Las calles de Barcelona en 1865. Tomo III
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Las calles de Barcelona en 1865. Tomo III

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Las calles de Barcelona en 1865. Tomo III

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Las calles de Barcelona en 1865 es una obra complementaria a la Historia de Cataluña, que se centra en la ciudad condal y en sus calles, monumentos, personajes y eventos. La guía histórica analiza cada una de las calles importantes de la ciudad y toda la historia que rodea el pasaje. En el segundo tomo se analizan las calles de la R (empezando por Calle de San Rafael) a la Z. El tomo contiene, además, La primavera del último trovador, un compendio de tradiciones, cantos, historias y leyendas.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726687989
Categoría
Histoire

LA PRIMAVERA
DEL ÚLTIMO TROVADOR

(TRADICIONES, CANTOS, HISTORIAS, LEYENDAS)
De esta obrita se han publicado varias ediciones.
Se escribió para el Diario de Barcelona, donde vió por primera vez la luz pública.
La segunda edición apareció en el folletín del periódico La Corona de Aragón.
El periódico El Conceller publicó por folletín la tercera, con algunas variaciones y con el título de Amor á la patria.
Con este mismo título la publicó en Barcelona, formando un tomo de 200 páginas, el editor D. Jaime Jepús, el año 1858.
Formó parte luego de una serie de novelas del autor, publicada por el editor D. Salvador Manero, con el título de Cuentos de mi tierra.
Vuelve hoy á recobrar su primer título al darle lugar en esta colección general de obras del autor.

PREFACIO.

