Diario histórico de la rebelión y guerra de los pueblos guaranís
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El Diario histórico de la rebelión y guerra de los pueblos guaraníes, de Tadeo Xavier Henis, es una crónica de los conflictos coloniales entre España y Portugal durante el siglo XVIII, en el territorio de Río Grande del Sur.Fragmento de la obraA mediado del mes de enero del año de 1754, confederados a los Guaranís los Guanoas gentiles, que diligentemente ejercían el oficio de exploradores, hicieron saber a todos los habitantes de los pueblos, que a las cabeceras del Río Negro se veía un numeroso escuadrón de portugueses. Con esta noticia se tocó al arma por todas partes, se despacharon por los pueblos presurosos correos, se hicieron cabildos, se tomaron pareceres, y unánimemente proclamaron que debían defenderse.El día 27 de dicho mes salieron armados del pueblo de San Miguel 200 soldados a caballo a recoger la demás gente de sus establos, o estancias, hasta llegar al número de 900. Después siguieron 200 del pueblo de San Juan, y otros tantos de los pueblos de San Ángel, San Luis y San Nicolás, con ochenta de San Lorenzo: de suerte que todos eran 1.500, y fueron repartidos para defender los confines de sus tierras.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788498970388
Categoría
History
Categoría
World History
Diario
A mediado del mes de enero del año de 1754, confederados a los Guaranís los Guanoas gentiles, que diligentemente ejercían el oficio de exploradores, hicieron saber a todos los habitantes de los pueblos, que a las cabeceras del Río Negro se veía un numeroso escuadrón de portugueses. Con esta noticia se tocó al arma por todas partes, se despacharon por los pueblos presurosos correos, se hicieron cabildos, se tomaron pareceres, y unánimemente proclamaron que debían defenderse.
El día 27 de dicho mes salieron armados del pueblo de San Miguel 200 soldados a caballo a recoger la demás gente de sus establos, o estancias, hasta llegar al número de 900. Después siguieron 200 del pueblo de San Juan, y otros tantos de los pueblos de San Ángel, San Luis y San Nicolás, con ochenta de San Lorenzo: de suerte que todos eran 1.500, y fueron repartidos para defender los confines de sus tierras.
Mientras se disponían estas cosas cuidadosamente, el día 8 de febrero se avisó de las estancias vecinas de San Juan, que están a las orillas del Río Grande, por los indios de Santo Tomé que a la sazón en sus montes fabricaban la yerba según acostumbran, que no lejos de ellos había gran número de gente portuguesa, y que amenazaba de muy cerca a los pueblos, porque apenas distaban 20 leguas de ellos.
Casi al mismo tiempo avisaron de las estancias más remotas de San Luis, las cuales están a las orillas del mismo Río Grande, límite antiguo de división entre las tierras guaranís y portuguesas, que se veía un trozo de enemigos portugueses, que ya habían pasado el río en algunas barcas y canoas, y que en un bosque vecino habían construido dos grandes galpones, y que tenían también muchos caballos y armas. Habiendo yo sido llamado, marché al socorro de los estancieros de los circunvecinos campos y de otros pueblos, y también para que se transfiriese a tiempo a aquel paraje el ejército que había salido de los pueblos contra los invasores, y estar así apercibidos para resistir unánimemente a todos los enemigos.
También se esparció por entonces cierta voz, que así como alegró los ánimos de los soldados, los encendió y levantó a esperanzas de mayores cosas. Decía esta, que doce carros con alguna gente, pertrechos y caballos, habían pasado el Río Uruguay, en el paso que llaman «de las Gallinas», pero que por los confederados bárbaros, Charruas y Minuanes, parte habían sido heridos, parte dispersos y muertos: que los animales habían sido retirados lejos y los carros quemados. Parece que dicho rumorcillo no era del todo vano: porque, volviendo un alcalde de Santo Ángel de las tierras de sus estancias, lo contaba así como lo había oído a algunos de los confederados vencedores, que acababan de llegar.
