El naturalismo (La literatura francesa moderna III)
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El naturalismo (La literatura francesa moderna III)

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El naturalismo (La literatura francesa moderna III)

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El naturalismo ((La literatura francesa moderna III)) es una obra de la escritora Emilia Pardo Bazán que analiza las tendencias de la literatura francesa coetánea desde el punto de vista del Naturalismo, sobre todo en autores como Zola, mientras que lo contrapone a las tendencias literarias españolas.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726685183

- II -

La novela. -El realismo como escuela: Champfleury, Duranty. -El naturalismo psicológico: «Fanny», de Feydeau. -La sociedad y las letras. -Sainte Beuve. -Flaubert: el hombre. -No quiere ser jefe de escuela. Una obra maestra: «Madama Bovary». -Su significación. -La figura de Emma. -Homais. -El aspecto romántico de Flaubert: «Salambó». -Influencia de «Salambó» más allá del naturalismo. -«La tentación de San Antonio». -Su sentido. -El pesimismo de Flaubert. -Inferioridad de sus demás libros. -Imitadores peninsulares
Siendo el realismo, como queda dicho, una tendencia general, llegó el instante, hacia 1848, de que diese nombre a una escuela, y el corifeo fue Champfleury. De este movimiento habla Zola, como protesta temprana contra el romanticismo. Según algunos críticos, hay que ver en Champfleury al verdadero fundador del naturalismo; lo indudable es que debemos contar al autor de las Aventuras de la señorita Marieta entre los escritores menos -30- populares, y no ahora, sino en su misma época. Lo peculiar de su figura literaria, es que, amigo de todos los románticos, íntimamente unido a Mürger, con quien vivía, habiendo empezado a figurar como adepto de la escuela-, de pronto, y de propósito, hizo lo que no hicieron ni Stendhal, ni Mérimée, ni Balzac: se declaró jefe de una escuela adversa en todo al sistema romántico, y el intento ha salvado del olvido, si no sus obras, que nadie lee y de las cuales el alta crítica habla con desdén, al menos su nombre, puesto que, de vez en cuando, se discute hasta qué punto fue o no fue legítimo padre del movimiento naturalista.
Hay algo innegable: cualquiera de los caudillos naturalistas de los tiempos de lucha está más embebido de romanticismo que este burgués que observó y escribió a la sordina, allá entre el 50 y el 60. A su tiempo veremos la levadura romántica que existe en todos, lo mismo en Flaubert que en Zola, mientras Champfleury no desmiente ni en un ápice la ortodoxia de la doctrina. Sin embargo, no puede librarse de declinar hacia la sátira, sobre todo en la pintura de pueblos pequeños y costumbres y manías provincianas. La sátira se funda estrictamente en lo real, como la caricatura, sólo que, por su esencia, ha de deformarlo algún tanto. Es decir que la pureza realista de Champfleury consistió en algo negativo: en no ser romántico por ningún concepto. La tentativa no careció ni de originalidad ni de osadía.
Champfleury fue hombre de vida pacífica, -31- aficionadísimo a porcelanas, y que llegó, andando el tiempo (pues vivió hasta presenciar, no ya la insuficiencia de su propia escuela, sino la caída ruidosa del no menos ruidoso naturalismo militante), a regentar la manufactura de Sévres. De sus libros (exceptuando algunos cuentos muy gentiles, como el famoso Chien Caillou, acaso su obra maestra), el más digno de mención y el que se presenta como tipo de la doctrina, es Los burgueses de Molinchart. Champfleury es un observador minucioso, como los pintores holandeses, y se ciñe al detalle menudo de la vida vulgar y cuotidiana.
