¡Viva la República!
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¡Viva la República!

  1. 1,070 páginas
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¡Viva la República!

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Información del libro

¡Viva la República! es una novela histórica del autor Vicente Blasco Ibáñez. Aparecida en un primer momento por entregas, es un relato ficcionado de los momentos más relevantes de la Revolución Francesa, en la que se mezclan personajes relevantes de la política española como Godoy con actores principales del episodio histórico, como Dantón y Marat. Se la considera una obra capital tanto de la novela histórica como del relato de aventuras.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726509304
Categoría
Literature
Categoría
Classics

TOMO I

PRÓLOGO

LA INQUISICIÓN DE SEVILLA

I.

El hecho no ha llegado á conocimiento de la historia, pero no por esto es menos cierto, que en la tarde del primer jueves del mes de Mayo de 1791, el padre Bartolomé Torres, de la orden de dominicos, gran predicador que desde el púlpito ponía en conmoción á toda Sevilla, ilustre teólogo, amigo de todas las personas de algún viso, y el más ardoroso y temible de los inquisidores que formaban el tribunal del Santo Oficio en la ciudad andaluza, estaba de un humor de todos los diablos, circunstancia que no pasó desapercibida á ninguno de los respetables señores que acompañaban al fraile en su diario paseo.
Bueno era el velar por la pureza de la religión y de las tradicionales costumbres, juzgando en el santo tribunal á que pertenecía, pero resultaba algo pesado tener que privarse de asistir en aquella tarde á la tertulia de la marquesa de Medinasol y de saborear sus ricos cangilones de chocolate, para después de la siesta y apenas comenzado el diario y saludable paseo, ir á meterse por unas cuantas horas en el sombrío palacio de la Inquisición y manejar los voluminosos procesos sobre asuntos de fé interrogando á los contados herejes, sobre los cuales, en aquellos pecaminosos tiempos, consentía el poder civil que cayese la garra inquisitorial.
El reverendo dominico, paseó hasta las cinco por la ribera del Guadalquivir con el señor Corregidor y dos oidores de la Audiencia, parándose los cuatro ilustres personajes á contemplar las maniobras de un bergantín francés que debía salir aquella misma noche con cargamento de vino; y al fin, obligado por sus ocupaciones, el inquisidor se separó de sus respetables amigos, después de haberse enterado de las últimas noticias, de la salud de sus magestades, de la privanza cada vez más escandalosa de D. Manuel Godoy y sobre todo, de cómo iban las cosas allá por Francia, desde la muerte de Mirabeau, que acababa de bajar al sepulcro abrumado por el peso de la gloria y extenuado por los desvaríos del vicio.
Cuando el padre Bartolomé llegó á la santa casa, vió abiertas aquellas puertas, chapadas y claveteadas como las de un castillo, cual si fuesen las ocho de la mañana, hora á que acostumbraba diariamente el tribunal despachar sus asuntos.
Los vecinos parecían extrañados de aquel inusitado aparato y adivinaban que iba á tratar el tribunal algún asunto grave, ya que se reunía en hora extraordinaria.
El padre Bartolomé subió á la cámara de juícios y encontró sentados ya ante la negra mesa y bajo el colosal Cristo cubierto por un fúnebre crespón, á sus dos compañeros de tribunal; el Inquisidor general de la provincia, un fraile enjuto, austero y casi imbécil, cuyo cargo codiciaba el recién llegado; y el secretario, otro dominico insignificante, que sólo mostraba cierta distinción consignando las declaraciones del modo que más perjudicase á los procesados.
La cámara de juícios era grande y destartalada, no había en ella más asientos que los sillones del estrado y un banquillo de pino para los acusados, lustroso por el roce de una porción de generaciones de infelices, y á pesar de que por las abiertas rejas entraban los rayos de un hermoso sol y el ambiente estaba impregnado del tibio beso de la primavera, junto al estrado se veía un gran brasero, sin duda porque haciéndose todo en aquella casa conforme á tradicional rutina, no había llegado la fecha marcada para retirar el fuego; y allí continuaba éste, aunque la temperatura obligase á abrir las ventanas.
En todo aquel edificio parecía notarse un aire de vejez y cansancio, como si transparentase el verdadero estado de la institución que albergaba, la cual, á pesar de la protección de la Monarquía y de la Iglesia, languidecía y agonizaba herida de muerte por el progreso y por el nuevo espíritu de la nación, que era incompatible con los barbarismos inquisitoriales.
—¡Que Dios guarde á vuestras reverencias!—exclamó el padre Bartolomé al entrar en la sala, dirigiéndose á sus compañeros.
—El oiga á vuestra paternidad—contestó el Inquisidor general.—Vuesa merced ha sido más perezoso que nosotros: sin duda le dolía dejar la buena compañía del señor Corregidor y demás amigos, que siempre son los primeros en saber las noticias interesantes. ¿Y qué hay de novedades? Hable vuesa merced, pues debe estar bien enterado. ¿Cómo van las cosas de Francia? ¿Aún sigue ese país tan dado á los diablos?
El padre Bartolomé, subiendo al estrado, se había arrellanado en su sillón y oía con gran complacencia estas preguntas, que halagaban su presunción de persona bien enterada.
