El vuelo del tigre
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El vuelo del tigre

  1. 90 páginas
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El vuelo del tigre

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Información del libro

En Hualacato, pueblito ficticio del noroeste argentino, los habitantes perdieron todas sus libertades. Nabu, un «percusionista» que se escuda en su obligación de cumplir órdenes, fue designado como el salvador de la familia Aballay, a quien estos deben aceptar de buen grado para evitar represalias. Cuando les prohíbe la comunicación entre los propios miembros de la familia, los Aballay se ven forzados a crear un código secreto de sonidos, señas y gestos para lograr sobrevivir a los castigos físicos y psicológicos.Daniel Moyano comenzó a escribir esta historia en Argentina los días previos al golpe de Estado de 1976, en un clima de violencia estatal y represión política; pero ese primer borrador nunca vio la luz: fue enterrado en el fondo de su casa, y la novela, reescrita en Madrid, algunos años después, durante su exilio.De gran riqueza poética, «El vuelo del tigre» es una clara alegoría de los regímenes dictatoriales latinoamericanos. -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726938883
Categoría
Literatura

VII

. . .
Tengo aquí un cable con una serie de disposiciones provisionales beneficiosas para ustedes, según las cuales ésta no es, aparentemente, una familia peligrosa como se pensó al principio y como tal fue considerada. Catalogada ahora como sospechosa simplemente, se suponen algunos cambios sustanciales. Quiere decir en primer término que podrán seguir viviendo en Hualacato y en esta casa como hasta ahora. Aparentemente el delito mayor de ustedes, ha sido su participación en esa huelga de ruidos, cuya peligrosidad, les he demostrado fehacientemente. Lo cual supone una actitud de resistencia que, ustedes lo saben muy bien estamos dispuestos a erradicar cueste lo que cueste. Personalmente opino que la nueva rotulación de sospechosos en vez de peligrosos corresponde más a un rasgo de generosidad que a un análisis frío de la realidad estricta. Para mí ustedes siguen siendo un peligro en potencia. Puedo leerlo en sus caras, en las cosas que se tragan, en la indiferencia absoluta que demuestran para todo. Los objetivos a lograr son muchos y aquí estamos todavía muy lejos de conseguirlos. Recuerden además que ustedes debieron solicitar voluntariamente mi presencia y no lo hicieron, y ese es el pecado capital. De lo contrario estarían viviendo normalmente como la mayoría de la gente en Hualacato. El día que se integren me habré ido. Pero digamos que a partir de ahora, de acuerdo con la nueva rotulación, las relaciones entre ustedes y yo serán menos rigurosas. El cable me autoriza a levantarles provisionalmente la incomunicación. Podrán hablar dentro de ciertos límites, sobre temas generales, sin alzar la voz, ya saben que mis nervios son muy débiles. Pasemos al contenido de este cable, que les advierto no comparto en sus líneas generales. Ustedes tenían dos recreos semanales dentro de la casa. A partir de ahora serán externos. Esto quiere decir que podrán salir al patio y a la huerta dentro de ciertas restricciones fácilmente comprensibles. A partir de la semana próxima usted se reintegrará a su trabajo, un camión de la fábrica vendrá a buscarlo aquí todas las mañanas y lo traerá por la noche. Sus dos hijos mayores también trabajarán ahí, la fábrica ha ampliado sus instalaciones y necesita más gente. Pueden hacer preguntas.
—¿Cuándo será el recreo externo?
—Mañana, a partir de las cinco.
—¿Qué tiempo estará haciendo afuera?
