Viajes por Europa
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Antes de morir, José Enrique Rodó (1871-1917) visitó Europa y escribióViajes por Europa. Estuvo en Portugal y se interesó en las relaciones de ese país con Hispanoamérica, estuvo también en España y alabó la laboriosidad catalana.Visita Italia pues quería verificar sobre el terreno que los mensajes de sus célebres libros americanistas marcaban la pertenencia a la ciudadanía espiritual de la antigua Roma, clásica y cristiana.«Dentro de una unidad nacional tan característica y enérgica, Italia ofrece la más interesante y copiosa variedad de aspectos y maneras que pueblo alguno pueda presentar a la atención del viajero; y esta variedad se manifiesta por la armonía, verdaderamente única, de sus ciudades. No hay en el mundo nación de tantas ciudades como Italia. Grandes naciones existen que no cuentan una sola ciudad; grandes naciones con capitales populosas y desbordantes de animación y de riqueza. Porque una «ciudad» es un valor espiritual, una fisonomía colectiva, un carácter persistente y creador. La ciudad puede ser grande o pequeña, rica o pobre, activa o estática; pero se la reconoce en que tiene un espíritu, en que realiza una idea, y en que esa idea y ese espíritu relacionan armoniosamente cuanto en ella se hace, desde la forma en que se ordenan las piedras hasta el tono con que hablan los hombres.»Fragmento del textoSe detiene luego en Barcelona y hace un memorable retrato literario de la ciudad y de su gente: «Soberbia y bella es, ¿quién lo duda? la Barcelona moderna. Mirando de la altura del Valvidriera o del Tibidabo donde solía ir por las tardes, domínase, en vasto panorama, la tendida metrópoli, y aparecen en conjunto la magnitud de su desenvolvimiento y la magnificencia de su edificación, en que profusas luces responden a la caída de las sombras, como un inmenso asalto de cocuyos. De las dos ciudades que pueden disputarle el principado del Mediterráneo y que he visto después: Marsellay Génova, la provenzal me pareció más populosa y activa; la ligur, de más típica originalidad; pero Barcelona es más pulcra, más primorosa, más «compuesta». Confieso, sin embargo, que lo que preferentemente ha cautivado mi atención en la moderna Barcelona no es la arrogancia monumental, ni los esplendores de la calle, sino aquellas cosas, de modesta apariencia, que dan testimonio de la actividad espiritual de las generaciones vivas.»Viajes por Europa es otro de los libros de viajes de latinoamericanos por Europa y el mundo que hemos publicado. Esta obra de José Enrique Rodó es también su testamento intelectual. En ella cumple, al final de su vida, su deseo de conocer el Viejo Continente y entenderlo.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788490076163
Categoría
Historia
El nacionalismo catalán
Un interesante problema político
I
El movimiento patriótico catalanista, a que aludía en mi artículo anterior, es bien poco conocido en América. Por lo general, se le atribuye allí una importancia y una extensión muy inferiores a las que tiene en realidad. Esta consideración, de decisiva fuerza periodística, y el interés que me había despertado la impresión directa y viva del problema, al oír a quienes lo exponían con calor de alma, como actores en él, me persuadieron desde el primer momento a tomarlo como objeto de una de estas crónicas y a procurar las fuentes de información más apropiadas para trasmitir a mis lectores exacta idea del que es, sin duda, uno de los aspectos principales de la actualidad española.
No estaba en Barcelona Cambó, pero hablé con hombres de representación semejante, entre ellos uno de los más conspicuos oradores de la diputación catalanista, jurisconsulto de grandes prestigios: el señor Ventosa y Calvell.1 No desdeño, por otra parte, la opinión de los anónimos; promuevo la conversación en el café y en la rambla; busco algún libro, hojeo algún folleto de combate, atiendo a lo que dicen los diarios... Y con lo que leo, con lo que oigo y con lo que induzco, forjo para los fines de mi crónica, un interlocutor ideal, a quien haré converger las preguntas que a muchos he propuesto, y en quien me atrevo a esperar que quedará fielmente reflejado el sentido común del catalanismo.
