Capítulo V. Consecuencias para la mujer de su falta de educación
El error de que las facultades intelectuales de la mujer no pueden compararse a las del hombre tiene fatales consecuencias, como todos los errores, y más que muchos. Los hay que se podrían llamar simples y otros compuestos; el que tratamos de combatir hoy es de los últimos, y sus resultados se extienden y ramifican al infinito. Aunque la injusticia y el error son malos para todos, aunque cuanto perjudica a la mujer es en perjuicio del hombre, y no puede haber cosa mala para entrambos que sea buena para la sociedad, a fin de fijarnos mejor, veamos algunas consecuencias de la supuesta inferioridad de la mujer.
Primero. Para ella.
Segundo. Para el hombre.
Tercero. Para la sociedad.
En el orden moral la mujer se encuentra rebajada, porque no se puede separar la moralidad de la inteligencia. De aquí el que la legislación la haya tratado como menor en muchos casos, dado poco valor a su testimonio, y que solo por las necesidades de la justicia, a impulsos de la conciencia e incurriendo en grave contradicción, se la iguale al hombre. Esta desigualdad ante la ley la perjudica, no solo por los derechos de que la priva, sino por lo que disminuye su prestigio. Rebajada la mujer en el concepto de todos y en el suyo propio, no reclama, no puede reclamar ni aun los derechos que tiene. Todo lo ignora, todo lo teme, todos se atreven a vejar a una mujer sola, y la letra de la ley es muerta cuando la favorece, si no hay una persona del otro sexo que haga valer su justicia. Estos valedores son rara vez desinteresados, y por regla general la engañan y la explotan, sin que pueda evitarlo, sin que lo intente siquiera, porque ella es la primera convencida de su inferioridad.
Las desdichas que esto le acarrea no tienen cuento; soltera, ve disminuirse y tal vez desaparecer el fruto de los sudores de su padre; viuda, mira acaso sumidos en la miseria a sus hijos, que podrían vivir holgadamente sin su incapacidad para los negocios; soltera, casada o viuda, es tenida y se tiene por incapaz de ninguna profesión que exija inteligencia, y esto es lo más grave de todo.
La ley prohíbe a la mujer el ejercicio de todas las profesiones: solo en estos últimos tiempos se la ha creído apta para enseñar a las niñas las primeras letras.
La opinión ha sacado las últimas consecuencias de estas premisas y ha ido mucho más allá que la ley. En cuanto un trabajo, aunque sea mecánico, exige alguna inteligencia, no se permite a la mujer que en él tome parte, ni ella lo intenta. Cosa bien material es copiar; pero como es preciso, o por lo menos conveniente, tener ortografía, no hay escribientas. Bien propios para las delicadas manos de una mujer son los trabajos de relojería; pero como conviene saber un poco de mecánica, aunque sea rutinaria, ya no hay relojeras. Así podríamos continuar haciendo una larga lista de oficios lucrativos que no exigen fuerza muscular y a que no pueden dedicarse las mujeres. En cambio llevan grandes pesos, sobre todo en algunos países: son lavanderas, etc.
Hay muchos oficios que no exigen mayor inteligencia que otros a que se dedican las mujeres, monopolizados, no obstante, por los hombres, nada más que porque así es costumbre. Esto consiste en que la vida toda de la mujer está encadenada a la rutina; en que el uso, bueno o malo, es para ella ley, y en que el ridículo la amenaza apenas quiere salir del carril trazado. ¿Cómo con su falta de iniciativa, con su debilidad y la idea que tiene de su incompetencia, podrá superar tantos obstáculos? No lo intenta. Su trabajo queda reducido a ocupaciones cada día menos retribuidas, porque las máquinas le hacen una competencia imposible de sostener, y si resta alguna tarea a que pueda dedicarse, acuden tantas operarias, que precisamente les ha de dar la ley, y una ley dura, el que les dé trabajo.
Si se exceptúa alguna artista, alguna maestra y alguna estanquera, en ninguna clase de la sociedad la mujer puede proveer a su subsistencia y la de su familia. Hija, no puede auxiliar a sus padres ancianos; esposa, no puede ayudar al esposo; madre, se ve en el mayor desamparo, si la muerte la deja viuda o la perversidad de su marido la abandona. De aquí la miseria y la desdicha bajo tantas formas; de aquí la prostitución y los matrimonios prematuros o hijos del miserable cálculo y triste necesidad, porque el matrimonio es la única carrera de la mujer.
