Episodios nacionales II. El equipaje del rey José
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Episodios nacionales II. El equipaje del rey José

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Episodios nacionales II. El equipaje del rey José

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El equipaje del rey José es la primera novela de la segunda serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.El "equipaje del rey José" define irónicamente el botín que las tropas francesas robaron (obras de arte, joyas, muebles valiosos y, por supuesto, dinero) en su retirada de la Península ante el empuje de las guerrillas y el ejército mandado por Wellington, principalmente tras la batalla de Vitoria, uno de los últimos episodios de la Guerra de la Independencia.En esta segunda serie de los Episodios Nacionales el protagonista es Salvador Monsalud, que toma el relevo de Gabriel de Araceli en la narración de los sucesos históricos y ficticios. Salvador es un afrancesado, detalle con el que Galdós demuestra su hábil ironía para plantear el relato. Siguiendo a Monsalud seguimos el convoy de los franceses en su huída, acosados por todos los flancos por los guerrilleros y tropas regulares. El "francés" abandonaba definitivamente España. La brava lucha de guerrilleros y soldados (ejércitos español y británico) había dado finalmente sus frutos.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788490072493
Categoría
Littérature
XIX
Cuando se quedó solo, elevó don Fernando de nuevo su pensamiento a Dios. Adquirió con esto cierta tranquilidad, cierto reposo emanado de la profunda convicción de su inmensa desgracia, y aceptando aquella amargura se engrandecía a sus propios ojos. La fogosidad de su imaginación llevábale a compararse con los colosos de infortunio, pero superándolos a todos: tan pronto recordaba a Job de la antigüedad hebraica, como a Edipo, de los tiempos heroicos, y hasta en sus coloquios, en sus alegatos ora tiernos, ora coléricos con la divinidad se les parecía.
Después de un instante de estupor contemplativo sintió anhelo vivísimo de comunicar a alguien la congoja de su alma, y se acordó de su amigo Respaldiza, cuya voz había oído poco antes al través del tabique sin hacerle caso. La endeble pared consistía en un armazón de maderas y adobes, cubierta a trechos de viejísimo yeso, que formaba en sus irregulares claros y fajas al modo de un fantástico mapa. Por diversas partes, y principalmente junto al suelo, había muchos agujeros por donde podían pasar el ruido y la claridad, pero no objeto alguno de más grueso que un dedo. Golpeó don Fernando el tabique, diciendo:
—Señor don Aparicio, señor Respaldiza, ¿está usted ahí?
El cura contestó desde la otra parte:
—Sí, señor don Fernando, aquí estoy más muerto que vivo. ¿Con quién hablaba usted?... ¿Hay esperanzas de salvación? Me parece que trataba usted con Salvadorcillo Monsalud... Es mal sujeto, no hay que fiarse mucho de él.
—Amigo Respaldiza —dijo Garrote sentándose en el suelo y apoyando su rostro en la pared, junto a un sitio donde menudeaban las grietas—. Acérquese usted a este sitio donde me encuentro, y óigame. Tengo que hablarle.
—Ya estoy... ¿Hay esperanzas de escapatoria?
—No hay que pensar en escaparse, señor cura. Nuestra muerte es inevitable.
—¡Oh! ¡Dios mío Jesucristo! —exclamó Respaldiza con voz desfigurada por la aflicción y el llanto—. ¿Qué hemos hecho para tan triste fin?... ¿Pero no será posible intentar?... Echemos abajo este tabique; juntémonos, y entre los dos ejecutaremos algo ingenioso para salir de aquí.
—Es difícil. Por mi parte no intentaré nada para salvar esta miserable vida, que es para mí el más horroroso peso. ¡Somos muy pecadores!
—Yo no tanto... ¿pero es posible que no logremos...? ¡Oh! Desde aquí siento los aullidos de esos lobos carniceros, de esos demonios del infierno que nos guardan. Están borrachos, y parece como que bailan y juegan.
—No nos ocupemos de nuestros enemigos, y pensemos en la salvación de nuestras almas —dijo con unción don Fernando—. Señor Respaldiza, usted es sacerdote.
—Sí, sacerdote soy —repuso con desesperación el clérigo—, y como sacerdote, digo que esto es una gran picardía, una gran infamia, un asesinato horrendo. ¡Ya se las verán con Dios!
—Usted es sacerdote —añadió don Fernando— y un buen sacerdote, piadoso, instruido, aunque ahora caigo en que no cuadraba muy bien a su estado tener tan buena puntería; pero sea lo que quiera, usted es un hombre de bien, y un sacerdote cristiano, a cuyas manos baja Dios en el santo oficio de la Misa.
—Sí, sí.
—Pues bien, siendo usted sacerdote y yo pecador, quiero confesarme en esta hora suprema; quiero confesarme, sí, después de treinta y tantos años de impenitencia.