Hay, sin embargo, quien disputa a Champfleury el título de portaestandarte del realismo; y es aquel hijo natural y hurtado de Mérimée, que tanto se asemejaba a su padre en lo físico y en las maneras y carácter reservado, pero que se quedó muy lejos de él en arte. Duranty, que nació en 1833 y contaba veinte años cuando se alzó la enseña realista en las letras francesas, fue en 1856 redactor del periódico El Realismo, donde hizo cruda guerra a los románticos, y no a los románticos sólo, pues se ensañaba también con los que hoy incluimos entre los maestros del naturalismo, Flaubert, Balzac, Stendhal, librándose de la degollina Mérimée, supongo que por imposición de la naturaleza. El público no hizo caso del periódico, que se extinguió al cabo de medio año de su nacimiento. Este aborto, sin embargo, se cuenta como una efeméride literaria: -32- Duranty, en sus hojas, señaló el camino de la literatura venidera, «reproducción exacta, completa, sincera, del medio social, de la época en que se vive, porque la razón justifica esta tendencia y estos estudios, y porque también los recomiendan las necesidades de la inteligencia y el interés del público, que no sufre mentira ni trampa... Y esta reproducción debe ser todo lo sencilla posible, para que la comprenda todo el mundo». Ya veremos cómo infringieron los naturalistas venideros este precepto de la sencillez, el menos compatible, por ejemplo, con la manera de ser de los Goncourt. No va la literatura hacia lo sencillo, sino hacia lo complicado y conceptuoso.
Como escritor, Duranty, no menos premioso que su padre, produjo una novela digna de mención, La desdichade EnriquetaGerard, escrita bajo la influencia de Madama Bovary, cosa rara en quien estaba tan a mal con su autor. Ni esta obra, ni las restantes de Duranty, se salvaron de la indiferencia de los lectores. Lo único por lo cual el bastardo de Mérimée no yace envuelto en total olvido, es ese periodiquito sin fortuna, que anunció lo que despuntaba en el horizonte.
Cuando el periódico antirromántico brotaba y caía como las hojas de otoño, aun no se había publicado Fanny, de Feydeau. De esta sensacional novela agotáronse, en pocos días, ediciones numerosas. Era en 1858. Sainte Beuve le consagró un lunes llamándole «libro imprevisto», en el cual hay «más talento del necesario»; -33- y, realmente, hasta entonces, Feydeau, ya de edad de treinta y siete años, no había publicado sino un tomo de versos, consagrando su vida a estudiar arqueología y jugar a la Bolsa. Fanny -dice con precisión Sainte Beuve- palpita y vive: de punta a cabo del libro, un hálito ardiente corre y le anima con ese misterioso soplo inquietador que poseen las obras maestras. Llevando como subtítulo la palabra «estudio», Fanny tiene ya el carácter de disección de las pasiones, operación que tentó después la codicia de tantos novelistas, y que sólo realizaron magistralmente muy pocos. El asunto, el eterno tema del adulterio, y los personajes, los tres de rigor, mujer, marido y amante; y, sin embargo, vibrante de originalidad la fábula, porque los celos, que no siente el esposo, los siente Rogerio, el enamorado, y con tan intensa vehemencia los siente, que le envenenan el corazón. No transige con un hecho que suele no preocupar mucho a los que están en su mismo caso: y es admirable realmente el análisis del rabioso mal, análisis que sirvió de modelo a Bourget, sin que lograse sobrepujar la triste intensidad del estudio de Feydeau. Cuando Rogerio conoce a Fanny, casada y madre de tres niños, no piensa en que aquella mujer tiene dueño. Poco a poco, la idea del reparto empieza a torturarle: desea conocer al marido, y al conseguirlo, se siente humillado se juzga inferior a él, más débil, más mísero... Se reprochó a Feydeau el que los celos de Rogerio sean principalmente materiales. Y es el caso que los -34- celos violentos, como ha observado Benito de Espinosa y comentado Bourget en nuestros días, son hijos de la sensualidad, y no desmienten su carnal origen. Hay, pues, algo de tartufismo en reprochar al novelista que acepte tan conocida verdad. Rogerio, martirizado, se calma cuando Fanny, engañándole piadosamente, le hace creer que no hay intimidad entre ella y su esposo; pero, renovada instintivamente la inquietud, resuelve acechar y salir de dudas, y de aquí la archifamosa escena «del balcón» que tanta tinta hizo gastar. Oculto en un balcón de la casa de Fanny, Rogerio ve... No sólo ve, sino que oye; y su desesperación es tal, tal su quemante vergüenza y dolor, que le llevan a confinarse en una casa solitaria, en ignorado lugar, donde, lejos de sus semejantes, espera la muerte.
