Obras
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Manuel Díaz Rodríguez (1868-1927) es un novelista venezolano. Su narrativa constituye uno de los momentos de mayor vigor y robustez en la literatura de su país. Aunque no cultivó la lírica, Manuel Díaz Rodríguez figuró entre los más militantes modernistas de Venezuela.Sus primeros libros, como Confidencias de Psiquis (Caracas, 1896), Sensaciones de viaje(París, 1896) donde se incluye el artículo «Alrededor de Nápoles», publicado anteriormente en El Cojo Ilustrado, en el cual se manifiesta su distanciamiento modernista, De mis romerías (Caracas, 1898), Cuentos de color (Caracas, 1899), son libros esencialmente literarios. Sin más tentativa de mensaje que el del deslumbramiento del artista ante Europa, principalmente ante París y el paisaje italiano.Los libros que publica después corresponden a la época de su vida en que este empieza a participar activamente en la vida política de su país.Sus libros de viajes, el conflicto del desarrollo plasmado en sus novelas, su marcado preciosismo y estilismo, el hondo psicologismo de su narrativa, inyectan a la literatura venezolana de su época un aire de vigencia y universalidad en momentos en que esta se encontraba todavía circunscrita al movimiento costumbrista.Este volumen de las Obras de Manuel Díaz Rodríguez contiene textos vivaces. En ellos el escritor venezolano, figura central del modernismo hispanoamericano, participa en numerosas polémicas. Defiende el modernismo y debate con los tradicionalistas ylos científicos deterministas de su época.A continuación incluimos el índice de este volumen que, acaso, ayuden al lector a hacerse una idea de su contenido: - Tic- Las ovejas y las rosas del padre Serafín- Música bárbara- Ensayos- Sobre el modernismo- Alrededor de Nápoles- Alma de viajero

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2020
ISBN
9788490074305
Categoría
Historia
Música bárbara
En una mañana dejaba de sentarse muy cerca de la estación pequeña como de pueblo, formada de un cafetucho con su indispensable mesa de billar y de unos cuantos metros de andén en forma cuadrilátera, hacia uno de cuyos ángulos había, sirviendo de pie a un farol, una grotesca figura femenina, groseramente esculpida y pintarrajeada en un burdo trozo de leño. Ya iba a sentarse a la sombra de los cocales, en la estancia que, a la derecha de la estación, y a uno y otro lado de la vía, dilata sus trémulas tiendas de verdura; ya sentado en una acera de la calle que, bajando con suave declive de la aldea, atraviesa en la estacióncita el camino del ferrocarril y acaba en el mar junto al barracón de los baños, calentaba su impávido rostro de ciego en la ruda caricia de Sol inmisericorde. Siempre, en uno u otro sitio, asistía al paso del tren de la mañana, que, rumbo a la capital, sube del puerto. Y siempre, al paso del tren, su actitud, por lo ordinario inexpresiva, se alteraba. Las más de las veces, como si su mayor enemigo, inaccesible a su venganza, pasara en alguno de sus vagones, extendía el brazo en la dirección del tren y lo amenazaba con el puño. Al mismo tiempo, su rostro se contraía en un gesto de cólera y sus labios exhalaban incoherentes frases de ira. Pero otras veces, en lugar de un gesto de cólera, su rostro asumía la expresión de un desdén implacable cuando sus labios no se ocupaban en arrojar al sesgo escupitinas violentas y ruidosas, como en signo del desprecio más profundo.
Desaparecido el tren, acallado el rumor de su marcha, se desvanecía por ensalmo, en la cara del ciego, el gesto despectivo o el rictus de la cólera. Por encima de su rala barba oscura, en la bruna palidez de sus mejillas y en sus muertos ojos inmóviles, predominaba entonces, como enantes, la resignada tristeza dulce de un nazareno. Tenazmente abiertos, en ataraxia mortal, sus ojos parecían clavarse a lo lejos, con enfermiza delectación, en un solo punto fijo. ¿Tendía, en medio de sus tinieblas, como a un faro, a un punto memorable de la costa? Quizá meditaba, simplemente, o simplemente veía con frescos ojos internos el paisaje familiar que, por delante de él, bajaba hacia la playa, coronado de penachos infinitos y vestidos de perenne verdor, a recamarse de espumas. Entre aquellos árboles, uveros de la playa, cocoteros y mameyes, había muchos camaradas de su niñez, viejos cómplices de sus escapatorias infantiles. Los cocoteros en especial, aparecían evocados, ante los ojos de su imaginación, con una brusca viveza de líneas, a estilo de aguafuerte. Alguno, cuyo tronco iba, elegante y sutil, a fenecer en el centro de su corona de palmas, parecía aspirar a la impecable arquitectura y soberbia esbeltez del chaguaramo, su pariente armonioso. Otros, casi a flor de tierra se encorvaban, para enderezarse de nuevo, no muy lejos de la cúspide, semejando un brazo de lira. Otros, como si al ascender vacilasen, trazaban dos curvas contrarias, fingiendo una ese, o bien resueltamente se arqueaban en una sola curva hasta la cima, representando el asa de un ánfora tosca. Muchos, después de erguirse, petulantes y fieros, amenazaban caer de su propia cima, desplomándose a la rica pesadumbre de sus nueces deleitables. Y de entre aquellas siluetas de árboles, de todo aquel tierno y cálido paisaje de su juventud, volaban los recuerdos a posarse, como una bandada de pájaros de gayos colores inverosímiles, en las alas desfallecientes, llenas de resquebrajaduras, de su humilde sombrero de cogollo. Se veía de granuja, con los hijos de su padrino, y otros chicuelos de su edad, corriendo a comer uvas de playa, después de haberse hartado, en las estancias vecinas, de robar cocos y mameyes. Se veía, ya adolescente, ebrio de solo vivir, penetrando en el misterio del amor como en un bosque perfumado. Se veía ... Pero de pronto cesaba de ver: se borraba el paisaje interior, y como si ya en las pobres alas desmazaladas del sombrero de cogollo no se pudieran afianzar, se desbandaban, alzando el vuelo, todos los pájaros de colores inverosímiles.