Prolongado silencio anunció el estupor del sacerdote.
—¿No me contesta usted? —preguntó impaciente Navarro.
—¡Confesarse!... Linda ocasión ha escogido usted... Sobre que todavía puede ser que nos indulten.
—No hay que esperar tal cosa. Seamos dignos de nosotros mismos, y muramos como caballeros cristianos.
—¡Morir, morir! —repitió angustiosamente el cura.
Retembló el tabique con sordo estampido. La cabeza de Respaldiza había chocado violentamente contra él.
—Señor don Aparicio —dijo don Fernando después de una pausa—, he visto a Dios.
—¿A Dios?... ¿Dónde, amigo mío, dónde?
—Aquí, aquí mismo en este oscuro calabozo. He visto pasar ante mí también mi vida entera, y me han ocurrido cosas que espantarán a usted en cuanto se las refiera.
—¡Es singular! ¡Ver a Dios y no pedirle que nos sacara de aquí!... ¡Ah! usted tiene razón, seamos piadosos y buenos cristianos en esta hora suprema, único medio de que Dios nos favorezca. Chillar y jurar con desesperación en estos trances no es propio del espíritu cristiano. Recemos, señor don Fernando, oremos humildemente con toda la compostura y devoción posibles. No se me olvidó el rosario; aquí está. Pidamos a Dios de todo corazón que...
—Antes conferenciemos un poco —dijo Garrote— pues no solo tengo que revelar a usted secretos muy graves, sino pedirle consejo y parecer sobre algún punto delicado de mi conciencia.
—Ya soy todo oídos.
—Bien sabe usted, venerable amigo, que he sido gran pecador, un hombre disoluto, despreocupado, vicioso, un libertino. Verdad es que jamás me separé de la Iglesia; pero esto no atenúa mis grandes faltas, ¿no es verdad?
—Verdad. Respecto a sus escándalos, amigo Garrote, muchos y grandes han sido en la Puebla. He oído contar horrores; mas nunca me atreví a reprenderle, por ser usted un excelente sujeto y haber tenido conmigo delicadas deferencias. Tratándose de los más humildes feligreses de mi parroquia, sí me atrevía yo a reprenderles sus vicios; pero a un señorón como usted...
—La ley de Dios es igual para todos... Pero vamos adelante. Muchos desafueros cometí, muchas honras atropellé, muchas desdichas causé, y no hubo casa donde yo pusiese mi planta maldita, que al instante no se inficionase con la corrupción y deshonra que llevaba conmigo.
En este tono y con verdadera humildad cristiana prosiguió don Fernando refiriendo sus culpas, sin detenerse en los casos particulares, hasta que llegando al punto capital de su confesión, dijo lo que sigue:
—Pero la más grave de mis faltas, por el cúmulo de circunstancias denigrantes que en ella hubo, fue la deshonra de una doncella de Pipaón, a quien engañé valiéndome de pérfidas astucias impropias de un caballero, sí, pérfidas astucias y torpísimas artes que voy a enumerar una por una, aunque al referirlas, la lengua parece que se me abrasa y el rubor que enciende mi cara es como si una llama la envolviera toda.
Respiró con ansia, y luego refirió lamentables escenas y acontecimientos que omitiremos por no ser de indudable interés para esta historia. Con los ojos cerrados, apoyada la calenturienta sien contra el tabique, entreabierta la boca, la mano izquierda en el suelo para apoyarse y la derecha sobre el corazón, iba contando don Fernando sus execrables ardides, y soltaba las palabras una a una, cual si su arrepentida conciencia se recrease en las torpezas que echaba afuera, para quedarse pura y limpia. Cuando concluyó aquel capítulo bochornoso, oyose la débil voz de Respaldiza que decía:
—Horroroso, infame, execrable es todo eso; pero el arrepentimiento es sincero, y si grandes son las culpas de los hombres, mucho mayor es la misericordia de Dios.
—Nació un niño —dijo don Fernando, cuya alma se iba sublimando a medida que adelantaba la confesión— y aquí vienen nuevas infamias mías, pues sabiendo que la madre y el hijo estaban en la miseria, no me cuidé de socorrerlos. Un día pasé por Pipaón y enseñáronme al muchacho que estaba jugando en las eras. Tenía los zapatos rotos y todo su vestido hecho pedazos. Causome su vista cierta aflicción pasajera; pero nada más: salí de Pipaón aquella misma tarde, y no me volví a acordar de ellos. Por último, después de más de veinte años de olvido, he aquí lo que sucede... Salgo en busca de fabulosas hazañas, y a los pocos pasos mis ilusiones se disipan como el humo... ¡la mano de Dios!... Me traen aquí prisionero, y sin más lances me destinan a morir y me encierran en este calabozo... ¡la mano de Dios!... Luego se presenta un ...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. Libros a la carta