—¿Cuál es, pues, la significación y el alcance de ese movimiento? ¿Cuáles han sido sus orígenes? ¿Cuál es su posición actual? ¿Cuáles las resistencias que provoca...?
—Para darse cuenta cabal de nuestro espíritu y nuestras reivindicaciones —me dice mi interlocutor—; para comprender por qué y en qué sentido se habla hoy de «nacionalismo catalán», debe empezarse por apartar la falsedad corriente que identifica la «nacionalidad», el ser «personal» y característico de un pueblo, con su realización política en Estado aparte. La nacionalidad no es el Estado. La existencia de la nacionalidad, que es un hecho natural, vivaz, permanente, superior al querer de los hombres, imposible de modificar por la virtud de los pactos o por la sanción de las batallas, no puede confundirse nunca con la existencia del Estado, que es un hecho convencional, rectificable, fortuito, expuesto a todos los sofismas de la iniquidad y a todas las sinrazones de la fuerza. Una colectividad humana a la que se haya quitado el derecho de gobernarse a sí propia, que haya quedado, siglos enteros, bajo la planta del conquistador; mientras conserve su carácter, sus tradiciones, sus costumbres, todo aquello que espiritualmente la determina y diferencia, es una nacionalidad oprimida, pero es una nacionalidad. Corresponde, pues, este nombre a todas las grandes unidades sociales que, al través de la irrecusable prueba del tiempo, demuestran una personalidad común suficientemente firme y vigorosa para separarlas netamente de las demás.
Esta personalidad se manifiesta por el pensamiento, por el arte, por la conciencia jurídica, por la vida doméstica, por las disposiciones y formas de trabajo. Considerada a la luz de tal criterio, la España actual, que es un Estado único, no es, ni con mucho, una única nacionalidad, sino un mal armonizado conjunto de nacionalidades. Alrededor de la hegemonía de Castilla, que razones de transitoria oportunidad justificaron o explicaron a su hora, conviven pueblos distintos, a quienes la tutela castellana ha privado políticamente de su autonomía, pero no ha podido despojar de su naturaleza y su carácter. Cataluña, que dentro de la actual organización española no constituye siquiera una unidad administrativa, es, clarísimamente, una unidad histórica, étnica, viviente; una unidad espiritual, creadora de un idioma y un derecho, inspiradora de un arte, que atestiguan las obras de sus arquitectos y de sus poetas. Es, pues, consiéntalo o no la voluntad de los hombres, una «nacionalidad». «Nacionalismo» llamamos hoy a lo que ayer «regionalismo», y está mejor llamado. Veinte siglos de invasiones extrañas, de sucesivos yugos, de imposición de ajenas formas de vida, no han sido suficientes a sofocar la energía pertinaz y rebelde de este principio de originalidad que hay en nosotros. Él reapareció, vencedor, tras la conquista romana, y él renace, más pujante que nunca, después de la obra unificadora de Castilla. Puesto que esa originalidad no tiene aún su satisfacción y complemento en la autonomía política, que se nos niega, y en la espontaneidad jurídica, que en parte se nos ha arrebatado, afirmamos ser una nacionalidad oprimida. Y puesto que no nos conformamos con que alcance a nuestros hijos la falta de esos bienes, tendemos a reivindicarlos. La legislación no es la vida de los pueblos, pero la única legislación que concuerda con su vida es aquella que ha nacido históricamente de ellos mismos, y no de imitación ni de abstracción. El Estado no es la nacionalidad, pero cada nacionalidad requiere, para su desenvolvimiento, tener su Estado propio. Considere usted estos principios y verá cuán alto se levanta su concepto de nuestra protesta sobre la idea de una agitación declamatoria y vulgar. En un periódico de Buenos Aires, un escritor de nota pretendía caracterizar, no ha mucho, nuestro movimiento regional considerándolo como un egoísmo colectivo. Nada más ajeno de justicia. Nuestro fin es patriótico, pero nuestra razón es humana. Nosotros afirmamos el derecho de las nacionalidades, en nuestra aspiración de autonomía, como lo afirmamos en el fuerismo de los «bizkaitarras» y en las reivindicaciones de los campesinos gallegos. Como lo afirmaríamos igualmente en Irlanda, en Alsacia, en Polonia, donde quiera que exista una entidad nacional sacrificada a la unidad de un Estado opresor...