El concienzudo autor que ha estudiado la prostitución en París observa que la mayor parte de las mujeres que figuran en los afrentosos registros habían sido lanzadas por la miseria al abismo de la prostitución. ¡Cuántas víctimas se le arrancarían si se dejaran a la mujer expeditos todos los caminos para ganar honradamente su subsistencia; si la ley y la opinión no le creasen obstáculos por todas partes; si no tuviera que sostener una lucha en que es a veces tan difícil que triunfe su virtud!
La prostitución es para la mujer el más horrible de los males, y repetiremos con este motivo lo que decíamos hace años en un libro impreso, pero no leído.
«Nunca se conmueve tan tristemente mi ánimo como al entrar en un hospital de mujeres donde se curan las enfermedades consecuencia de la prostitución. Allí las enfermas no suelen quejarse; saben que a nadie inspiran lástima, y procuran sofocar el dolor físico lo mismo que el dolor moral con chanzas obscenas y con blasfemias y con carcajadas que, como las de un loco, hacen llorar. Quieren embriagarse con el vicio: no les queda otro recurso; quieren escupir sobre las cosas santas parte del desprecio que inspiran; quieren negar lo que para ellas está vedado; quieren reírse del mundo para vengarse del dolor que les causa. ¡Pobres mujeres! Son y se sienten desdichadas, y lo confiesan cuando llega a su lado alguna de esas almas que tienen bastantes lágrimas de compasión para sofocar el fuego siniestro que brilla en la pupila de la prostituta. ¿Quién puede mirar sin profunda lástima aquel ser tan infeliz y tan degradado, que lleva su extravío hasta hacer gala de lo que debía causarle vergüenza? ¿Quién no se aflige al ver a aquella mujer, que fue inocente y fue pura, que pudo ser respetada, querida, y hoy para ganar pan arroja su cuerpo al muladar del vicio que le envenena, vende por algunos reales a un hombre repugnante el derecho de transmitirle una enfermedad asquerosa, y pasa continuamente de los brazos de la lujuria a la cama del hospital, donde a nadie inspira compasión, donde a todos causa desprecio y asco, donde se la cura para que vuelva a servir, como a un animal que enferma y curado puede ser útil? Digo mal; esta comparación no da todavía la idea de lo que inspira en el hospital la mujer deshonesta, cuando sus mismas compañeras se burlan de sus dolores, y cuando el practicante, al cortar o quemar sus carnes, le dirige por vía de consuelo alguna obscena chanza. Si no muere joven, ¡qué cosa más digna de compasión que su vejez anticipada y su muerte, que nadie llora!
»La mujer criminal es sin duda más odiosa, pero no hay nada tan despreciable como la mujer deshonesta; no hay hombre tan vil que no se juzgue superior a ella y la desdeñe. Como la primera necesidad de su ser moral es inspirar amor y sentirlo; como, por más que haga la mujer, no puede ser feliz, sino queriendo y siendo querida, la mujer deshonesta es profundamente desgraciada; cuando dice otra cosa, miente, y mentiras son su gozo cuando parece alegre, su contento cuando canta y su satisfacción cuando ríe. Si pudiera verse el corazón de las mujeres impúdicas que por algún tiempo parecen dichosas, se vería su desgracia como una llaga incurable, cubierta con paño lujoso: y digo algún tiempo porque si la felicidad fuera posible, no duraría más que su hermosura, que dura bien poco.»
A esta inmensa desdicha de la mujer contribuyen eficazmente la falta de educación y la imposibilidad en que muchas veces se halla de ganar honradamente su subsistencia, por no poder ejercer ninguna profesión ni oficio lucrativo.
Es preciso ver cómo viven las mujeres que no tienen más recursos que su trabajo; es preciso seguirlas paso a paso por aquel vía crucistan largo, luchando de día y de noche con la miseria, dando un adiós eterno a todo goce, a toda satisfacción; encerrándose con su destino como con una fiera que quiere su vida y que la tiene al fin, porque la enfermedad acude y la muerte prematura llega. ¿Cómo no ha de llegar, llamada por la pestilente atmósfera de la reducida habitación, por la humedad y el frío intenso y el excesivo calor, y la comida mala y escasa, y el trabajo continuo, que no basta para libertar de la miseria a los seres queridos, y tantas penas del alma, y tantas lágrimas de los tristes ojos a los que no trae alegría el Sol al salir, ni promete descanso la campana que toca la oración de la tarde? Quien ve estas existencias y las comprende y las siente, se admira de que no sea mayor el número de las prostitutas, de las suicidas, de las criminales, y cree en Dios y en su conciencia que debe pedir educación para la mujer, que debe reclamar para ella el derecho al trabajo, no en el sentido absurdo de que el Estado esté obligado a darle, sino partiendo del principio equitativo de que la sociedad no puede en justicia prohibir el ejercicio honrado de sus facultades a la mitad del género humano.