He aquí el argumento de la célebre novela. Tal vez hubiese debido hablar antes de Madama Bovary, pues cronológicamente la precede; pero, a mi ver, el carácter especial de Fanny hace que por ella deba empezar la serie de modelos del realismo naturalista. En efecto, Fanny es una novela cruda y terrible, y llega hasta la medula; pero (y acaso sea esta una de las razones que la han colocado en primera línea, aunque el público no se diese cuenta de ello y buscase la lectura de Fanny por estímulos malsanos), es a la vez el poema lírico y enfermizo de una pasión - como el Adolfo, de Benjamín Constant, con el cual largamente la compara Sainte Beuve, que observó esta analogía, y -35- como Werther, y otras novelas románticas- y un estudio del natural, así es que representa la fusión del romanticismo tal cual podía sobrevivir y del naturalismo naciente, sin que faltase el elemento de la psicología.
Con motivo de la Fanny de Ernesto Feydeau, cabe recordar un episodio de historia literaria, que para este pleito del naturalismo es un documento. No ha existido ninguna nueva escuela literaria que no haya sido declarada inmoral; la acusación se había dirigido al romanticismo, se fulminó contra varios escritores del período de transición, pero arreció contra el naturalismo, y cuando le suceda el decadentismo, llegará a no haber más que una voz para condenarlo, en nombre de la moral también. Si saliendo de lo trillado de la rutina queremos ir al fondo de esta imputación, y si recordamos que los dos géneros sobre los cuales ha recaído, la novela y el teatro, son los que por su índole se consagran particularmente a la imitación de la vida, y no pueden prescindir de ella, tenemos que deducir que no son las letras, es la vida misma, es la sociedad civilizada la que se ha hecho inmoral, y con la peor de las inmoralidades, que no es la de carácter sexual (como se aparenta creer), sino la que origina la disminución y abatimiento de los grandes ideales colectivos. Habrá que confesarlo: el caso de una sociedad que retratada en sus múltiples aspectos por las letras, con alarde de fidelidad y exactitud, estigmatiza a las letras por corruptoras, se parece al de aquel -36- soneto que tanto nos divirtió, y en el cual un personaje nota un hedor horrible, lo deplora, se pregunta con ansiedad de dónde procede tal pestilencia, hasta que se hace cargo, y exclama atónito:
«¡Sí soy yo; que me encuentro putrefacto!».
He dicho, al estudiar el romanticismo, que la literatura francesa, desde fines del siglo XVIII al XX, era un bello caso clínico. Mal pudiera querer significar que existiese en las letras algo perturbador que en la sociedad no se encontrase. El germen morboso ha ido evolucionando, desde el lirismo romántico, autocéntrico, hasta el naturalismo; y encontró su campo de cultivo la infección en una sociedad minada por codicias y apetitos que se desarrollaron voraces al desaparecer las fes -empleo atrevidamente el plural, porque la sociedad tiene varias creencias que le son indispensables para existir-. Cuando la presentan su retrato, hecho con esa energía que en las obras maestras resplandece, la sociedad protesta y persigue. Persiguió a Madama Bovary y a Fanny.
Conserva el recuerdo de este incidente una carta de Sainte Beuve al Director gerente del Monitor, en la cual explica -con intención confesada de armar ruido- el por qué no se atreve a hablar de Catalina deOvermeyre, otra novela de Feydeau, posterior a Fanny. Sainte Beuve declara que no se resuelve a juzgar esta -37- novela nueva (y, por lo demás, la juzga cuanto le place) a causa de la impresión que produjo su artículo acerca de Fanny, acogido con indignación por los defensores de la moral, entre los cuales figuraba, en primer término, uno de los colegas de Sainte Beuve en la Academia. «No me hable usted del éxito de Fanny», gritaba este alzando los brazos al cielo.
«Pero -observa Sainte Beuve, con su malicioso donaire habitual- como este elocuente colega es el mismo que nos propone admirar, en 1860, las novelas de la señorita de Scudéry, no debe sorprenderse si el público opone, a tales caprichos retrospectivos, sus caprichos actuales, y prefiere, a las insulseces quintaesenciadas, las realidades, por fuertes que sean».
«La moral -añade el maestro- que siempre sacan a relucir en contra del arte, no debe presentarse de tal modo en oposición con él. En Francia, la idea de moral es un canto que lanzan sin cesar a la cabeza del que sale con bríos, y el caso no deja de ser curioso, si pensamos quienes disparan esa primera piedra».
