedita por primera vez íntegramente, cinco décadas después de que el último de aquellos textos apareciera y en el mismo año en que su autor hubiese arribado a su centenario.
II
Con «La Habana», Lezama Lima inició su colaboración en el Diario de la Marina. Después que finalizó esa serie, prácticamente estuvo sin escribir de nuevo hasta 1954, año en que comienza una etapa en la cual su nombre aparece asiduamente en la página 4 del periódico, donde se agrupaban los artículos de opinión. A lo largo de los años siguientes y hasta noviembre de 1958, dio a conocer allí numerosos trabajos. Para que se pueda tener una idea de la intensa actividad que entonces desarrolló, me limito a apuntar un dato: de los 145 textos que reunió en Tratados en La Habana, 118 vieron la luz originalmente en el Diario de la Marina.
Si Lezama Lima tuvo siempre abiertas las páginas de ese periódico, se debió a que su jefe de redacción era Gastón Baquero. Este, además de ser buen amigo suyo, le profesaba una gran admiración. Fue idea suya el reclutarlo como colaborador eventual al encargarle esa columna, y son varios los contemporáneos de Lezama Lima que aseguran que el pago de los honorarios salía de su bolsillo. En las palabras que redactó para presentar la compilación de 1991 antes mencionada, el autor de Memorial de un testigo se excusa de no poder aportar información sobre ello, debido al «consabido paso devastador del tiempo sobre la memoria, contra la memoria». Expresa que en sus recuerdos no queda huella alguna sobre datos y hechos, y apunta: «Solo me acude un recuerdo de fracaso mío como gestor, por la corta duración que tuvo ese período realmente digno de estudio, porque en él se vio brillar una faceta más del talento portentoso de ese artista, el menos acomodaticio y el menos maleable entre los escritores de cualquier tiempo o país».
Lezama Lima pudo aceptar la responsabilidad que demandaba la redacción regular de la columna durante seis meses debido a que disfrutaba de unas condiciones laborales relativamente cómodas. Desde 1940 trabajaba en el Consejo Superior de Defensa Social, que tenía su sede en la Cárcel de La Habana, en el Castillo del Príncipe. Su salario mensual era de 40 pesos, pero como él mismo comentó, «se trataba de un empleo que me dejaba suficiente tiempo libre para hacer mi obra, para cumplir el destino que me estaba fijado». No obstante, en la etapa cuando escribió «La Habana» no estaba allí, según le cuenta a José Rodríguez Feo en mayo de 1949: «Ya no trabajo en la cárcel. Conseguí un traslado para el Ministerio de Justicia. Me aburría la prisión; su mediocridad, su continuidad, se habían convertido para mí en algo duro e inhóspito, que me pesaba por dentro y por fuera». De todos modos, en una carta posterior le aclara que eso no significaba un traslado definitivo: «No temas por los clásicos derroches de la burocracia criolla cayendo sobre mi testa segura y romana. Conservo mi puesto en propiedad en la cárcel —este solo lo dejaría si me creasen una plaza especial para mí—, pero trabajo en comisión en el Ministerio de Justicia. El sueldo es el mismo, pero tengo menos trabajo y el sitio es más silencioso y seguro».
Gracias a que, como él expresa, tenía entonces menos trabajo, durante esos seis meses pudo, pues, entregar sus colaboraciones regularmente. Ni siquiera dejó de hacerlo cuando viajó fuera de la Isl...