Y aunque no giman luchando con los horrores de la miseria, y aunque no se vean unidas a un hombre que no aman o que les es antipático, y aunque no se atropelle su derecho y no se menoscabe su hacienda, ¡cuántos sinsabores y cuánto tedio acibaran la vida de la mujer por su mala educación!
Falta de autoridad en las cosas que no son de su competencia, es decir, en todo lo que no se refiere a los cuidados domésticos, ve extraviarse el esposo o el hijo, lo siente con su instinto o lo percibe con su natural razón, y se esfuerza para apartarlos del mal camino; pero se esfuerza en vano, porque le imponen silencio con un «¿Qué entendéis las mujeres de esto?» y es preciso callar hasta que llore los males que había previsto y que su falta de prestigio no pudo evitar. Harto frecuente es ver que los hombres cometen los desaciertos y las mujeres sufren sus consecuencias; que la que el día del consejo no fue escuchada, el día de la desventura tenga la primera voz para la resignación, y el consuelo y el sacrificio.
El tedio es otra consecuencia de la falta de educación en las mujeres; muchas temen los días de fiesta. Y no se crea que el tedio es un mal de poca importancia y que no puede influir poderosamente en la felicidad doméstica y poner en riesgo la virtud: tal vez es un enemigo más terrible que el dolor. El dolor es activo, se gasta con el tiempo, se alivia; el tedio es una cosa pasiva, es un vacío que se siente siempre lo mismo, si no se siente más. El dolor ocupa, no deja a la imaginación que se extravíe más que en una dirección; si alguna vez da oídos a la tentación del crimen, rechaza las sugestiones del vicio; el tedio puede escuchar todas las voces tentadoras, tiene caminos para todos los extravíos, y no hay aberración que en un momento dado no pueda servirle de espectáculo. El dolor es motivado, impone respeto; el fastidio vago, sin causa determinada, halla poca tolerancia; el dolor hiere, el fastidio corroe.
En la vida íntima, una mujer muy fastidiada es difícil que no sea muy fastidiosa, a menos que tenga grandes tesoros de cariño y de bondad; y más difícil aún que el hombre tolere paciente un malestar a su parecer inmotivado. Su esposa tiene que comer y que vestir, y la casa bien amueblada; ni sus hijos le dan disgustos, ni él tampoco; todos disfrutan salud; ¿qué le falta a aquella criatura, y por qué se le ha de tolerar su mal humor, a ella que, más joven, tenía tan buen carácter? No se lo tolera, y se impacienta, y la paz se turba, y le es desagradable su casa, y tal vez busca otras satisfacciones culpables.
El hombre que no halla razón para tolerar el mal humor de su compañera, no repara que su amor se ha convertido en amistad, acaso tibia; que sus hijos no la ocupan ya incesantemente como en la infancia; que se van de casa a sus ocupaciones y a distraerse con él, y que su mujer pasa la vida casi sola. Los cuidados domésticos la ocupan, pero no lo bastante; no pueden satisfacer las necesidades de su ser moral e intelectual, y cuanto más activa sea y más inteligente, estará peor.
Si es devota, corre riesgo de hacerse beata; si no lo es, está en peligro de disiparse, arruinando a su marido con lujo y diversiones; suponiendo que no le deshonre con excesos, cuando no le sucede ninguna de estas dos cosas, se fastidia en el hogar doméstico, siendo realmente desgraciada. El tedio es una enfermedad del entendimiento que no acomete sino a los ociosos. Las ocupaciones de la mujer no le ocupan más que las manos; llega un tiempo en que a fuerza de abusar de ella en trabajos minuciosos, casi microscópicos, la vista le falta, y hasta la ocupación manual queda reducida a muy poca cosa.
Si las mujeres no tuvieran facultades intelectuales, debían estar satisfechas cuando no sienten grandes penas en el corazón ni les falta lo necesario para la vida material; no obstante, no es así. Tal vez se nos arguya diciendo que incurrimos en un error de hecho; que las mujeres a que aludimos, cuando no se quejan, prueba es de que se encuentran bien, y que su desdicha es obra de nuestra imaginación o del deseo de hallar argumentos en confirmación de nuestras opiniones.
No son los hechos una cosa tan fácil de ver como se cree. ¡Cuántos hombres tocan los desdichados efectos del tedio de su mujer sin sospechar la causa! ¡Cuántas mujeres se hallan mal, o tal vez son desgraciadas sin que acierten por qué, y miran como inevitable su malestar, atribuyendo a sus nervios, a su desdicha o a su culpa, lo que es consecuencia de la inacción de sus facultades más nobles!
El tedio de la mujer hace grandes estragos en la paz doméstica;...