Alegres y alentados con uno y otro aviso, se alistaron nuevos reclutas; y después de haberse fortalecido con el sacramento de la penitencia y de la eucaristía, por espacio de tres o cuatro días, 200 del pueblo de Santo Ángel (porque a estos amenazaba el peligro de más cerca) revolvían las antiguas memorias, de que pocos años antes por este mismo camino, cierto portugués había penetrado hasta su pueblo, a quien, aunque los estancieros compatriotas conocían, ahora sospechaban que fuese espía. También salieron armados casi 200 de cada uno de los otros pueblos, y hallaban 100 del pueblo de Santo Tomé en el mismo sitio haciendo yerba, y sesenta del de San Lorenzo juntos en la misma faena, que con los estancieros vecinos componían un ejército de casi 1.200 hombres.
Mientras se preparaban a esta expedición el domingo de Septuagésima (era muy de mañana) uno me habló en nombre del capitán del ejército, y pidió fuese con ellos por procurador y médico espiritual. Me excusé de esta carga por las conocidas calumnias, que los portugueses y españoles acostumbran forjar, como poco ha me lo había enseñado la experiencia: empero, considerando que si acaso alguno del ejército adolesciese en el camino de alguna grave enfermedad, o se postrase con alguna herida, había de ir luego al punto a confesarlo, si me llamasen, condescendí, por tener la cierta y suprema vicaría potestad de Cristo. Juzgaron los capitanes que tenían en sí dicha autoridad, para que ninguna alma sea privada de los sacramentos, y salvación sin culpa proporcionada, y así disponían la expedición, limpiándose de las manchas internas de los pecados.
Finalmente, habiendo salido de sus pueblos hacia los montes de los yerbales, a tres días de camino los más cercanos, otros llegaron de partes más remotas: mas luego que oyeron que el rumor del enemigo había sido falso, habiendo enviado exploradores, corrieron estos toda la tierra, y no habiendo hallado vestigios algunos de enemigos, sino solamente algunos fogoncillos, dejados de los bárbaros, y habiendo averiguado que el rumor sobredicho había sido esparcido mañosamente por los indios fugitivos de Santo Tomé que estaban haciendo yerba, se restituyeron a sus propios pueblos: aunque es de advertir que después los mismos portugueses confesaron que 200 Paulistas de los pueblos circunvecinos se habían acercado: pero que vista de las copas de los árboles la multitud de los indios, se habían retirado.
La noticia de haber tomado aquellos doce carros y cañones no se confirmaba, la mentira con el tiempo se iba olvidando, y ninguna confirmación venía de las estancias de San Luis.
El día 3 de mayo por la noche llegó un correo que avisó que los soldados de San Luis y San Juan habían acometido a los fuertes que los portugueses tenían ya hechos de estacas en el Río Grande: pero que les salió mal su intento, porque habiendo los nuestros acometido al amanecer del 23 de febrero el pago de los portugueses que ya estaba fortificado, estos huyeron al principio, pero habiendo después vuelto sobre los indios que estaban entretenidos en los despojos, mataron a escopetazos a catorce Juanistas y a doce Luisistas, y los obligaron a huir, habiendo muerto también algunos de los portugueses. Cuando se retiraron los indios, volvieron a oír por otra parte los fusilazos, y sospecharon que los Lorenzistas estaban en acción. Se esperaba más extensa noticia de todo, pero después se esparció por los pueblos un rumor lamentable.
También por este tiempo se avisó que en los campos de Yapey se veían 800 españoles, y que habiendo huido los estancieros, se habían apoderado de los rebaños de ovejas. Se dudó de la verdad de este caso, y los capitanes de los demás pueblos se juntaron en consejo con el de la Concepción (que era entonces el supremo): mas, lo que se acordó, quedó ignorado.
