Relatos
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Relatos

  1. 70 páginas
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Horacio Quiroga es, para muchos, elEdgar Allan Poede habla hispana. Sin embargo, a diferencia de Edgar Allan Poe, que tanto influyó en él, Quiroga dejó muy pronto de buscar lo extraordinario en el ámbito de lo fantasmagórico y lo grotesco para perseguirlo en el campo de lo real, de lo cotidiano. Sus historias siempre se caracterizaron por reflejar vidas trágicas, con grandes pérdidas de seres queridos ehistorias de amor sin finales felices.El estilo de Quiroga está al servicio de la brevedad, la intensidad y la tensión. El escritor uruguayo sostenía que el cuento debía ser: «una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar en el blanco. Cuantas mariposas trataran de posarse sobre ella paraadornar su vuelo, no conseguirían sino entorpecerlo».EnDecálogo del perfecto cuentista, publicado en este volumen deRelatos de Horacio Quiroga, Quiroga aplica sus diez mandamientos que definen, de manera tajante, cómo se llega a ser insuperable en el arte de producir o más bien crear, tal como él mismo lo dice, cuentos.El propio Quiroga señala la importancia de la brevedad del relato y su concepción de la importancia de escribir con un objetivo claro y una meta delimitada acerca del contenido mismo del cuento. La inspiración pasa a un segundo plano, para dar paso a la producción, a la capacidad del escritor de elaborar los mundos textuales, ya preconcebidos. Asimismo, apunta que cada relato debe tener prefijado lo que ha de contener, pues todo término debe poseer una función específica.Para Quiroga, el relato es una maquinaria perfectamente estructurada, en la cual no sobran ni faltan piezas.En esta edición deRelatos de Horacio Quiroga, junto conDecálogo del perfecto cuentistahemos incluidos otras narraciones con el propósito de ofrecer una muestra lo más amplia posible de la producción quiroguiana. Les dejamos un comentario de algunos de ellos: «La gallina degollada» narra la historia de un matrimonio, Mazzini-Ferraz, que tiene cuatro hijos que, tras sufrir de meningitis de pequeños, quedan afectados con severas incapacidades físicas y mentales. El matrimonio desgraciado tiene la fortuna de tener una hija sana, pero la felicidad dura poco en su hogar. La posibilidad de que la herencia biológica haya podido ser el motivo de la discapacidad de sus hijos, provoca en la relación entre los dos cónyuges un progresivo deterioro. Detrás de esta historia está latente el naturalismo determinista de finales del siglo XIX, una corriente literaria a la que Quiroga no permaneció ajeno.«El desierto» contiene numerosos elementos autobiográficos. La situación del protagonista, un hombre que tras enviudar queda a cargo de sus hijos pequeños en un entorno selvático, es análoga a la que vivió Quiroga tras el suicidio de su primera esposa.«El hombre muerto» un personaje anónimo se resiste a admitir su fin con una actitud de rebeldía mental.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2012
ISBN
9788498978353

El desierto

La canoa se deslizaba costeando el bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del remero y subían hasta el cenit. El hombre conocía bastante bien su río, para no ignorar dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar entre tacuaras punzantes o pajonales podridos, que en su propio puertito. Y Subercasaux no iba solo en la canoa.