Á D. VICENTE BOIX, CRONISTA DE VALENCIA.
Nuestra patria no debe sólo sus lauros á las armas y á la política constitucional. La literatura y la poesía pueden presentarse orgullosamente, sin temor de ser rechazadas, á recoger su parte en el botín de gloria.
También las letras tuvieron en Cataluña su edad de oro; y si nuestro pendón de las gules barras se hizo rendir homenaje por Córcega, por Calabria, por Sicilia, por el Oriente y por Grecia, nuestra literatura popular escaló una tribuna á cuyo pie se agruparon á oirla las naciones mismas que han marchado á la cabeza de la civilización europea.
La Provenza, el condado de Barcelona, el reino de Valencia y el de Aragón han sido el país clásico de los trovadores que, por espacio de mucho más de dos siglos, ejercieron con sus cantos una influencia poderosa sobre la Europa cristiana.
Las principales naciones tenían, no hay duda, sus cantos de guerra; pero de los trovadores provenzales fué de quienes aprendieron sus cantos de amor.
La Provenza pudiera muy bien decir á la Europa lo que contestó un día Zacarías Werner á Mad. de Staël, que le preguntó quién era:—Yo, señora, soy el catedrático del amor.
Bella es la historia de la poesía provenzal desde el siglo xi hasta el xv , que es cuando al son de las postreras vibraciones de una lira moribunda rasgaron el aire con sus dolientes cántigas los últimos trovadores. Bella es la historia de esas cortes de amor tan celebradas, tribunal de encantos y atractivos, en que los jueces eran lindas y hermosas damas, y cuyas sentencias no arrancaban jamás lágrimas ni suspiros.
Supo la poesía provenzal inspirarse primero en las guerras que entonces agitaban el mundo, sacó sus dramáticos y caballerescos episodios de las luchas heróicas que sostenían el Occidente con el Oriente, y por esto en su época primitiva cantó la guerra más bien que el amor. Por fin se hizo huéspeda de los castillos, fué recogida en el hogar doméstico, diéronla asiento á su lado y á sus pies las más nobles y apuestas castellanas, y entonces dejó de cantar tan á menudo la guerra, para con más frecuencia cantar el amor, ese amor caballeresco, platónico las más de las veces y sometido siempre á deberes positivos, fijados de antemano por un código obligatorio al cual no se podía faltar so pena de ser el quebrantador arrojado como un felón de todos los castillos.
¡Bella y hermosa época aquella! La poesía primitiva, la poesía provenzal, que, según algunos, era más popular, más rica de galanura y espontaneidad que esos otros cantos de los trovadores llegados hasta nosotros, había quedado abandonada entre las masas como una mujer perdida, mientras que su hija, la nueva desposada de los trovadores, salía galana de entre las tinieblas, como Julieta de su tumba, vestida de blanco y coronada de rosas, y empezaba á recorrer las cortes del Mediodía y se iba cantando de castillo en castillo, de aldea en aldea repartiendo flores y sonrisas.
Acompañaban do quiera á los trovadores el brillo, el esplendor, el poder y la riqueza. Las mujeres les colmaban de favores y los príncipes de dones. Leonor de Normandía distinguía á Bernardo de Ventadorn entre todos los caballeros de su corte y pagaba sus trovas con tiernas miradas.—Pedro Vidal, que, en alas de su espíritu aventurero se dió á correr el mundo, se enlazaba con una princesa griega y llegaba á tomar el título de emperador, llevando sus pretensiones al imperio de Occidente. —Elena de Plantaganet, la hermana de ese fiero Ricardo á quien llamaban las crónicas Corazón de león, reconocía públicamente por su caballero, dándole derecho de vestir sus colores, á Beltrán de Born.—Arnaldo de Vidal conquistaba con un canto á la Virgen la primera violeta de oro que dieron en premio los siete trovadores de Tolosa, y esta violeta, como un talismán irresistible, le abría las puertas del favor, las de una cámara real y las del corazón de una reina.—Jaime el Conquistador daba asiento á su mesa y lecho en su propia cámara á Pedro Cardinal.—Dante ha colocado en su paraíso y entre los elegidos á Folquet de Marsella; —y Petrarca, que no es sino, mírese como se quiera, uno de los últimos trovadores, marchaba al Capitolio coronado de laurel y llevado en triunfo, mientras que Ausias March era el consejero, el valido y el amigo de ese infortunado príncipe de Viana á quien Cataluña amó como un hijo, celebró como un héroe y honró en su muerte como un santo.
Los trovadores iban de ciudad en ciudad y de castillo en castillo cantando el amor y la guerra, festejando á las damas y señores con sus cuentos y baladas, y muchas veces también sembrando ideas y nociones de gobierno y política con sus sátiras y serventesios. Algunos llevaban un juglar que cantaba las trovas y canciones que ellos componían; pero otros iban solos, con su lira colgada á la espalda, tan pobres de bolsa como ricos de corazón y de ilusiones.
Durante el invierno el castillo feudal permanecía solo y aislado en su altura, rodeado de nubes que formaban como otra fortificación en torno á su cinturón de torres, almenas y murallas. Nada de torneos ni de hechos de guerra durante la fría estación; ningún ilustre huésped iba á habitar las salas destinadas á los extranjeros; ningún peregrino aplicaba los labios á la bocina de aviso que colgaba de una cadena junto al puente levadizo. El castillo veía sólo deslizarse, uno tras otro, pausados y lentos, largos días monótonos de tristes é interminables noches que alegraba sólo el juego de los dados.
