XVIII
A las dos del siguiente día estaba yo en Palacio. Enviome don Antonio Ugarte, recién llegado a Madrid, para que diestramente y con amañados pretextos observase lo que allí pasaba. Después de hablar con varios gentiles hombres y mayordomos, llevome uno de estos al salón que precede a las regias estancias, y en el cual suele verse en días de audiencia gran marejada de pretendientes que entran o salen. Presentóseme allí el duque de Alagón, que llevándome a parte, me señaló un anciano que en el mismo instante salía de la Cámara Real.
—¿Conoce usted A ese? —me dijo.
—Es don Alonso de Grijalva —contesté sin disimular mi disgusto—. ¡Maldito vejete! No puede dudarse que ha venido a implorar el perdón de su hijo.
—Y lo ha conseguido; yo puedo asegurarlo, porque estaba presente durante la audiencia. ¿Creerá usted que el buen señor se ha echado a llorar delante del Rey?
—¡Qué falta de cortesía!
—Su Majestad le ha recibido bien. Grijalva goza de muy buena opinión: es realista vehemente.
—Vamos, que se ha salido con la suya.
—De una manera absoluta. Por esta vez, amigo Pipaón... Además vino presentado por dos personas de la primera nobleza y por el Patriarca, y precedido por una carta del nuncio.
—¿De modo que se nos escapó Gasparito? —dije yo, tomándolo a broma.
—Sin remedio ninguno. Su Majestad se ha mostrado tan decidido, tan categórico... Al despedirse, le dijo: «Puedes marcharte tranquilo a tu casa, que mañana sin falta estará tu hijo en libertad y se sobreseerá esa causa. Te lo prometo, te lo prometo, te lo prometo.» Lo repitió tres veces.
—¡Cómo ha de ser!... A lo hecho pecho... —dije, discurriendo en aquel mismo instante qué nuevos medios emplearía para llevar adelante mi plan.
Pero sacome de mis meditaciones el duque mismo llevándome de sala en sala, hasta una en que acostumbraban a reunirse los cortesanos para arreglar sus cuentas de favoritismo unos con otros, sopesar su respectiva influencia y regodearse en común de ver la buena marcha de los asuntos del gobierno.
Cuando entramos el duque y yo, había en el salón cuatro personas; paseábanse juntos de un ángulo a otro en la diagonal de la estancia, Pedro Collado y don Francisco Eguía, teniente general, ministro de la Guerra, anciano casi decrépito, aunque no privado aún de cierta agilidad, y con una singular comezón de hablar y moverse, que era el rasgo distintivo de su espíritu, así como la coleta y corcovilla lo eran de su cuerpo. Formando grupo aparte, hablaban por lo bajo sentados en un diván, don Pedro Ceballos, ministro de Estado, y don Baltasar Hidalgo de Cisneros, ministro de Marina.
Detuviéronse Eguía y Collado al vernos, y el primero, que no por ser de carácter inflexible y duro en los negocios públicos dejaba de mostrar mucha llaneza en la conversación familiar, me dijo:
—¡Cuánto bueno por aquí! Me han dicho que va usted a la Caja de Amortización... Sea enhorabuena.
—Gracias, muchas gracias —repuse con modestia— Bien saben todos que no lo he solicitado.
—Bien hayan los hombres de mérito —dijo Collado—. Ellos no necesitan de recomendaciones para subir como la espuma.
—Nos hemos propuesto darle su merecido a este tunante de Pipaón —declaró el duque con cortesanía—, y poco a poco lo vamos consiguiendo. Este va para ministro, señor don Francisco.
—Lo creo, lo creo —repuso el anciano alzando la abatida cabeza y guiñando el ojo para mirarme—. Pero no le arriendo la ganancia... ¡Santo Dios, qué laberinto, qué torre de Babel es un ministerio!
—Lo creo, señor don Francisco —dije con oficiosidad—. Pero sin su poquito de abnegación, no se concibe al buen súbdito de Su Majestad.
—¡Oh!, es claro; nos debemos a Su Majestad... Pero a mis años, la enorme carga de un ministerio es insoportable... Precisamente en estos días la balumba de asuntos puestos al despacho me ha rendido más que una batalla.
—Pues es preciso cuidarse, señor don Francisco.
—¿Querrá usted creer, señor Collado —dijo el guerrero gesticulando con desenvoltura—, que ya están despachados todos los nombramientos que usted me recomendó en aquella minuta?...
—¿Las doce comandancias de provincias, seis plazas fuertes y no sé cuántas tenencias de resguardos?... Pues la mitad de esas limosnas son para el señor duque que nos está oyendo.
—Vamos —continuó don Francisco con socarronería— que por falta de pedir no se les pondrá mohosa la lengua. Yo, que soy ministro, no he podido satisfacer el deseo que ha tiempo tengo de regalar un arciprestazgo al sobrino de mi cuñada. ¿Y por qué? Porque no me ocupo de pedir, ni gusto de importunar por un miserable destino.
—Se tendrá en cuenta —afirmó gravemente Collado.
—Hace pocos días —continuó el general— hablé de esto a Moyano, y me dijo que Su Majestad se había reservado la provisión de todas las plazas.
—No es cierto, ¡qué enredo! —expresó el ayuda de Cámara—. ¡Reservarse Su Majestad todas las plazas!
—Quien se las ha reservado —afirmó el duque, con enojo— es el mismo ministro, el insaciable don Tomás Moyano, que tiene media nación por parentela.
—¡Es gracioso! —dijo Eguía riendo—. Cuentan que ha despoblado a Castilla; que ya no hay en Valladolid quien tome el arado, porque los labradores todos han pasado a la secretaría de Gracia y Justicia.
¡Cuánto nos reímos a costa del ministro ausente! Yo, que no quería perder la coyuntura de demostrar a don Francisco Eguía la admiración que me causaba su desmedida aptitud para los asuntos militares, dije con gravedad:
—No me nombren a mí esos ministros que no se ocupan más que de la provisión de destinos, de colocar parientes y despoblar aldeas para rellenar secretarías. Tales hombres no hacen la felicidad del reino... Señores, no todos los ministros cumplen con su deber. Casi puede decirse que la mayor parte van por mal camino; casi, casi, se puede afirmar que uno solo... y no lo digo porque esté delante don Francisco Eguía... Cuantos me conocen estarán hartos de oírme aseg...