Pregunto si este movimiento de ideas procede de largo tiempo atrás.
—Todo lo contrario —me contestan—. El nacionalismo catalán es un movimiento recientísimo, es un hecho de ayer. En lo que tiene de renacimiento espiritual, de reintegración de una cultura, alcanzan sus orígenes a la primera mitad del siglo XIX. Pero, en lo que tiene de tendencia, de reivindicación política, apenas hay señales de él de treinta años a esta parte. Nadie lo diría al comprobar hoy su arraigo profundo y su fuerza avasalladora. Y es que, en realidad, no se trata de un espíritu esencialmente nuevo, sino de la reanimación de una poderosísima corriente secular que pasó por largo desmayo y recobra ahora su empuje. ¿No es el Tucutunemo, ese río de Venezuela que, ya desenvuelto e impetuoso, se soterra durante cierto trecho, y reaparece de súbito, con más caudal y brío que antes? Tal podría ser la imagen de nuestro sentimiento nacional. Mantuvimos, durante centenares de años, una personalidad social enteramente nuestra, en instituciones y costumbres, en arte, en derecho; una personalidad tan característica, tan fuerte, tan inconfundible con la de la nacionalidad castellana, como pudo tenerla el mismo Portugal, aun cuando no la hicimos culminar nosotros en emancipación política. Esta personalidad era consciente de sí y manifestaba el orgullo de sus fueros y de sus peculiaridades. Luego, la mina material que nos trajo el Descubrimiento de América, la obra de centralización política realizada por los primeros Barbones, y la influencia niveladora y pseudoclásica del siglo XVIII en toda materia de cultura, nos apartaron de nuestro cauce, nos despojaron de cuanto teníamos de original, y durante largo tiempo pareció como que nos resignábamos con nuestra suerte.
—El primer anuncio de nuestro despertar, después de tan triste decadencia, se relaciona con aquella universal emulación por los estudios históricos, que, desde los albores del pasado siglo, produjo la revolución romántica. El romanticismo, difundiendo el amor a la tradición y el respeto de la genialidad artística original de cada pueblo, nos volvió a la devoción de nuestras vejeces, de nuestras reliquias, de cuanto en el pergamino o en la piedra, nos hablaba de nuestro pasado. Como la visión de la Italia redimida, como el sueño de la patria germánica, nuestro ideal patriótico empezó por ser un motivo de anyoranza poética y sentimental. Renovábamos las ceremonias de los Juegos Florales; aprendíamos historias de trovadores y cruzados, y visitábamos los monasterios semiderruidos, o nos deleitaban las estampas que trazaba el lápiz de nuestros dibujantes para el Álbum pintoresco de España. Pero, al cabo, este divagar entre ruinas, este remover de legajos, este tararear de aires antiguos, plácida cosecha espiritual, dio su fermento de energía. Lo que pudo parecer extática contemplación de poetas o inocente recreo de anticuarios, se convirtió en el impulso iniciador de la más trascendental revolución de conciencia que jamás se habrá presentado en nuestra historia. El contacto con la tradición había despertado en nuestro pueblo el sentimiento de su personalidad adormida; había hecho repercutir en sus entrañas el grito de guerra de sus generaciones muertas. Y dirigiéndonos hacia el pasado fue como tomamos el camino del porvenir. Llegamos a nuestro Oriente por el Occidente. Pronto a los tonos de la leyenda y de la elegía se mezclaron notas de más vibrante resonancia. Aribau cantó de Cataluña con valentía de himno. Hombres nuevos recibían desde la cuna un temple de alma enteramente distinto del que había hecho posible el apocamiento «provincial». La patria no fue ya solo un miraje de los corazones; tendió a ser, cada vez más, una afirmación de las voluntades, una reflexiva y activa concepción de los destinos comunes. Se habló, por primera vez, de autonomía, de regionalismo, del derecho a reponer la legislación tradicional, del deber de cultivar la lengua propia. Las resistencias que pretendieron detener en su arranque este impulso irresistible no hicieron sino exacerbarlo y espolearlo. A los esfuerzos individuales sucedió el espíritu de asociación. La juventud universitaria se organizó, en 1887, con el «Centre Escolar Catalanista». Escritores como Muntañola, como Almirall, como Prat de la Riva, como Durán y Ventosa, propagaban las ideas que hoy son fondo común de nuestro pensamiento patriótico. En 1892 se intentó dar a las aspiraciones regionales su primera fórmula orgánica con las «Bases de Manresa».