—Espléndido, señora. Escuche: son pájaros que cantan. No, lo mejor va a ser vestir primero a los chicos, así nos dejan preparar todo tranquilas. Y que primero se bañe el abuelo, que no estén los chicos golpeándole la puerta del baño a cada rato. Nosotras mientras tanto podemos ir planchando la ropa. ¿Planchar? Primero hay que buscarla. Si está todo revuelto. Cada inspección las cosas cambian de lugar. Los otros días no encontraba un zapato y estaba en la cocina, entre las papas. Sin contar las que guarda: mi cartera de cuero todavía está con llave en su escritorio desde el día que llegó. Me parece que para el abuelo lo mejor va a ser plancharle la camisa a rayas, y un pulóver por las dudas. Y no hay que olvidarse de los sombreros para todos. El sol puede ser fuerte y es muy peligroso tomarlo de golpe. Tu capelina blanca la he visto muy arrugada debajo de todo en el baúl. Podemos almidonarla y bien planchada te sentará bienotra vez. ¿Qué te parece si me pongo esta solera? Si el sol es muy fuerte, en todo caso llevo la sombrilla. Es la solera que te hizo sacar aquella vez: señora, quítese ese vestido. Es cierto, ya no me acordaba. Entonces me puedo poner el vestido verde. Pero ese es un traje para ir a una fiesta, ¿no te das cuenta que sólo vamos a salir al patio? Para mí es como una fiesta. Y me voy a poner polvo y colorete, sombra de ojos, y me voy a pintar los labios y las uñas. Y la pulsera, aunque sea para ir a regar las plantas. Para el Kico me gustarían los pantalones azul marino que le quedaban tan bien y una camisa blanca manga corta. A mí me parece mejor que se ponga la chomba amarilla, esa con el bolsillo de cocodrilito. Bueno, entonces hay que ir humedeciendo todo eso para plancharlo. Y buscar las sandalias del Cholo, a ver si con el sol se cura de esos hongos. Y no olvidarse de peinar a los chicos, no dejar esas cosas para último momento. Para ellos también va a ser como ir a una fiesta. Y si pudiera llevaría una canasta con bollos y refrescos, como quien va a pasar un día al campo. Él ha dicho que hace un tiempo espléndido. Y si pudiera llevaría un fotógrafo para que nos retrate contentos. El Cholo dice que no debemos demostrar ni alegría ni agradecimiento porque no nos está dando nada que no nos pertenezca; pero no sé, después de tanto tiempo, salir al patio, ver las plantas, el sol, quién va a poder disimular esa alegría. Sila, por favor, ¿podrías peinarme? Hoy no me van a conocer cuando salga por aquella puerta.
Pueden salir, dijo Nabu desde afuera. El Cholo empujó una puerta ya olvidada y de pronto familiar, el clavito que estaba a la derecha todavía allí, la pintura cuarteada, y la mantuvo abierta para que saliera el viejo con sus ruedas. El viejo vio la luz y se tapó los ojos, doloridos. Avance, avance, que los otros también tienen que salir, dijo Nabu. Los chicos, en hilera, se apantallaron los ojos al mismo tiempo. Estaban todos en el centro del patio, amontonados, uno junto a otro como campesinos que llegan a una ciudad desconocida, cuidado con perderse: apantallándose los ojos para mirar entre rápidos pestañeos los árboles, las tapias, los utensilios domésticos como si fueran los grandes edificios de la capital. Qué horterada, pensó el Percusionista al verlos en grupo con esa actitud de foto de Zoológico, tan peinados, como lamidos por los gatos, el ridículo vestido largo de la Coca y su peinado de salón, los chicos como para ir a un desfile, la irremediable cara del Cholo que arruinaría cualquier prenda o color (con smoking o disfrazado de apache sería siempre el mismo), la absurda corbata de moño del viejo, su sombrero de invierno y la cara cortajeada de afeitarse, esa cara de indio con olor a cuero crudo, esos rasgos que, salvo la Coca, se repetían desde el Cholo hasta el Julito. Los miraba por primera vez, como si de golpe descubriera que también eran personas .
—¡Miren la mariposa! —gritó la Coca.
—Como una papirola —dijo uno de los chicos apantallados. Julito, que ese día le tocaron las dos cosas, caminar y ver la luz del sol, se destapó los ojos para mirar pero los cerró enseguida arrugando la nariz. La mariposa desaparecía tras la tapia, era un papel que se llevaba el viento.
—¿Tendré que decirle —dijo Kico a su padre—que quiero ir a la piecita del fondo a buscar la tijera de podar?
—Pienso que no. Si nos ha dado un recreo afuera supongo que es para que nos movamos, no vamos a quedarnos aquí toda la tarde parados como tontos.
Kico salió para el fondo y pasó muy cerca de Nabu, que ocupaba un lugar estratégico similar al centro de la L de la casa, sentado debajo de una sombrilla de su propiedad, echado en una tumbona medio podrida por la intemperie. Hojeaba una revista y no hubo clic cuando pasó el Kico, ni cuando volvió con una hoja de sierra.
—Es todo lo que encontré. Las herramientas están con llave. Le ha puesto llave a todo.