Volvía a la realidad, asistiendo a un grito premioso de estómago, o a causa del acto inconsciente y habitual con que su mano diestra solía, palpando el casi inútil bolsillo sorprender a una sucia moneda de cobre, diciendo el desesperado soliloquio de la miseria. Y el grito del estómago, o el inconsciente acto investigador de su diestra, lo invitaban a renovar su peregrinación de todos los días detrás de una limosna precaria.
Asiendo del garrote, compañero de sus lamentables romerías, remontaba la calle nueva tirada a cordel hasta los baños, o enfilaba una calle de cocoteros trajinada como una vereda común en cuyo extremo cruzaba a la izquierda por una calle minúscula, para llegar ya dentro del pueblo, adonde la antigua arteria principal de éste limita de un lado la verde plaza de los Almendrones. Al andar, una de sus alpargatas, de color indescifrable, reía de costado con una indiscreta boca perversa, mientras el saco, demasiado ancho y largo para él, se plegaba sobre su cuerpo como una túnica y llegaba a rozarle las rodillas. A veces marchaba hasta la vieja calle real sin que el grito de un pilluelo, ni el rumor de los pasos de un solo transeúnte, le revelasen la existencia del poblado; y entonces, como si confusamente percibiera un mismo destino pesando sobre él y sobre el pueblo de su amor, sentía su alma, sorprendida, empequeñecérsele por dentro, recogérsele de pronto desolada y muda, tan desolada y muda como su pueblo, en otro tiempo rumoroso con la continua algaraza del tráfico.
No lejos de la plaza de los Almendrones, como caminando hacia la iglesia, y a la derecha mano, se alzaba con la pared ennegrecida por la edad y sus ventanales de barrotes de hierro manchados por la herrumbre, la que fue rica vivienda espaciosa de su padrino, la casa donde su infancia rompió a repicar los primeros cascabeles de sus travesuras y donde se abrigaron, como un tropel de gamos revoltosos, los días de su adolescencia. Muerto su padrino, los hijos de éste se dispersaron tierra adentro, por diversos puntos del país, de un solo golpe aventados a las tristezas de la emigración, por la ruina absoluta del padre. Estanciero de Catia la Mar y de Maiquetía, su padrino, como casi todos los cultivadores de la comarca, se vio perdido sin remisión, como por una catástrofe, con la apertura del camino de hierro. Impotente o imprevisor, como los demás de su clase, no pudo o no supo crearse con sus fincas nuevas rentas, cuando el ferrocarril y la inmediata clausura del camino carretero a los largos convoyes bulliciosos, mermaron y extinguieron su renta más limpia y saneada, venida de abastecer las rancherías del pueblo con malojo y otros forrajes de caballos y de mulas. Rápidamente, sobre él, se precipitó la catástrofe. Sus propiedades fueron pasando, una por una, de sus manos, ya ociosas, a manos de usureros. Y la casa de habitación, la última reliquia de su prosperidad, abrió al cabo sus puertas a otras gentes de toda proveniencia y linaje, y, como a sus primeros dueños, las albergó entre sus muros impasibles.
Un cuñado del padrino, hacendado como él, más inteligente o más feliz, había salvado por lo menos del desastre, el mayor desastre histórico del pueblo, algo de su patrimonio, lo suficiente para vivir sin excesiva estrechez y acabar con cierto brillo la educación de su hijo único. Tocado de la manía de sus congéneres de formar doctores, contribuyendo a la propagación de un inmenso y peligroso proletariado de levita, había querido, y lo consiguió, hacer de su hijo un perfecto doctor en leyes. Vivía en aquella misma calle, y el ciego ni una mañana dejaba de entrar casa de él, después de hacer junto al viejo refugio de su infancia huérfana su indispensable estación piadosa. De aquí, para entrar casa del cuñado de su padrino, pasaba a la otra acera en donde no había de recorrer sino un trecho muy corto, a lo largo de la ruinosa tapia verdinegra de un corralón, por sobre la cual venían a ofrecerse a la golosina del transeúnte los blancos racimos de perlas de un caujaro.