Sainte Beuve supone que a Feydeau le hicieron pagar caro, en los libros que después dio a luz, la prodigiosa fortuna de Fanny. Mas debió de ser esa combinación de los astros de que hablaba Valera, para explicar la dificultad que encontraría si tratase de escribir otra novela que gustase tanto al público como Pepita Jiménez. Acaso, como pensaba Flaubert, cada hombre no lleva en sí más que un libro.
Gustavo Flaubert nació el mismo año que el -38- autor de Fanny, en 1821, en Rouen. Era do familia de médicos, pero no quiso seguir la profesión. Como es de rigor, empezó por hacer versos. No se contó, sin embargo, entre los que se ensayan en periódicos. Cabe afirmar que no tuvo juventud literaria: sus primeras armas -¡MadamaBovary!- las hizo a los treinta y seis años.
Antes viajó largamente en compañía de Máximo Ducamp, no sólo por Europa, sino por países cuyo nombre halaga la fantasía del artista: Palestina, Turquía, Grecia. Esto y el viaje a Túnez, a fin de reunir los datos necesarios para Salambó, es quizás lo único saliente de la biografía de Flaubert, de quien pudo decirse que su vida está en sus libros, con ser estos pocos y venir tarde. No se le conocieron más aficiones que la literaria; ni aun cachivaches artísticos quiso coleccionar, a la manera de Balzac y de los Goncourt. Sorprendería que habiendo producido tan poco, bastase eso poco para llenar su vida y dar empleo a sus horas, si no supiésemos que cada capítulo y cada página y cada párrafo le costaba una ímproba labor, y sufría una refundición escrupulosa y obstinada, reiterada mil veces con esmero rayano en manía, comprobados y consultados los más mínimos detalles. Así su estilo, no siempre, a pesar de todo, intachable y puro, tiene ese no sé qué de metálico, que le encontraba Sainte Beuve: algo de duro e incorruptible, materia firme que resiste al tiempo.
Si caracterizamos a Flaubert por su cualidad -39- esencial, será la consistencia, la densidad del tronco de cedro flotado en la amargura de los mares, y preservado de los agentes de destrucción, que no pueden disgregar sus partículas.
Las circunstancias permitieron a Flaubert seguir la corriente de sus aficiones. Heredó una modesta holgura y se dedicó a acariciar su quimera. Su mayor amigo fue el mediano poeta Luis Bouillhet. Extractando los recuerdos que sobre Flaubert encuentro en Zola, en el Diario de los Goncourt y en Máximo du Camp, saco en limpio que Flaubert era un desequilibrado romántico, que su modo de discurrir tenía mucho de paradojal, y para decirlo todo, en opinión de sus mayores apasionados, carecía Flaubert de sentido común. Gustábale desarrollar, en voz estentórea ( gueulant), tesis exageradas y hasta hay quien escribe absurdas; le encantaba vestirse con ropajes estrambóticos, de turco, mameluco y calabrés, y Zola refiere que, en Rouen, las mamás ofrecían a sus niños, si eran buenos, enseñarles el domingo al Sr. de Flaubert al través de la verja de su quinta, luciendo alguno de esos atavíos extraños, en que sobrevivía la tradición de Hernani, y se demostraba el propósito -como él decía- de epalar a los burgueses. En pleno naturalismo, yo he visto a Richepin vestido de colorado, como un verdugo de la Edad Media; pero se me figura que en el caso de Richepin había más reclamismo, y que las rarezas de Flaubert no obedecían a cálculo, sino a caprichos de su genio, por otra parte según dicen, muy sencillo y -40- bondadoso, a pesar de la amargura de sus obras.