A medida que se acostumbraban a la luz solar y bajaban las manos de los ojos, las cosas interrumpidas aparecían como estatuas en los parques, la carretilla, el techito del gallinero, el limonero, la pared de ladrillo de la piecita, la tapia con sus tres hiladas nuevas que ya iban tomando el color de las otras, las botellas rotas, todas estatuas deformadas por el tiempo, que entre los pestañeos nerviosos provocados por un sol imprevisto recobraban de a poco su antigua forma conocida. Sin deshacer el grupo miraban los objetos señalándolos con un dedo y nombrándolos. La tapia. El portón de madera. El duraznero. Turistas que se bajan del tren y señalan las cosas como tontos, la catedral, el puente, el palacio de los espejos, las estatuas, y ahí se acaba todo, un viaje tan largo para ver tres o cuatro tonterías.
—Ya pueden empezar a cortar yuyos —dijo el Percusionista—. Y si encuentran gatos muertos los entierran.
Eso de que “todo está como era entonces” oído por ahí son mentiras. Las cosas recobran su familiaridad pero son otras. Se mantienen en su apariencia como una forma de piedad pero se han hundido, están en el pasado. Han ido mandando su apariencia hacia el futuro para tratar de mantener una continuidad que ya no tienen. Figuras de un musco de cera o algo parecido. El verdadero objeto ha quedado allá y es irrecuperable. La carretilla que quedó volcada aquella tarde de la noche que llegó el Percusionista ya no existe, aunque esté allí un poco más herrumbrada y en la misma posición. La carretilla verdadera se quedó atrás, interrumpida, y durante todo ese tiempo ha estado mandando su imagen a Hualacato para poder estar en alguna parte y ayudar a mantener una realidad aunque sea ilusoria. Entre la carretilla y él, intuía el Cholo, había un tiempo transcurrido que le faltaba a la vida y a la carretilla, y tanto las carretillas como los hombres existen porque son continuos. El tiempo ha pasado, el mundo se ha movido pasando por un lugar del espacio que no volverá a ocupar jamás. El portón de madera parece ser el mismo. Puras ilusiones, por ese portón no ha vuelto a pasar nunca más el Yeyo, por ejemplo. Ahora esos objetos son como malos negativos, por más trucos de laboratorio que utilicemos nunca lograremos una buena imagen, siempre estará demasiado oscura o demasiado clara. Entre los yuyos blanqueaban esqueletos de gallinas y pollitos. La sed o el hambre, cualquier cosa. A las plumas se las ha llevado el viento. La piecita del fondo, el portón de madera, la carretilla y todo lo demás, son huesos de gallina. La única diferencia está en que las gallinas no pudieron simular continuidad y se cayeron muertas. Son apariencias ilusorias, como esas fotos de los finados que ponen en sus tumbas, y abajo ya no queda ni la madera.
—Cholo, ¿podrías por favor traer la carretilla? Lo mejor va a ser llevar primero al fondo todos estos huesos de gallinas, después cortamos los yuyos y así el Julito podrá caminar más tranquilo. Mientras tanto yo voy regando las plantas —dijo la Coca como si todo estuviera como entonces, mientras el Cholo sentía que la carretilla estaba muerta.
—No quiero tocar esa carretilla. No es la misma de antes —dijo casi con vergüenza viendo los ojos incrédulos de la Coca.
—No puedo comprenderte —dijo ella lamentándose y se quedó esperando una explicación más clara.
—Fue lo último que toqué cuando él llegó —dijo el Cholo tratando de explicar lo que no podía.
—Qué lástima, parece que va a refrescar, debí traer la mañanita —dijo la Coca desenterrando las patas de la carretilla, que enseguida se llenó de chicos.
El viejo, ajeno a los objetos, en un santiamén recorrió la superficie con su silla, apareciendo y desapareciendo tras los matorrales, posado de golpe en los espacio libres que iban dejando los demás al cortar la maleza, bisbiseando y mirando para arriba en busca de sus antiguos pájaros. En vez de impulsar la rueda de la silla con la mano movía una manivela multiplicativa que le permitía deslizarse a una velocidad nada común en ese tipo de sillas, algo que llegó a llamar la atención de Nabu cuando lo vio esquivar piedras y pozos adaptándose a las dificultades del terreno, increíble lo que ese viejo podía hacer con una silla. Con una lata de semillas traída de la piecita o sacada de su propia silla se ponía ridículo agitándola y soplando una cañita, bisbiseando o diciendo esos monosílabos estúpidos que la gente usa para hablarles a los niños. Pero los pájaros no se le acercaban como antes, lo desconocían con ese sombrero de espantapájaros y el absurdo moño de su corbatita.