Allí, el ciego hallaba todos los días, con un pan y una moneda otra limosna mejor de buenos y amables discursos. Afable y familiarmente como se habla con íntimos iguales, con él conversaban el cuñado y la hermana de su padrino. Esta, sobre todo, lo acogía con una invariable dulzura de abuela. A su «¡alabado sea Dios!» o su «aquí está el ciego», aunque él no faltara nunca, ella le contestaba siempre desde el corredor principal con un «Guá, Benito», impregnado de sorpresa cariñosa. Pequeña, grácil, menuda, llevaba fácilmente sus años numerosos, como una corona imponderable. A veces hasta la hora del almuerzo cosía, apuntaba medias, apuntaba ropa, sentada o más bien hundida en un butacón arcaico, de cómodos brazos amplísimos y espaldar eminente.
—¡Lola! ¡Lola!
—¿Qué quieres, mamá Nena?
—Tráele una silla a Benito.
Y cuando la nietecita traía la silla y el ciego tomaba asiento, reanudaban su diálogo de todos los días Benito y la anciana. Cualquier palabra, una frase cualquiera, les daba ocasión para ocuparse, como lo deseaban, a escondidas, en desenredar y acariciar la dulce madeja de los recuerdos. La abuela, mientras hablaba, movida de cierta volubilidad infantil, seguía en su regazo, con dedos ágiles y rojos nada turbios, a pesar de la vejez, las más finas labores. Entre tanto su marido, el antiguo terrateniente, casi siempre puesto en mangas de camisa en el fondo del patio, regaba plantas algo estrechamente cultivadas en tinas, o conducía por las varas o cañas de un emparrado, poniéndolos en orden, los pámpanos más tiernos.
—¿Qué hay, Benito?
—¿Qué va a haber? ¿Qué va a haber? Náa.
Y el ciego empezaba a quejarse, murmurando y ensartando sus quejas en una letanía monótona. Al principio, como es natural, no se lamentaba sino de su propia miseria. A no ser cuanto le daban ahí y alguna que otra cosa recogida en las calles de la población, de seguro ya lo hubieran encontrado con el doble frío del hambre y de la muerte en su cuartucho de Pariata.
¿Antiguos conocidos? ¡Ah! Si: de cuando en cuando, cada año por la Cuaresma, se tropezaba con el negrito Bruno o con Antonio, que le regalaba una locha o algún medio.
—¿Qué Antonio?
—¡Guá, misia Madalena! ¿Ya no se acuerda de Antonio, aquel isleño grandote, juerto, bisojo, llamado el Chajnelo, que siempre era de mi cuadrilla?
—¡Ah, si! Ya me acuerdo.
—Pues Bruno y él son los que me socorren con algo... Ya en Maiquetía no hay sino pobres, todos semos pobres.
—Tienes razón: se acabaron los ricos.
—Y too, ¿por qué? Por eso, por ese bicho, que Dios confunda.
Cuando Benito decía eso o ese bicho, despreciativamente, señalando con su garrote de araguaney hacia el mar, significaba el ferrocarril, objeto de su odio de rústico simple, y de tanto saberlo, no tenía para qué preguntárselo la anciana.
—Que Dios confunda, sí señora. ¡Ah, caray! Si entuavía no sé qué es lo que me da cuando me acueldo de aquel vagabundito..., aquel muchacho de este pueblo... Sí, señora. ¡Y era de este pueblo el condenao!... ¿Cómo se llamaba? Pues ya ni sé cómo se llamaba. ¡Bien hecho! ¿Usted no se acuelda tampoco? ¡Sí, señora! Aquel vagamundito que andaba tan repugnante y orgulloso porque escribía en los papeles de Caracas. ¡Ay!, si yo lo hubiera cogía por la subía del Paujil... Pues entuavía no sé lo que me da cuando me acueldo de lo que habló el día que inauguraron ese bicho. ¿Se acuelda?, de que si el progreso y que la civilización... ¡Requetesinvergüenza! ¡Hablando contra su pueblo, contra Maiquetía!
—Pero, Benito, ¡si son dos cosas diferentes! La andana, para contestarle, trataba de zurcir un argumento con los retazos de frases vacías de ideas, quedados, en su magín, de una exclusiva lectura de periódicos. Y Benito balanceaba la cabeza en señal de duda:
—¡Güeno! Así será... La civilización... Entonces, la civilización será la desgracia de uno; será quitale a uno su oficio... Porque, vamos a ve: ¿qué sería yo ahora, si Dios no me hubiera apagao los candiles de mis oj...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Tic
  4. Las ovejas y las rosas del padre Serafín
  5. Música bárbara
  6. Ensayos Sobre el modernismo
  7. Alrededor de Nápoles
  8. Alma de viajero
  9. Libros a la carta