—¡Oh, la Francia! ¡La Francia!—decía afectando la entonación del hombre que dice verdades de trascendencia—allá todo va de mal en peor. La marea revolucionaria sube rápidamente; Luís XVI se ve prisionero en su palacio de las Tullerías y esclavo de una levantisca Asamblea; y para colmo de infortunio, la muerte de Mirabeau ha venido á quitar al pobre monarca las pocas esperanzas que le quedaban de volver las cosas á su primitivo ser y estado.
—Todo eso lo sabíamos ya, padre Bartolomé—dijo el secretario del tribunal.—Lo que deseamos son noticias nuevas, lo último que V. haya oído en el despacho de las gacetas donde se reunen todos los noveleros de la ciudad. ¿Qué hace nuestro muy amado rey en vista de lo que ocurre en Francia? ¿Qué piensa su ministro el señor conde de Floridablanca?
—En punto á esto no me faltan tampoco noticias. El conde de Floridablanca se ocupa de que las aduanas registren con la mayor escrupulosidad cuantos objetos lleguen de Francia, para evitar de este modo que entren en España los numerosos impresos que escritos en castellano envían los infernales clubs de París, para propagar en nuestra patria sus diabólicas doctrinas. Las disposiciones del ministro resultan muy acertadas, pues tanto en la frontera como en varios puertos, se han recogido miles de periódicos y de folletos, en los cuales, los malditos jacobinos exponen sus ideas. Aqui mismo en Sevilla, han sido decomisados algunos de esos impresos, y el señor Corregidor ha tenido la amabilidad de dejarme leer uno, aunque exigiéndome la mayor reserva.
Los dos frailes, al oir estas palabras de su compañero, mostraban en sus ojos la viva curiosidad que los dominaba.
—¿Quieren vuestras paternidades saber lo que decía la hoja revolucionaria? Eran cosas horribles. El periódico llevaba el título de El Amigo del Pueblo, y lo escribe, según me dijo el señor Corregidor, un tal Marat, médico loco, que pide en lo que yo he leído, el exterminio de todos los reyes y el establecimiento de la República.
El secretario abrió la boca como espantado por las últimas palabras, pero el Inquisidor general, más franco ó menos instruído, no tuvo reparo en preguntar:
—¡La República! ¿Y qué es eso, padre Bartolomé? ¿Qué significa la tal palabreja? Nunca la he hallado en los tratados de teología.
—¡Qué ha de encontrar vuestra paternidad! Eso de la República es una herejía nueva, ó más bien dicho, resucitada, pues ya se conoció en otros tiempos; allá entre griegos y romanos. La República es, como si dijéramos, puro salvajismo. Figúrese vuestra paternidad que matan el día de mañana (Dios no lo quiera) á nuestro amado rey el señor D. Carlos IV; que echan del reino á su sagrada familia; que acaban para siempre los títulos de nobleza; que suprimen este santo tribunal y quedan los hombres en libertad para decir cuantas herejías se les ocurran; que nos suprimen á los frailes; que un duque es igual á un labrador; que un zapatero puede por el voto de sus conciudadanos llegar á primer magistrado de la nación y que todos, pequeños y grandes, aprenden á leer y á escribir y que se enteran en los libros de una porción de cosas que no les importan; pues eso es la República.
—¡Qué barbaridad!—exclamó escandalizado el Inquisidor general.—Parece imposible que en un pueblo cristiano haya gente que crea en tales monstruosidades. Afortunadamente los que desean la República serán pocos en Francia.
—Se engaña vuestra paternidad. El maldito jacobinismo se ha apoderado completamente de los franceses y ascienden ya á millones los enemigos del rey: En cuanto á su audacia diabólica no hay que hablar, pues ya recordarán vuesas mercedes lo ocurrido el mes pasado en Aranjuez, donde el respetable conde de Floridablanca fué herido por el puñal de un energúmeno que los clubs de París habían enviado contra él.
—Fué el tal atentado un hecho monstruoso—observó el padre secretario,—pero el autor ya recibió su castigo, pues hace dos semanas fué ahorcado en Madrid. ¡Diabólico hereje resultó el tal francés! Murió sin querer recibir los auxilios de la religión, y tan empedernido era, que no consintió en declarar quiénes eran sus cómplices, por más que se le dió tormento y se emplearon todos los medios para hacerle cantar.
—Algo tiene que ver ese asunto—dijo el Inquisidor general—con el que vamos á tratar esta tarde en sesión extraordinaria. Sepan vuestras paternidades, que el buen servicio de Dios y del rey, es lo que me ha obligado á convocarles con tanta urgencia. Han llegado órdenes de Madrid para que despachemos prontamente todas las causas de carácter político ó religioso que sean de nuestra competencia, pues el Gobierno, para aterrorizar á los malditos jacobinos é impedir la repetición de atentados como el que sufrió el conde de Floridablanca, desea hacer un escarmiento. Además, yo tengo buenos amigos en la corte, que me han hecho saber que en ella se vería con mucho gusto el que adoptásemos medidas enérgicas contra esa propaganda revolucionaria que viene del otro lado de los Pirineos. Así me lo ha dicho mi amigo D. Manuel Godoy.
—¡Ah! ¡El protegido de la reina doña María Luísa, que Dios guarde!
—Sí; el mismo. Un joven de grandes prendas y brillante porvenir, á quien Dios ha dotado de una mano de oro para tocar la guitarra, embelesando con esto á nuestra bondadosa reina. Ya sabe vuestra paternidad que con menos condiciones hay quien ha llegado á ministro.