Ya se hablaba con más fundamento de la acción de los Luisistas, de cinco años a esta parte, en un extremo de las tierras de San Luis: entre los ríos Grandes, Verde, Yacui y Guacacay, los portugueses se habían establecido en un bosque, y habían edificado un pueblo de bastante número de casas, sin noticia de los dueños de la tierra, que a corta distancia apacentaban sus ganados: y aunque muchas veces habían sido enviados a explorar tierras, nunca llegaron a aquellos términos, ya por lo vasto de aquel territorio, ya por su innata pereza. Ahora finalmente en esta variedad de cosas, habiendo descubierto los más vigilantes dicha colonia enemiga, y habiéndola explorado, fueron a atacarla 110 Luisistas, y casi 200 Juanistas. Emprendieron la expugnación el día 22 de febrero; la noche del 23 se arrimaron a ella, y hecha irrupción al amanecer fácilmente pusieron en huida a los moradores, que estaban desprevenidos. Habiéndose apoderado del pueblecito, entraron en las casas, y se ocuparon del botín, dejando las armas. Entretanto el enemigo que había huido, volvió sobre los que estaban entretenidos en el saqueo y sin armas, y les obligó a ceder otra vez el pago, porque con el rocío de la noche, y con haber pasado los ríos a nado, se habían inutilizado las escopetas, no pudiendo tampoco manejar las lanzas por la espesura del bosque. Sacadas pues de las casas sus armas, atacaron a los indios, y les obligaron a cederles el paso, para retirarse a sus reales. Murieron de una y otra parte algunos: de los indios veintidós, entre los cuales fue uno el alférez real de San Luis (capitán valeroso de los indios) que, desamparado de los suyos y peleando valerosamente hasta el último, fue aprisionado por la muchedumbre, y habiéndole atado las manos, murió lanzeado por los enemigos que cargaron sobre él. De los portugueses parece que murieron doce, quedando los demás heridos levemente, y de los nuestros salieron heridos veintiséis. Volvieron dieciséis Luisistas para observar el movimiento del enemigo y también para enterrar los muertos, aunque fuese por fuerza. Los demás se retiraron a sus tierras y poblaciones, esperando nuevos socorros. También el resto de los Luisistas volvió a su pueblo, no sé si de vergüenza, si de temor, o por alguna mutua disención.
Después en el mismo pueblo se alistaron nuevos reclutas, y porque acaso, como los prisioneros que perecieron en la guerra no fuesen desamparados de médico espiritual, llamaron para el socorro de sus almas a aquel que por el mismo tiempo había hecho la misión de Cuaresma en aquel mismo lugar. Consintió este a tan piadosas súplicas, recargado sin duda de los remordimientos de su propia conciencia, y tomando a su cuidado la vida y almas de aquellos indios que estaban en peligro. Luego que volvió a su pueblo, se previno para el camino, y partió a las estancias que están a la falda de la montaña. El día 3 de marzo le siguió después un escuadrón armado, aunque con paso lento, atendiendo a la debilidad y fatiga de los jumentos, y formó el campo a 12 de abril en los ríos Guacacay, Grande y Chico. Pasaron el río los capitanes de San Luis con los de San Juan cerca de su boca, para avisar a los de San Miguel, que viniesen en su auxilio, porque era necesario cargar al enemigo con mucha gente, ya que por la situación era superior y más fuerte. Pero, discordando los confederados, redujeron su negocio e interés común a contienda, porque estos desde su colonia de San Juan, todavía resentidos de los Luisistas, por un reciente escándalo o tropiezo, y por no haberles pedido y rogado la alianza para el asalto que se acababa de hacer; y ofendidos ahora por el modo en que los habían convocado, se arrojaban mutuamente chispas de discordias. Aquellos reprochaban a los mismos dueños de las tierras el haberse realizado casi toda la sobredicha invasión poco favorablemente, por haber sido los primeros que habían huido, y dejado en el peligro a sus compañeros; y por lo mismo rehusaban volver otra vez a probar fortuna.
Se negoció con unos y otros: con estos de palabra, con aquellos por escrito, para que se concordasen y uniesen sus ánimos y las armas, casi con este cúmulo de razones: «Que no era tiempo de civiles disenciones, estando un enemigo extranjero a la puerta: que los hermanos las más veces discordan para deshonra suya, cuando más urge el mal que los amaga: que se debían unir las fuerzas para que cada una de por sí no fuese otra vez desecha, y por una funesta disención creciese al enemigo vencedor la audacia y soberbia: que las saetas una por una son fáciles de romper, pero no siendo unidas: cuando se quema la casa vecina, todo ciudadano acude al socorro, y así como abrasándose una casa, toda la ciudad se volvería a cenizas si los ciudadanos o vecinos no las defendiesen, así les sucedía a ellos». Estas y otras cosas semejantes les fueron propuestas, y pareció que se apaciguasen los ánimos. Añadió no poco pesó una carta que llegó del cabildo de San Juan, la que persuadía a la unión, y a la obediencia a entrambos capitanes.
