La palma rota
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La palma rota

  1. 31 páginas
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La palma rota

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Información del libro

La palma rota es una novela de corte lírico del autor Gabriel Miró. En ella, el escritor arma un juego literario a través del personaje de Aurelio Guzmán, un soñador a la manera del Quijote de Cervantes, sumido en las mismas ensoñaciones y a quien le espera un duro choque con la realidad cuando empiece a trabajar en una peluquería para ayudar a su amigo, el señor Gráez, que pasa penurias económicas. Aurelio sueña con trabajar en la empresa de almanaques del señor Gráez e imagina para sí un futuro brillante, pero la dura realidad le deparará otros derroteros.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726508949
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

- III -

Pasmábanse en Aduero de que Gráez hubiese recibido en otros tiempos el crisma de la gloria. ¿Era éste el solicitado de opulentos y de príncipes de los grandes pueblos, cuando allí se le veía remoto a toda magnificencia, prefiriendo la compañía de un hombre demasiado mozo y escritor sin fama, por añadidura? Porque el maestro buscó la amistad de Guzmán sin medianero que les acercase o hiciese la presentación. Guzmán fumaba y leía. La rancia fámula le avisó la llegada de un peregrino señor. Y apareció Gráez.
Aurelio le contemplaba amorosamente; la frente del anciano tenía majestad, su cabellera romanticismo, y sus ojos sabiduría y ternura.
-Soy Gráez, el violoncellista.
-¡Maestro!
-Y he venido porque sé su soledad, porque le he leído y le quiero.
-¡Pero si esto es inmenso!
Los dos artistas se abrazaron.
-¡Qué alegría, qué fuerza, qué infantilidad en lo más hondo de mi vida! ¡Oh, maestro, ya ve usted cómo los hombres pudieran ser felices con sólo amarse!
Después tuvo Aurelio que leerle cuartillas de su libro futuro. La grande y penetradora ventura de saberse escuchado, de sentir el acercamiento de aquella alma, apagose en lo más efusivo de la santa lección.
-¡Me da vergüenza; hoy no debo leer! ¡Si usted supiera lo que me distrae...! Pasé el día imaginando un medio, un arbitrio para ganar dinero. Dicen que no soy rico. Y asómbrese: ¡voy a hacer un Almanaque de anuncios!
-¡Un Almanaque anunciador! -y el maestro miraba, dolido y admirado, a ese hombre-niño que él creía lejos de toda preocupación grosera. Piadoso le hizo delicadamente el ofrecimiento de su abundante medianía.
-¡Ni pensarlo!
Además, necesitaba y deseaba mostrar su talento práctico. Estaba decidido. Entonces, el viejo, recordando su pretérita vida de puericias e inquietudes bohemias, gritó con ardimiento:
¡Pues yo seré colaborador de ese glorioso Almanaque!
-¡Usted, maestro!
-¿Qué es preciso hacer?
-Lograr anuncios.
-¡Pues vamos de portal en portal de mercaderes!
Y sonó el estruendo de sus carcajadas. Fuera, la buena mujer, se persigna con susto.
Ya en las calles, aquella efusión y aquel continuo exclamar y reír de los ilusos, prendían el comento y la burla.
-¿Por cuál tienda comenzamos? -preguntó Gráez.
Vieron cerca la muestra y la mampara, galanas y vistosas, de una peluquería, frecuentada en otra época por Aurelio. Era el salón de suprema elegancia de Aduero.
-Voy a pasar; pero usted, no, maestro. Aquí conozco, y teniéndole delante no sabría negociar. Espéreme en ese banco.
Consintió el músico. Y Guzmán avanzó solo. Vibró el timbre. Nada más estaban los oficiales y el dueño.
-¡Don Aurelio! ¡Usted por mi casa!
-¡Don Aurelio, Dios le guarde!
Don Aurelio había perdido todo su humorismo.
-Pues... yo venía, amigo mío...
El dueño lo sentó; dio una orden con los ojos a un menudo aprendiz, que miraba codicioso la espesa y rebelde cabellera de Guzmán. El rapaz marchose, y luego trajo los largos algodones para el cuello, el paño para los Hombros, la fazaleja gruesa y velluda; y todo recién planchado y plegado.
Sentíase Aurelio atado reciamente por timidez tosca, pesada, como de labrador. Y muy cohibido, dijo:
-¿Me permite? Le confieso que yo no...
-Comprendido. Ya sé; conozco todos los gustos. No tocamos el cabello. ¿No es eso? Bien. Venga agua tibia.
-Tampoco quisiera...
-Como usted guste. Entonces, agua fría. Muchos la prefieren.
Y Aurelio, vencido, diciéndose del sandio y mentecato, entregose a todo el talante de su primer cliente, y murmuró:
-¡Aféiteme, y haga de mí lo que quiera!
Lo celebró y tuvo el dueño por suma complacencia de Guzmán. Y le habló de política, de toros y de escándalos... Después presentole billetes de rifas y de lotería de Navidad.
Tentose los bolsillos el escritor. Aun llevaba el lápiz entre sus dedos, apercibido para las notas de su almanaque. Traía seis pesetas, y las dio en pago de servicio y de lotes, que regaló a los mismos rifadores.
Las cuidadas cabezas de los peluqueros se abatieron al salir el arbitrista.
Juntos ya Gráez y Aurelio, pidiole aquél noticias con risueña mirada. Pero el escritor no decía palabra.
-Qué, y el negocio, ¿principió triunfalmente?