—No dudo que ese joven llegará á gran altura y pronto solicitaré de vuestra paternidad que me recomiende á la benevolencia del señor Godoy.
El padre Bartolomé se había arrellanado en un sillón de cuero, adoptando la actitud del hombre que está dispuesto á resistir un pesado trabajo.
—¿Y qué asunto, padre general, es el que vamos á despachar esta tarde?
—El proceso de Félix Guzmán, ese mozalvete lenguaraz, impío y revolucionario, que tanto escándalo produjo hace poco en las tertulias de Sevilla, exponiendo sus ideas endemoniadas. Es un hombre peligroso.
—Ya me figuraba que el tal sujeto sería el reo de esta tarde. Le conozco bien. Su padre es un aventurero, un mala cabeza, que después de servir en el ejército, se fué á Francia, donde en la actualidad creo que es teniente coronel y alborota mucho en el club de los jacobinos, siempre unido á ese infernal Marat, de quien es grande amigote. No ha sacado mal hijo: de tal palo tal astilla. Además, dicho mocito tiene aquí á su tío el marqués de Tilly, el cual, si no es un revolucionario y un hereje, resulta tan revoltoso como su hermano y su sobrino y aprovecha todos los motines que ocurren en la ciudad, para dar libre expansión á su genio levantisco y amigo de agitaciones.
—Eso es, padre Bartolomé: conoce vuesa merced bien al tal sujeto. El joven Félix Guzmán, perdió á su madre siendo muy niño, y privado de su padre, que abandonó España hace ya unos ocho años, se ha criado en Granada, al lado de su abuela, y cuando hace medio año lo arrojaron de la Universidad por las doctrinas ateas y disolventes que iba propagando entre sus compañeros, vino á Sevilla á vivir á la sombra de su tío el revoltoso marqués. Los padres inquisidores de Granada le tuvieron alguna consideración en vista de su juventud y de que el escándalo no fué grande, pero aquí ya sabe vuestra paternidad el descaro con que ha procedido y que ha hecho necesaria la intervención de nuestra bondadosa autoridad. Hace ya dos semanas que le tenemos en los calabozos de abajo. Si quiere vuestra paternidad hojear los autos, aquí los tiene.
Y al decir esto, el Inquisidor general golpeaba con su huesuda mano un abultado cuaderno que tenía sobre la mesa.
—No es necesario; conozco el proceso—contestó el padre Bartolomé.—He seguido paso á paso todas las diligencias; he oído á todos los testigos que secretamente vinieron á declarar contra él y sé por los mismos que le escucharon, lo que ese muchacho, en tertulias dignas del mayor respeto, ha dicho contra la religión y contra el rey. Además he examinado los libros y papeles que se encontraron en su casa y cuyo texto no puede ser más horrendo y espeluznante. Son impresos que contaminan de pecado y que deben ir al fuego tan pronto como termine esta causa.
—Perfectamente: veo que vuestra paternidad conoce bien el proceso y por lo tanto procederemos inmediatamente al examen de Guzmán.
—Una palabra, padre general,—interrumpió el secretario con marcada inquietud.—¿No habíamos quedado hace un rato en que antes de examinar á ese hereje tomaríamos el chocolate? Con un loco asi, el interrogatorio puede prolongarse mucho y no es justo que sacrifiquemos nuestros estómagos por un pecador tan despreciable.
Los dos frailes aprobaron, moviendo sus cabezas y sonriendo placenteramente. Sonó la campanilla del Inquisidor general; acudió un criado, y momentos después, una bandeja de plata con tres humeantes y soberbias tazas, un cestillo de bizcochos y grandes vasos de agua azucarada, descansó sobre la mesa del tribunal.
Los hocicos de los tres inquisidores parecían prolongarse con las excitantes emanaciones del oloroso Caracas.
Reinó el mismo silencio que si estuvieran desempeñando una función sublime, y cuando ya había quedado reducido á la mitad el contenido de los tazones, volvió á entablarse la conversación.
—Ahora mismo subirán al preso—dijo el Inquisidor general.—Hay que prepararse á oir monstruosidades, pues ese jovenzuelo tiene el demonio en el cuerpo y con la mayor desfachatez, sin importarle gran cosa los peligros á que se expone, habla en favor de los enemigos de los reyes y alaba á esos filósofos que escriben contra nuestra santa madre la Iglesia.
—¿Y á qué le parece vuestra paternidad que le condenemos?—preguntó el padre Bartolomé con indiferencia.
—Si se arrepiente de sus errores y jura ser buen católico y adicto á los reyes, seremos misericordiosos con él. Le enviaremos á presidio por toda su vida, no sin antes darle doscientos azotes y hacer que el próximo domingo, vestido de penitente, con una cuerda al cuello, un cirio en la mano y descalzo, oiga la misa mayor en la catedral. Esto sería un edificante espectáculo, capaz de enternecer á las gentes.
—¿Y si persiste en sus errores? Piense vuestra reverencia que esto es lo más probable: conozco bien á ese mozuelo.
—Pues entonces lo ahorcaremos. Es lo más sencillo.
Y los tres frailes siguieron engullendo su chocolate con la misma tranquilidad que si hablasen de cosas insignificantes.
El padre Bartolomé era el único que parecía algo preocupado, y al fin manifestó la idea que le obsesionaba.
—Hace cincuenta años hubiéramos podido quemar á ese muchacho en cualquier plaza de Sevilla, dando con esto un día de fiesta á la población. Es una indignidad que las costumbres pecadoras que se van arraigando en España, nos obliguen á ahorcar á nuestros reos y no nos permitan enviarlos á la hoguera, como en otros felices tiempos.