Se esperaba de los Miguelistas, o un escuadrón auxiliar, o sus respuestas. También se decía, que los Nicolasistas y Concepcionistas ya venían: los Lorenzistas se excusaban de no haber venido antes de ayer, atribuyéndolo a la larga distancia: los demás preparaban sus armas, y habiendo sido enviados algunos a explorar, observaron la marcha y movimientos del enemigo, y con ansia pedían se juntasen prontamente todas las legiones. Mientras esto se decía, se avanzaban hacia el Río Grande, a quien los indios llaman «Igay», esto es, amargo.
Estaba tranquilo el Río Uruguay, todas las cosas estaban en silencio de parte de los españoles, y aquel grande aparato bélico se quedó en proyecto; ni el invierno que ya había empezado, permitía otra cosa. De la junta reciente que se había celebrado, salieron por embajadores a los de Yapeyu, de cada uno de los pueblos de la otra banda del Uruguay, y también a algunos más remotos, los principales caciques: porque como corrió la fama que los ánimos de aquellos moradores estaban discordes, y que unos con los próceres, se inclinaban con unánime sentir a la confederación para reprimir al enemigo, y otros con el capitán del pueblo, no querían tomar las armas, fueron allí para renovar y promover la alianza, y atraer a su partido al capitán con todo el pueblo. A la verdad que estuvo oculto el ejército, pero esta embajada llenó de gozo a una y otra Curia o consejo: unió los próceres con el capitán, y al pueblo con los próceres, y portándose a su modo magníficamente, se volvieron a sus propios lugares, formada y pactada la confederación: y juntamente contaron por cierto, que no se veía enemigo alguno, y sí solamente algunos ladrones y espías, que habían sido muertos y despojados de todas sus caballerías.
Por este tiempo el cura de San Borja, habiendo sido llamado poco ha por los superiores, y habiendo sido enviado al de la Trinidad, se decía que también había bajado por el Paraná a las ciudades de los españoles, y que otro había sido puesto en su lugar; después que primero el cura de San José por algún tiempo cumplió allí una comisión y pesquiza secreta. Estas cosas sucedían en la frontera de los españoles.
Y volviendo a los nuestros, y a los portugueses, se acercaban ya los Miguelistas con su capitán, que poco ha se había retirado de los otros pueblos (este era Alejandro, vicegobernador de San Miguel) y la cierta venida de aquellos la publicaba la fama, y la confirmaba o testificaba Sepe, uno de los más famosos centuriones.
Entretanto se celebraba en el campo la semana santa con la devoción posible; y cumplidas las ceremonias y ritos de la iglesia, que el lugar y tiempo permitían, de la Conmemoración de la Pasión Santísima del Señor, al tiempo que en las iglesias cantan solemnemente el «Alleluya», aparecieron dos piezas de artillería con sus guardas y custodias. Bajando después de los collados, y formados los escuadrones debajo de seis banderas, presentaron más de 200 hombres. Salieronles al encuentro los escuadrones Luisistas con sus dos banderas, y saludándose mutuamente, llevando su Santo Patrón y otras imágenes de santos (los que esta gente acostumbra traer siempre consigo) a una capilla hecha de ramos de palma, y habiendo corrido los caballos, y hecho a su usanza ejercicio de las armas, se fueron a un paraje cercano, y se acamparon en lugar señalado para los reales.
El día siguiente, que era el de la Resurrección del Señor, y 12 de abril, celebrada antes la solemnidad (es a saber, con procesión y misa solemne) uno de los capitanes se fue a los Juanistas, los que, aunque estaban vecinos, no acababan de llegar, y dijo, que vendrían al día siguiente, esto es, el tercero de Pascua. Impacientes los Miguelistas de la tardanza, y estimulados con las antiguas disenciones, rehusaban esperar, y estuvieron firmes en tomar solos con los Luisistas el camino hacia los enemigos.
Se les exhortó con razones ya sagradas, ya políticas: es a saber, ser débiles las fuerzas que no corrobora la concordia: que esta nunca la habría si se buscaban nuevos motivos de desavenencia; que no se debía solamente confiar en las propias fuerzas contra un enemigo que, aunque inferior en número, les aventajaba en el sitio, la destreza de las armas de fuego y la experiencia: que eran vanas también todas las fuerzas de los hombres, y vana la multitud, si el señor de los ejércitos que nos fortalece no las protege: que entonces no hay esperanza ninguna de victoria: que Dios aborrece las enemistades: que se ahuyenta con las discordias, y se enajena o pone uraño con las disenciones. El mismo predicador puso po...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Diario
  4. Libros a la carta