—Usted —dijo Nabu señalando a Sila—. Vaya y traiga esos libros que hay en la repisa.
En la casa había unos cincuenta libros que no habían leído nunca. Algunos comprados en los quioscos, otros prestados o regalados en cualquier aniversario. Pero de todos modos objetos relacionados con personas y recuerdos. El libro con la historia del navegante solitario era más la cintita azul conque lo trajo de regalo la tía Marcelina, una cinta que todavía andaba por ahí dando vueltas en los baúles.
—Aunque yo no los he leído —dijo el viejo—, y aunque esos libros sean malos, me parece que algo de bueno tendrán.
—Ni siquiera me he fijado en los títulos —dijo Nabu prendiendo el fósforo—. Lo que aquí está quemándose, para bien de ustedes, son ilusiones. Pajaritos.
Julito quedó maravillado al descubrir el mecanismo del fuego. Chillaba de gozo como si se metiera en el mar por primera vez.
—¿Y éste es también un libro malo? —dijo Sila señalando un ejemplar de “La fotografía al alcance de todos” que echaba mucho humo.
—Ya le dije que ni siquiera me fijé en los títulos. Yo no sé si son buenos o malos, ni me importa. ¿Cuántos gatos muertos encontraron?
—Ninguno —dijo el Cholo—. Los gatos nunca mueren en la casa. Cuando están heridos o se sienten muy enfermos van a morir al monte.
—Vengan conmigo —dijo el Percusionista.
Era la primera vez que les daba la espalda. Se miraron asustados, comunicándose por señas, preguntándose, sombra de tía Avelina merodeante.
—Todavía no se han dado cuenta del cambio que significa pasar de la categoría de peligrosos a la de sospechosos. Sospechosos podemos ser todos mientras no demostremos lo contrario. Un peligroso no es redimible Un sospechoso sí. Todavía no he visto alegría en esas caras. Pareciera que no quisieran vivir más en Hualacato. ¿Saben lo que van a hacer ahora? Alegrarse. Recuerden que el primer día les dije que quería ver caras alegres. Y hoy mismo quiero verlas. Ahora. Los recreos han sido pensados para eso. De lo contrario habrá que suprimirlos.
—Así, tan de pronto, parece un poco difícil. Podríamos cantar algo —dijo la Coca.
—No me refería a usted. Hablo especialmente de su marido y sus dos hijos mayores. Primero se visten como para ir a una fiesta. Y después las caras parecen de velorio. A ver usted —le dijo al Cholo—, si es cierto que puede vivir en Hualacato, ¿no sabe zapatear?
—No, señor.
—Vamos, siendo hijo de un hombre como su padre debería saber. O cualquier otra cosa. Todas las personas saben hacer algo fuera de lo común. Esas que se hacen al final de fiestas y reuniones. Canciones, recitados, zapateos, cabriolas, imitación de animales, juegos de magia, qué sé yo, cualquiera de esas cosas.
—No sé nada de eso, no puedo.
—Es una orden.
El Cholo zapateó como pudo, avergonzado de que lo viesen en una situación tan ridícula. Además de no saber, le faltaba la música. Zapateando sin música miraba la carretilla y el portón de madera, la muerte oculta bajo esas formas piadosas, recordaba al Tite muerto apareciendo en un carnaval y se le saltaban las lágrimas. Dos veces dio por terminado el zapateo y las dos veces Nabu le ordenó que siguiera.
—Lo está haciendo muy bien —dijo la Coca.
—Maravilloso —dijo el viejo.
—Dale, viejo, que ya va saliendo —llegaban las voces del Kiko y de la Sila.