II.

Félix Guzmán fué sacado de la mazmorra que ocupaba hacía ya quince días, y andando con la lentitud propia de quien tiene entumecidas las piernas por la humedad y la inercia que se sufre en un estrecho y profundo calabozo, atravesó las subterráneas galerías, rozando las puertas de otros compartimientos tan obscuros y miserables como el suyo y dentro de los cuales no sonaba ruído alguno.
Aquellas frías mortajas de piedra, que en otro tiempo habían guardado á tantos infelices, estaban ahora deshabitadas en su mayor parte. La Inquisición á fines del pasado siglo, iba ya de capa caída. Parecía avergonzada, en el seno de una sociedad que aunque muy lentamente iba emancipándose; no se atrevía á ejercer una vigilancia tan contínua é irritante como en anteriores siglos, y sólo de tarde en tarde, daba señales de existencia, animando su furia con un extremecimiento galvánico y cargando sobre los apóstoles, que la regeneración social iniciada en Francia, encontraba en nuestra patria.
El joven prisionero, en su marcha por aquel subterráneo, iba precedido por un carcelero que llevaba un gran farol, cuya macilenta luz apenas si lograba disipar la densa sombra del camino. Dos viejos con rostros de facinerosos y más aire de contrabandistas que de ayudantes del Santo Oficio, cerraban la marcha ll...

Índice

  1. ¡Viva la República!
  2. Copyright
  3. TOMO I
  4. TOMO II
  5. EPÍLOGO.
  6. LA MARSELLESA.
  7. Sobre ¡Viva la República!