-¡Oh, maestro! ¡Me han afeitado, y gracias que no me raparon!
Y quitados de todo pensamiento de anuncios y ganancias, buscaron la serenidad del ancho valle.
* * *
Andaban por las blandas veredas y lindes de los huertos. En el pálido ambiente de crepúsculo se deshacían cantos de alondras. De las balsas y acequias surgía un fresco ruido y un aliento de agua y olor de abundancia. Cruzaron tierras añojales, secas y encendidas, que terminaban junto a los sembrados. Lejos vieron destacarse dos siluetas.
Fijose el músico, y afirmó:
-Vienen hacia nuestra senda el ingeniero y su hija.
A la vez don Luis, que había reparado en ellos, decía:
-Uno es Gráez.
-¡Gráez acompañado; no es posible!
-Digo que es Gráez. ¡Los ojos cansados distinguen en lo lejano, en todo lo lejano!
Pronto se reunieron.
-¡Nos ha abandonado ya, maestro! -reprochaba Luisa al viejo Gráez.
-¡Señor violoncellista, señor violoncellista! -decía el ingeniero, moviendo su cabeza.
-¡Esta criatura tiene la culpa!
El escritor abrazó a don Luis.
-Yo de usted me acuerdo siempre con grandísimo cariño. Siendo muy chico, en su casa y desde la calle, no me cansaba de verle trabajar en sus planos, llenos de misterio para mí.
Hablaron del pasado.
-Usted... o tú, tú, ¿verdad? Tú debes tener la misma edad que Alfredo.
-Yo tengo veinticinco años.
Y Luisa, que iba delante con Gráez, pensó, melancólicamente:
«¡Le llevo siete años!».
-¿Qué me dices de mi amigo, de mi único amigo? -le preguntaba el músico.
-¿De quién?
-De Aurelio.
-Gracias por lo de único.
-¿Y el libro suyo que te dejé?
-¿Le digo la verdad?
-¡Claro que la verdad!
-No lo he leído.
-Muchas gracias.
-Estamos en paz.
-¿Qué pasa, qué contienda es ésa? -les gritó don Luis.
Volviose Gráez.
-Esta hija es irreductible. ¡Aurelio, dígale a Luisa que no sea así!
-Pero maestro, si yo no sé cómo es. Además, que sea como ella quiera. ¡Da lástima que las almas se retuerzan!
Travieso y apresurado el sendero se deslizaba, como si le hubiesen empujado, a la orilla de un hondón praderoso, y luego corría por bancales llanos junto a un margen alto y largo encrespado de cactos y zarzamoras. El grupo se deshizo en lenta hila. Detúvose Luisa y contempló, ladeando gentilmente la cabeza, el muro bravío de ramaje.
-Allá, en lo alto, quedan tres moras; ¿las veis?
-¡Las últimas! -exclamó Gráez-. ¡Ellas tendrán todos los jugos de la mata!
-¡Pues vamos a cogerlas! -propuso el escritor. No era posible, le advirtieron. Las defendían altitud y pinchas feroces. Pero Aurelio, agarrándose de un recio mugrón de vid, trepó infantil y audaz, hendiendo una ola de zarzas que se estremecía recrujiendo.
Gritábanle que bajase, y él locamente subía.
-¿Quiere usted venir, o subo por usted? -le dijo ya serio el músico.
-¡Suba, suba!
Y continuó entrándose por la espesura. Ramas enemigas, espinosas, le ceñían como sierpes todo su cuerpo, le llegaban al cuello, asían de la fronda de su cabeza, le ocultaban, le ahogaban. El sombrero del novelista, un sencillo fieltro obscuro, rodó por un cardizal. Las manos de Luisa lo ampararon; suaves tocaron donde ciñe la frente, y pareciole aspirar algo de la vida de aquel hombre. Guzmán seguía riéndose y quejándose del dolor y sujeción de los abrazos de espinas. Su traje sonaba como si lo aserrasen las erizadas varas. Pudo doblar la rama deseada y conseguir los frutos. Cayó a la senda con las manos y mejillas arañadas y ensangrentadas.
-Es usted mucho más loco que yo lo fui a sus años -decíale Gráez, limpiándole el cabello y la frente.
Y Aurelio, rendido, preguntó:
-Aquí están las moras. ¿Es usted, Luisa, quien las pidió?
-Yo las he visto, pero no las pedí. ¡Pero Dios mío, qué manos se ha hecho usted! -Y la voz de la mujer ondulaba de ternura-. La corbata se le ha desceñido... ¡Venga, venga aquí!...
Dócilmente le presentó Guzmán su pecho. Y las manos de la mujer, pálidas y graciosas, anudaron la negra chalina del artista.
-¡En casa le reconoceré todos esos cortes y arañazos, porque le advierto que soy una curandera habilísima!... Pero, ¿por qué es usted de ese modo tan...?
-¿Le desagrada?
-No es eso, sino que prefiero los temperamentos más tranquilos, más iguales...
-Entonces no nos semejamos en nada. Lo siento por usted.
Llegados a la casa del ingeniero quiso despedirse el escritor, y los dos ancianos no le dejaron, forzándole a subir.
Dispuso el padre que preparasen agua calentada para lavar suavemente las huellas de sangre que tenía en las mejillas y en las manos el artista.
Luisa prendió la luz de la lámpara de la retirada estancia, cuyas ventanas se abrían a la llanura verde y pomposa.
Seria y callada la doncella, parecía olvidada de la promesa de curarle. Y Gráez llevole al novelista, que presentó sus manos a la mirada de Luisa.
Ella las tomó con las suyas largas, blancas, como de un tibio alabastro. Tenía inclinada la cabeza, y el herido aspiraba, con ansia de que le penetrase hasta el corazón, la fragancia de limpieza, de distinción y castidad que subía de los negros cabellos y de los hombros de la mujer.
-¿Le duele? ¿Le lastimo? -susurraba,...

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