Se inclinan sus biógrafos a que Flaubert no sintió hondamente el amor, y él mismo nos dice que, al ver una mujer bella e incentiva, pensaba en su esqueleto -ni más ni menos que aconseja Fray Luis de Granada. Sin embargo, registra la historia literaria su pasioncilla por la escritora Luisa Colet, figura de segunda fila, con más pretensiones que originalidad, y a quién Barbey d'Aurevilly llamó «horrible gárgola, por cuya boca escupía la Revolución». Si hemos de estar a lo que la misma Luisa Colet refiere en la novela Lui, donde retrata a su amigo bajo el nombre de Leoncio, no era Flaubert un enamorado asiduo, al contrario, y ella se queja siempre de su tardanza en trasladarse desde Rouen a París para verla, como también lamenta que no realice Flaubert el tipo del amante liberal, y no adquiera en secreto un álbum muy notable que le confió para venderlo en Inglaterra, y que no debió consentir que pasase a extrañas manos. Sin embargo, sábese que Flaubert, por aquella mujer que contaba trece años más que él, anduvo tan exaltado, que un día quiso matarla, y se contuvo a tiempo, porque «creyó sentir crujir, bajo su cuerpo, el banquillo de los criminales». La Colet no intentó matarle a él, pero quizás la salve del olvido la célebre puñalada a Alfonso Karr. El romanticismo hacía de estas diabluras; Flaubert refiere que, en el colegio, dormía con un puñal bajo la almohada.
-41-
Pasado el tormentoso episodio, Flaubert, sin duda, renunció a los sentimentalismos. La Colet, en Lui, nos le muestra ya embebido en su trabajo, indiferente, o poco menos, a lo demás; y toda su vida transcurre así, pendiente de un capítulo en que invierte dos o tres meses, perfeccionando desesperadamente el estilo, evitando las asonancias, y no pudiendo consolarse de haber puesto dos genitivos en una misma frase.
Tuvo Flaubert un apeadero en París, y alternaba temporadas en la capital con retraimientos en su quinta de Croisset, cerca de Rouen, sin que nunca esta ciudad pareciese informada de que contaba en su vecindario a un hombre tan ilustre, y se enterase siquiera de su muerte -sobre lo cual escribe Zola una página bien bochornosa para los rueneses, al referir el entierro casi solitario del autor de Madama Bovary-. Los domingos, en París, recibía Flaubert una tertulia de amigos literarios, entre los cuales se contaban Edmundo y Julio de Goncourt, Gautier, Feydeau y Taine. Como Flaubert, aunque tan maravilloso descriptor de objetos, no cuidaba de adornar su casa artísticamente, el telón de fondo eran estantes con libros en desorden. En el pequeño cenáculo, que más tarde se aumentó con Daudet, Turguenef y Emilio Zola, desenvolvía a gusto sus ideas paradojales, y se hartaba de repetir que fuera del arte no hay en el mundo sino ignorancia; que Nerón era el hombre culminante del mundo antiguo; que el artista no ha de tener patria ni religión, y que el -42- trabajo artístico -en esto no se engañaba- es el mejor medio de escamotear la vida. En política era conservador, enemigo del jacobinismo, que tan donosamente retrató en el boticario Homais, y la caída del Imperio -nos dice uno de sus biógrafos- le pareció el fin del mundo.
A su alrededor iban agrupándose las grandes figuras del naturalismo, teniéndole por maestro y guía, aunque nunca pretendió serlo, y hasta lo rehusó terminantemente. Parece que por entonces, después de la guerra, le atacó el tedio de los solterones, y echaba de menos el calor del hogar, una esposa, hijos. En sus últimos años, sufrió quebrantos económicos, por haber venido en ayuda, generosamente, al marido de su sobrina. Para remediarle, le dieron un empleíllo en una Biblioteca, fue cuanto debió al Estado. No quiso ser de la Academia; apenas le condecoraron con una cruz sencilla, de la cual acabó por renegar. Todavía hay que añadir a estas sucintas noticias, que padeció tremendos accesos nerviosos acompañados4 de síncope, y que murió, según unos, de epilepsia, y según otros, de apoplejía, cuando se disponía a venir a París para dar a las prensas BouvardyPécuchet, su obra póstuma.
Hay que considerar en Flaubert una dualidad, persistente toda la vida, y que él reconoció; el romántico por naturaleza, y el naturalista, sin est...

Índice

  1. El naturalismo (La literatura francesa moderna III)
  2. Copyright
  3. Dedication
  4. - I -
  5. - II -
  6. - III -
  7. - IV -
  8. - V -
  9. - VI -
  10. - VII -
  11. - VIII -
  12. - IX -
  13. - X -
  14. - XI -
  15. - XII -
  16. - XIII -
  17. - XIV -
  18. - XV -
  19. - XVI -
  20. Epílogo
  21. Sobre El naturalismo (La literatura francesa moderna III)