La atmósfera estaba cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro, se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas, sonaban en la canoa algunas gotas.
Subercasaux alzó los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno.
Lluvia para toda la noche —pensó. Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían mudos en popa:
—Pónganse las capas —dijo brevemente—. Y sujétense bien.
En efecto, la canoa avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo, Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr verlo.
Bordeando literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez, grandes, aisladas y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión de atmósfera.
—Sujétense bien —repitió Subercasaux a sus dos acompañantes—. Ya hemos llegado.
En efecto, acababa de entrever la escotadura de su puerto. Con dos vigorosas remadas lanzó la canoa sobre la greda, y mientras sujetaba la embarcación al piquete, sus dos silenciosos acompañantes saltaban a tierra, la que a pesar de la oscuridad se distinguía bien, por hallarse cubierta de miríadas de gusanillos luminosos que hacían ondular el piso con sus fuegos rojos y verdes.
Hasta lo alto de la barranca, que los tres viajeros treparon bajo la lluvia, por fin uniforme y maciza, la arcilla empapada fosforeció. Pero luego las tinieblas los aislaron de nuevo; y entre ellas, la búsqueda del sulky que habían dejado caído sobre las varas.
La frase hecha: «No se ve ni las manos puestas bajo los ojos», es exacta. Y en tales noches, el momentáneo fulgor de un fósforo no tiene otra utilidad que apretar enseguida la tiniebla mareante, hasta hacernos perder el equilibrio.
Hallaron, sin embargo, el sulkv, mas no el caballo. Y dejando de guardia junto a una rueda a sus dos acompañantes, que, inmóviles bajo el capuchón caído, crepitaban de lluvia, Subercasaux fue espinándose hasta el fondo de la picada, donde halló a su caballo naturalmente enredado en las riendas.
No había Subercasaux empleado mas de veinte minutos en buscar y traer al animal; pero cuando al orientarse en las cercanías del sulky con un:
—¿Están ahí, chiquitos? —oyó:
—Sí, piapiá.
Subercasaux se dio por primera vez cuenta exacta, en esa noche, de que los dos compañeros que había abandonado a la noche y a la lluvia eran sus dos hijos, de cinco y seis años, cuyas cabezas no alcanzaban al cubo de la rueda, y que, juntitos y chorreando esperaban tranquilos a que su padre volviera.
Regresaban por fin a casa, contentos y charlando. Pasados los instantes de inquietud o peligro, la voz de Subercasaux era muy distinta de aquella con que hablaba a sus chiquitos cuando debía dirigirse a ellos como a hombres. Su voz había bajado dos tonos; y nadie hubiera creído allí, al oír la ternura de las voces, que quien reía entonces con las criaturas era el mismo hombre de acento duro y breve de media hora antes. Y quienes en verdad dialogaban ahora eran Subercasaux y su chica, pues el varoncito —el menor— se había dormido en las rodillas del padre.
Subercasaux se levantaba generalmente al aclarar; y aunque lo hacía sin ruido, sabía bien que en el cuarto inmediato su chico, tan madrugador como él, hacía rato que estaba con los ojos abiertos esperando sentir a su padre para levantarse. Y comenzaba entonces la invariable fórmula de saludo matinal de uno a otro cuarto:
—¡Buen día, piapiá!
—¡Buen día, mi hijito querido!
—¡Buen día, piapiacito adorado!
—¡Buen día, corderito sin mancha!
—¡Buen día, ratoncito sin cola!
—¡Coaticito mío!
—¡Piapiá tatucito!
—¡Carita de gato!
—¡Colita de víbora!
Y en este pintoresco estilo, un buen rato más. Hasta que, ya vestidos, se iban a tomar café bajo las palmeras en tanto que la mujercita continuaba durmiendo como una piedra, hasta que el Sol en la cara la despertaba.
Subercasaux, con sus dos chiquitos, hechura suya en sentimientos y educación, se consideraba el padre más feliz de la tierra. Pero lo había conseguido a costa de dolores más duros de los que suelen conocer los hombres casados.
Bruscamente, como sobrevienen las cosas que no se conciben por su aterradora injusticia, Subercasaux perdió a su mujer. Quedó de pronto solo, con dos criaturas que apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada clavo y cada pincelada en la pared eran un agudo recuerdo de compartida felicidad.
Supo al día siguiente al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar.
Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus trajes de ciudad. Y esa misma tarde supo, por fin, lo que es retener en los brazos, deshecho al fin de sollozos, a una criatura que pugna por desasirse para ir a jugar con el chico de la cocinera.
Duro, terriblemente duro aquello... Pero ahora reía con sus dos cachorros que formaban con él una sola persona, dado el modo curioso como Subercasaux educaba a sus hijos.
Las criaturas, en efecto, no temían a la oscuridad, ni a la soledad, ni a nada de lo que constituye el terror de los bebés criados entre las polleras de la madre. Más de una vez, la noche cayó sin que Subercasaux hubiera vuelto del río, y las criaturas encendieron el farol de viento a esperarlo sin inquietud. O se despertaban solos en medio de una furiosa tormenta que los enceguecía a través de los vidrios, para volverse a dormir enseguida, seguros y confiados en el regreso de papá.
No temía a nada, sino a lo que su padre les advertía debían temer; y en primer grado, naturalmente, figuraban las víboras. Aunque libres, respirando salud y deteniéndose a mirarlo todo con sus grandes ojos de cachorros alegres, no hubieran sabido qué hacer un instante sin la compañía del padre. Pero si éste, al salir, les advertía que iba a estar tal tiempo ausente, los chicos se quedaban entonces contentos a jugar entre ellos. De igual modo, si en sus mutuas y largas andanzas por el monte o el río, Subercasaux debía alejarse minutos u horas, ellos improvisaban enseguida un juego, y lo aguardaban indefectiblemente en el mismo lugar, pagando así, con ciega y alegre obediencia, la confianza que en ellos depositaba su padre.
Galopaban a caballo por su cuenta, y esto desde que el varoncito tenía cuatro años. Conocían perfectamente —como toda criatura libre— el alcance de sus fuerzas, y jamás lo sobrepasaban. Llegaban a veces, solos, hasta el Yabebirí, al acantilado de arenisca rosa.
—Cerciórense bien del terreno, y siéntense después —le había dicho su padre.
El acantilado se alza perpendicular a veinte metros de un agua profunda y umbría que refresca las grietas de su base. Allá arriba, diminutos, los chicos de Subercasaux se aproximaban tanteando las piedras con el pie. Y seguros, por fin, se sentaban a dejar jugar las sandalias sobre el abismo.
Naturalmente, todo esto lo había conquistado Subercasaux en etapas sucesivas y con las correspondientes angustias.
—Un día se mata un chico —decíase—. Y por el resto de mis días pasaré preguntán...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Manual del perfecto cuentista
  4. Decálogo del perfecto cuentista
  5. La gallina degollada
  6. El hombre muerto
  7. Una historia inmoral
  8. El desierto
  9. Una noche de edén
  10. El vampiro
  11. Juan Darién
  12. Libros a la carta