De un lado estaba la carretilla, el Tite, el portón carcomido. Él podría irse con esas cosas que quedaron atrás y de vez en cuando mandar su imagen a Hualacato para mantener una ilusión. Para ese lado quería irse el Cholo. De este otro lado estaba la Coca empolvada y los chicos peinados saltando en la carretilla y alentándolo, el Kico y la Sila sin adolescencia mintiendo como ancianos pedagógicos, dale viejo que ya va saliendo, si lo suyo no era zapatear, era un esquivar la vida en forma de lastimadura, era un perder los pajaritos de la cabeza para ver únicamente la lastimadura. El Percusionista tenía razón. Él hasta ahora se había equivocado porque tenía pajaritos, pero ahora los perdía a medida que zapateaba, difícil aprender a zapatear a esta edad pero no hay otra salida los chicos estaban vivos y la Coca empolvada, no lo dejaban irse para el lado del portón carcomido, Nabu también le había puesto llave a la carretilla negándole esa salida, hasta las tumbas tenían un candado, ni adelante ni atrás y entonces qué, y el camión de la fábrica esperándolo en la madrugada para llevarlo a zapatear, el Kico y la Sila sin adolescencia encima del camión para ir a zapatear también, a zapatear todo el mundo desde que llegaron los percusionistas, van a tocar, que de eso no les quepa la menor duda. Ibamos a casa del Yeyo a buscar choclos pero llegaron los percusionistas. Ellos nunca se atrasan, parecen ciclos de la naturaleza, capas geológicas, el celo de los animales; son el lo lamentamos mucho pero no hay remedio, una lluvia oportuna lo hubiera solucionado todo de los enfermeros de la casa de urgencias. Ibamos al casamiento de la tía Francisquita y al final de la fiesta cada uno hacía lo que mejor sabía para estar más contentos, la Coca imitaba a las actrices de moda y el Bocha el canto de los sapos y cada uno con su tema y su alegría, sin saber que vendría Nabu con sus lastimaduras, aunque no haya algodón él opera lo mismo, haremos lo que podamos abriendo la cabeza para extraer los pajaritos de la locura, se salvará el enfermo y podrán verlo zapatear de puro gusto, porque estar vivo no es fácil hay que saber mover los pies adaptarse adaptarse sonreírle a la vida, miren que la Coca ha soltado su pelo y ha pintado sus labios, ella se ha puesto un traje largo y ha venido a una fiesta, y uno ama su propia piel aunque sea una cortina un telón que tapa una lastimadura y uno se da cuenta de todo esto sin dejar de zapatear y no hay músicas que señalen el ritmo, zapatear hasta que alguno diga qué lástima se rompió el juguete y se acabó la historia, vivir es estar en medio de un salón haciendo saltos y cabriolas para demostrar a los invitados que uno sabe hacer algo después de todo, pero deseando al mismo tiempo salir por esa puerta que han cerrado con llave y no queda más remedio que seguir zapateando. Dale viejo, un poco más y encontrarás el ritmo, todavía no te sale bien pero irás aprendiendo, ese paso estuvo bien pero hay otros que no salen todavía, hay tiempo, la vida es larga, no hay que darse por vencido, la carretilla y el portón son cosas engañosas, no te dejes llevar por ellas, un pasito más adelante y podremos viajar todos miren que adelante el coche está vacío, correrse por favor bien apretaditos adelante para que puedan entrar más si no llamamos a la policía, vamos, zapateen, dale Cholo que ya estás en el ritmo y todavía queda tiempo, fuerza fuerza gritan los chicos desde la carretilla, el Cholo se alegra pensando que ha encontrado el ritmo, los demás saben que no es así pero lo callan, dale dale le dicen, pero qué maravilla, se está salvando el Cholo y salvando a los demás es el jefe de la familia, el jefecito entra finalmente en la alegría en la verdad en la lastimadura en el corazón helado del Percusionista, cuando acaba el zapateo ya está adentro.
El Cholo andaba por unas galerías hondas, para atrás. Nada tenía que ver ya con la vida, pero estaba obligado a mantenerla, estaba ahí simplemente para prolongar la vida de los otros. Quizás fuese eso lo que el Percusionista llamaba el ritmo justo. Ya no tenía piel, era una descarnadura todo el cuerpo. Para atrás, mandando su imagen al futuro para que otros pudieran seguir creyendo que el mundo seguía siendo real. Sin embargo lo seguirían llamando Cholo, una palabra que ya no tenía sentido como pasó con la cuchara. Cuchara, ruchaca, characu, cholo, locho, olcho, cualquier cosa y seguir zapateando hasta el final, el suelo que dura más que uno. Y la carne sin piel, ni siquiera poder cubrirse con las manos porque tampoco tenían piel, así en el aire, para atrás, mientras todo marcha bien, todos entrando en el corazón de Nabu. Como de lejos oye can...

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  1. El vuelo del tigre
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