Pero la ocasión en que la corriente de catalanismo se desató por entero fue aquel profundo y saludable estremecimiento que provocó en el ánimo de los pueblos españoles la desastrosa guerra de Cuba. De la borrasca de protestas, indignaciones, repugnancias, sonrojos y reproches, que tal fin del imperio colonial castellano desencadenó en la Península, salió corroborado y entonado el sentimiento de nuestras reivindicaciones propias. Otra oportunidad memorable de nuestra propaganda fue, hace pocos años, la discusión de la «ley de mancomunidades», por la que se autorizaba a dos o más provincias de la monarquía a pactar, para determinados fines, algo como una confederación occidental. Hoy, definitivamente orientados en ideas y propósitos, representamos la casi unánime opinión de Cataluña. El porvenir es claramente nuestro. Somos mucho más que un partido: somos una conciencia nacional en acción...
Manifiesto el deseo de precisar lo que se me ha indicado de paso sobre la faz jurídica del catalanismo.
—Uno de los caracteres —me dicen—, que mejor confirman la existencia de nuestra personalidad nacional, es, en efecto, la posesión de una originalidad jurídica bien determinada y constante. Fácil es señalar algunas de las particularidades en que se revela. La institución del hereu, del mayorazgo, que, considerada abstractamente, puede parecer injusta y perniciosa, pero que responde a un sentimiento de conservación patrimonial, de continuidad de la «casa», profundamente arraigado en el corazón de nuestro pueblo; la institución de la enfiteusis, desenvuelta en nuestra vida agraria con formas peculiares, que facilitan el problema de la propiedad territorial; la amplia libertad testamentaria, muchos otros rasgos característicos de nuestra tradición civil, concurren a demostrar la persistencia de un sentido jurídico original y propio. Como brotado de las entrañas de la nacionalidad, y no de la convención de legistas y codificadores, nuestro derecho es esencialmente consuetudinario. Todo su espíritu podría contenerse en la sentencia de nuestra sabiduría popular: tractes rompen lleys. No pretendemos, por tanto, que sea un modelo universalmente aceptable: él es bueno en nosotros y para nosotros. Y como tal, queremos recobrarlo en su tradicional integridad. Esta moderna superstición de la simetría, que, según dijo Ángel Ganivet, domina «desde el trazado de las calles hasta el trazado de las leyes», vino un día en auxilio de la política centralizadora, y se hizo la unificación jurídica de España, abatiendo toda originalidad y todo carácter. A la legislación foral, orgánica y viva, que cada pueblo se había dado en el tiempo, sucedieron los códigos unificados, obra regular de la razón dialéctica. Si algún elemento histórico se mezclaba en esa reforma al criterio puramente razonador, ese elemento histórico era el de la legislación de Castilla, adaptada violentamente a nuestro medio. Propósito tan fuera de lugar co...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Al concluir el año
  4. Ciudades con alma
  5. Una impresión de Roma
  6. Los gatos en la Columna Trajana
  7. Tívoli
  8. Nápoles la española
  9. Capri
  10. Y bien, formas divinas...
  11. Recuerdos de Pisa
  12. Anécdotas de la guerra...
  13. La literatura posterior a la guerra
  14. Una entrevista con Bernardino Machado
  15. En Barcelona
  16. El nacionalismo catalán
  17. Libros a la carta