Tabaré
30 de septiembre de 1889
A don Luis Alfonso
Mi distinguido amigo: No puede usted figurarse cuán grande es mi gratitud a usted por las generosas alabanzas que ha dado a mis Cartas Americanas. Y si bien yo soy algo egoísta, como cada hijo de vecino, no se lo agradezco tanto porque alabándome aumenta usted mi crédito de escritor, cuanto porque une usted sus esfuerzos a los míos en un trabajo que considero utilísimo.
España y las que fueron sus colonias en América, convertidas hoy en dieciséis repúblicas independientes, deben conservar una superior unidad, aun rotos los lazos políticos que las ligaban. El importante papel que España ha hecho en la historia del mundo, sobre todo desde que su nacionalidad apareció plenamente a fines del siglo XV, imprime a cuanto proviene de España, por sangre, lengua, costumbres y leyes, un sello exclusivo y característico que no debe borrarse.
Dicen que yo soy muy escéptico; pero creo en multitud de cosas en que los que pasan por creyentes no creen; y entre otras creo (por manera vaga y confusa, es verdad) en los espíritus colectivos. Mi fantasía transforma en realidad sustantiva lo que se llama el genio de un pueblo o de una raza. Lo que es figura retórica para la generalidad de los hombres, para mí es ser viviente. Y al incurrir en tan atrevida prosopopeya, no me parece que incurro en paganismo ni en hegelianismo. ¿Acaso no cabe mi suposición dentro del pensar cristiano? ¿No consta del Apocalipsis que tenían sendos ángeles tutelares las siete iglesias del Asia? ¿No es piadosa creencia la de que cada individuo tiene su ángel custodio? Pues entonces, ¿por qué no ha de tener cada pueblo y cada raza un ángel custodio de más alta categoría y trascendencia, que ordene las acciones de los hombres todos que a dicha raza pertenecen, en prescrita dirección y cierto sentido, para que formen, dentro de la obra total de la humanidad entera, una peculiar cultura? Esta, combinándose con el producto mental de otras grandes razas y nacionalidades constituye la civilización humana, varia y una en su riqueza, la cual, desde hace más de dos mil años, cinco o seis predestinados pueblos de Europa han tenido y tienen la misión de crear y de difundir por el mundo.
Mi razonamiento, y le llamo mío, no porque no le hayan hecho otras personas, sino porque yo le hago ahora, me induce y mueve, sin el menor escrúpulo de que alguien me acuse de herejía, a dar adoración y culto al genio, o, si se quiere al ángel custodio de la gente española. Así es que yo, si bien deploro que aquel grande imperio de España y sus Indias se desbaratase, todavía absuelvo a los insurgentes que se rebelaron contra el señor rey don Fernando VII y acabaron por triunfar de él y sustraerse a su dominio; pero no absuelvo, ni absolveré nunca a los insurgentes contra el genio de España, y ora se rebelen en ultramar, ora en nuestra misma península, los tendré por rebeldes sacrílegos y lanzaré contra ellos mil excomuniones y anatemas.
Disuelto ya el imperio, no hay más recurso que resignarse; pero no debe disolverse, ni se disuelve, la iglesia, la comunidad, la cofradía o como quiera llamarse, que venera y da culto al genio único que la guía y que la inspira. Todos debemos ser fieles y devotos a este genio. Yo, además, me he atrevido a constituirme, al escribir las Cartas Americanas, en uno de sus predicadores y misioneros. ¡Ojalá se me perdone el atrevimiento en gracia del fervor que le da vida en mi alma!
Sea por lo que sea, pues no es del caso entrar aquí en tales honduras, la madre España, desde hace más de dos siglos, ha decaído, no solo en poder político, sino en aquel otro poder de pensamiento que se impone a los espíritus y domina en el mundo de la inteligencia. Francia, Inglaterra y Alemania, son ahora reinas y señoras en esto, así como en las cosas materiales. De aquí algo como un vasallaje intelectual en que nos tienen. Van delante de nosotros por el camino del progreso, y como en la ciencia positiva y exacta no hay más que un camino, tenemos que seguir las huellas de dichas naciones. Esto ni puedo ni quiero negarlo yo. Ni negaré tampoco que, en todo lo que es ciencia inexacta, deslumbrados nosotros por los adelantamientos reales de los extranjeros, también solemos seguirlos ciegamente, y aceptar y aun exagerar sus sistemas, sofismas y especulaciones, los cuales acostumbran ellos a forjar con más primor, con más arte, y, sobre todo, con mayor autoridad, gracias al descaro, a la frescura y al aplomo soberbio que les presta la confianza de ser más atendidos por pertenecer a nación dominadora o preponderante en el día. Parece, pues, inevitable y fatal que, desde hace dos siglos, nos mostremos como discípulos, como imitadores de los extranjeros, en teorías y doctrinas políticas y filosóficas. Las modas de todo esto vienen de París, como las modas de trajes, de muebles y de guisos.
Entretanto, el genio de nuestra raza, ¿duerme, nos abandona o qué hace? Aunque renegamos bastante de él, aunque olvidamos o desdeñamos por anticuado y absurdo lo que nos inspiró en otras edades, yo entiendo que nos asiste y nos inspira aún, especialmente en todo aquello menos sujeto a progreso o en que no se progresa; en todo aquello que flota, o, más bien, vuela independiente y con plena libertad sobre el río impetuoso por donde van navegando los espíritus humanos.
Es cierto que cuando nos hemos puesto a filosofar en sentido racionalista, ya hemos sido volterianos, ya secuaces de Condillac, ya de Cousin, ya de algún alemán en Alemania apenas estimado; ya de Kant, ya de Hegel, ya de Renouvier, ya de Comte y Littré. Es cierto que, cuando no hemos politiqueado por rutina o pasión, sin ser los principios más que vanos pretextos, hemos tomado los guías más extraños. Los conservadores, por ejemplo, a un protestante infatuado y seco, que nos despreciaba hasta el extremo de creer que se podía explicar la historia de la civilización de Europa haciendo caso omiso de España; los ultraconservadores ultracatólicos, a los sensualistas elocuentemente desatinados De Maistre y Bonald; y en esto...