Episodios nacionales I. Napoleón en Chamartín
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Episodios nacionales I. Napoleón en Chamartín

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Episodios nacionales I. Napoleón en Chamartín

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Napoleón en Chamartín es la quinta novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.Narrada por el cronista y personaje principal de estos Episodios Nacionales, Gabriel de Araceli, en esta novela se describe la entrada de Napoleón Bonaparte en Madrid acompañado de su ejército. Una vez ganada la batalla de Bailén el 19 de Julio de 1808, tanto los ciudadanos como los generales del ejército español entraron en una especie de letargo que duró cuatro meses, y la proximidad de los franceses a las puertas de Madrid les obligó a coger las armas y defender otra vez la patria. Benito Pérez Galdós nos describe los acontecimientos acaecidos durante los cuatro meses siguientes al éxito de Bailén, resaltando el desacuerdo que reina entre los generales más destacados de España, entre ellos Castaños, Palafox, Cuesta, Blake y Álava. La ciudad se prepara para resistir pero, como cuenta Gabriel, el 4 de diciembre de 1808 tendrá que rendirse. José I Bonaparte vuelve al trono.Tras la capitulación, Santorcaz es nombrado jefe de alguaciles. Gabriel se entera de que quiere prenderle, y pide ayuda a la Condesa Amaranta para huir de Madrid. Pero al final permanece en la capital para evitar el rapto de su amada Inés, desoyendo los consejos de la condesa.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788490072455
Categoría
Literature
XXVI
Fue detenido el coche en la puerta de San Vicente, abrieron la portezuela, presenté mi carta de seguridad, y después de abrumarme con cumplidos y cortesías, me dejaron pasar. Sufrí nueva detención hacia San Antonio, y una tercera en la puerta de Hierro de cuyas repetidas molestias deduje que era arriesgadísimo salir disfrazado y enteramente imposible sin el documento prescrito. Pero yo pasé el camino felizmente, y ninguno de los que echaron su mirada importuna dentro de mi coche, sospechó el papel que un servidor de ustedes estaba representando.
Yo iba en un estado de agitación indefinible, y la marcha de las mulas me parecía tan desproporcionada a mi febril impaciencia, que sentía impulsos de bajar y correr a pie, creyendo de este modo llegar más pronto. Arrastrado por una ciega e invencible determinación, yo la había formulado en estos términos sencillísimos: «Llegaré, haré por ver a la condesa, informarela de la alevosa intención de don Diego, y partiré después. No es preciso nada más.» Yo no pensaba en dificultades de ninguna clase, y las contrariedades subalternas eran despreciadas entonces por mi impetuosa voluntad. Tampoco atendía en manera alguna a mi proyectada fuga, ni me cuidaba de si iba vestido de esta o de la otra manera. Caer en poder de la policía, una vez llevado a efecto mi pensamiento, me importaba poco.
Por fin, en poco más de una hora llegamos a la plaza de Palacio, donde vi una gran escolta de caballería y muchos coches. El cochero del mío azotó las mulas y las hizo penetrar por la ancha puerta hasta el vestíbulo de donde arranca la gran escalera. Todo lo vi iluminado; todo lleno de guardias españolas y francesas. Una música militar tocaba el himno imperial en la galería que domina la escalera. Napoleón, que había ido a comer con su hermano, estaba allí todavía.
Figuraos que uno se muere y despierta en otro planeta, en otro mundo, encontrándose con forma distinta, en atmósfera diversa, en un medio diferente, donde crecen Fauna y Flora que no se parecen a la Flora y Fauna del mundo donde nació. Esta fue mi impresión: yo estaba aturdido y atontado. Sin embargo, saliendo precipitadamente del coche, pregunté al primer criado que se me apareció por los aposentos del señor marqués de X. En el mismo instante, el lacayo me decía: —Venga vuecencia por aquí, que es en este piso bajo a la izquierda.»
Dos o tres, no sé cuántos se apresuraron a franquearme la entrada, y mi lacayo, entrando delante de mí, dijo a los criados que salían a su encuentro:
—Ya está aquí el señor duque; avisad que ha llegado el señor duque de Arión.
Yo no sé por dónde me llevaron; yo no sé por dónde entré; yo no sé en qué sitio me encontraba; yo solo sé que me vi en un recinto muy alumbrado y caliente, y que el diplomático, estrechándome en sus brazos, exclamaba:
—¡Picarón, gracias a Dios que te vemos!... Pero ¿por qué has venido tan tarde? Ya se ha acabado la comida... ¡Ah, picarón, qué alto estás!
Yo balbucí algunas excusas; pero comprendiendo al punto que era preciso disipar aquel engaño, dije:
—¿No está la señora condesa?
—No ha venido. Estoy solo con mi hija. Pero, chico, no tienes acento francés, y me dijeron que hablabas como un amolador. Ven, ven, al instante te voy a presentar al rey José, que tanto desea verte. Ahí está el Emperador. ¡Albricias!... Ha convenido en que su hermano vuelva a ser Rey de España, y ya están zanjadas todas las diferencias. Conque ven... ven... Pero primo, ¿cómo es eso? —añadió examinando mi traje—. ¿Cómo no has venido de etiqueta? Pues oiga... también te has venido sin relojes... Pues ¿y tus cruces, y tu Legión de Honor, tu Cristo de Portugal, y tu Carlos III, y tu San Mauricio y San Lázaro, y tu Águila Negra?
—Déjese usted de bromas —repliqué sin poder disimular mi impaciencia—. Ahora vengo para un asunto urgente y del cual depende...
—¿La suerte de Europa? —dijo interrumpiéndome—. Corro, corro al instante a ponerlo en conocimiento de Urquijo. ¿Vienes del cuartel general? ¿Ha llegado allí algún correo de Francia con noticias del Austria?
—No, no es eso —repuse sin atreverme a disipar el engaño—. ¿Pero dice usted que no está aquí mi señora la condesa?
—¿Tu prima? Esta tarde la esperábamos; pero debía pasar por la Moncloa a ver a su madrina, y como ésta se halla in articulo mortis, presumo que Amaranta y mi hermana habrán determinado quedarse allí toda la noche. ¿Vienes tú de Madrid, o directamente de Chamartín?
—Siento mucho —manifesté con la mayor zozobra— que no esté aquí la señora condesa.
—Te presentaré a mi hija, ven. Pues es lástima que no hayas venido de etiqueta. Verdad es que tú tienes familiaridad con el Emperador, y si te anuncias, puedes pasar a verle con ese traje... Pero dime, ¿qué noticias traes? ¿Ha llegado algún correo al cuartel general? A que me he salido yo con la mía... ¿apostamos a que el Austria?... A mí puedes contármelo. Ya sabes que el Emperador me consulta todo... Pero chico, ¿sabes que tienes una arrogante figura? A mí me habían dicho que eras... así... un poco cargado de espaldas y... la nariz chata, y un ojo un poco... pero no... veo que me habían engañado. Eres mejor de lo que yo suponía, y lo que es tu cara... casi juraría que no me es desconocida... pues... que te he visto en alguna parte.
Estábamos en un lujoso salón, con magníficos muebles alhajado. Sentíase ruido de voces en las habitaciones inmediatas; pero allí no había nadie más que nosotros dos. El diplomático, asiendo las solapas de mi casaquín, me sacudía, me sofocaba...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. XXIX
  32. Libros a la carta