Pero llegaba por fin el buen tiempo; la castellana cogía la primera violeta en el parque; las golondrinas cruzaban alegres el aire regresando á sus nidos como heraldos de la primavera; el sol extendía su manto de oro sobre la naturaleza, fecundizándola con su ardiente beso de fuego, y las nubes, cuyo reinado había concluído, se retiraban á habitar los picachos más recónditos de los montes, proscritas y desterradas de ese cielo puro del que momentáneamente se enseñoreaban. Con la vuelta de las golondrinas y con el reinado de las flores, el castillo esperaba el regreso del trovador. Brillaba el sol de Mayo, y el trovador empezaba á trepar por la escarpada cuesta que conducía al castillo, después de haber enviado al pueblo ó á la ciudad inmediatas sus juglares para que recitaran sus antiguos cantos á la congregada multitud.
Aquella misma noche la castellana, las doncellas, los barones, los escuderos, todos se reunían en la gran sala de armas para escuchar el poema que el trovador había compuesto durante el invierno. El poeta se colocaba en medio de la asamblea. No leía, sino que recitaba ó declamaba, y cuando su narración lo exigía cantaba por intervalos acompañándose del arpa ó de la morisca guitarra.
Su poema había sido compuesto á veces por orden del señor del castillo que le había prestado la crónica en la cual estaba contenida la tradición ó asunto que le encargara poetizar. Entonces figuraban en la narración los antepasados del caballero feudal, y sus figuras eran delineadas con valientes y robustos rasgos de imaginación, que arrancaban exclamaciones de gozo á los caballeros y lágrimas de ternura á las damas.
Otras veces elegía él mismo sus asuntos, según la afición que demostraban tener sus oyentes á los hechos de amor ó á los de guerra, y entonces, escogiendo siempre con particularidad argumentos sacados de las tradiciones de su patria, cantaba ya las hazañas homéricas de Otgero y los nueve barones de la fama, ya los amores de Wifredo el Velloso con la princesa de Flandes, ya la fantástica leyenda de las montañas de Canigó, ya la ida á Alemania de Ramón Berenguer III para ofrecerse como campeón de la emperatriz Matilde, ya la maravillosa historia de la espada de San Martín con la que mató un conde al fiero dragón que aterrorizada tenía la comarca, ya el rapto de la hermana de Ramón Berenguer IV por un amante y entusiasta doncel, ya las conquistas de Mallorca y Valencia por el Conquistador Jaime I, ya los arranques amorosos de Pedro el Católico, ya las apariciones de San Jorge en las batallas más célebres, ya, en fin, las luchas de los señores feudales y la historia de sus bandos.
Sus cantos, sus trovas, sus leyendas, sus lais y serventesios arrancaban á menudo entusiastas aplausos al concurso, y no era extraño entonces ver á los barones alzarse entusiasmados, y mientras que el uno arrojaba el oro á puñados en la gorra del trovador, otro le hacía don de un caballo lujosamente enjaezado con un servidor para cuidarle, y otro le regalaba preciosos vestidos cuajados de pedrería, y otro brillantes armas de buen temple y de gran precio. Pero el don que el trovador más estimaba, el regalo para él más deseado y más apreciado, era el que á su vez le hacían las damas que atentas le habían escuchado y cuyo corazón hiciera latir con sus amantes cantares. Una le hacía poner de rodillas ante ella y pasaba á su cuello una rica cadena; otra le daba un broche de oro; otra le prometía bordarle una banda ó un pañuelo; otra se arrancaba, para hacer más estimado el don, un puñado de perlas que brillaban en su tocado prendidas en la redecilla de oro que sujetaba sus cabellos; otra, en fin, se contentaba con darle á besar una blanca mano que el trovador detenía todo el más tiempo posible entre las suyas, ó bajaba ruborosa su casta frente, y permitía, según la usanza francesa, que el trovador imprimiera en ella sus labios.
Así pasaba su primavera y así iba recorriendo los castillos el trovador: á todos llegaba despertando con su presencia el alborozo y el júbilo; de todos partía dejando huellas de inolvidables recuerdos.

I.

Había entrado en su último tercio el siglo xv. Juan II el Grande, el Job de nuestra patria, el Hércules de Aragón —que todos estos renombres le ha dado la historia, — acababa de exhalar el último suspiro en su palacio de Barcelona, á la edad de ochenta y dos años, después de haber reinado veinte en Aragón y cincuenta y tres en Navarra. Su hijo Fernando, que se hallaba á la sazón en Trujillo con su esposa Isabel, reina de Castilla, se apresuró á partir para Zaragoza y Barcelona, con objeto de prestar en ambas capitales el solemne juramento á los fueros de Aragón y constituciones de Cataluña, sin mediar el cual no podía ser reconocido por el primer país citado como su rey ni por el segundo como su conde.
Cataluña no se había aún recobrado de las crueles heridas con que vió desgarrado su generoso seno por la guerra fratricida que siguió á la muerte del príncipe de Viana. Seis años hacía que muchos miembros de las principales familias catalanas, perseguidos por sus contrarios con el odio y encarnizamiento con que hubieran podido serlo los más declarados enemigos de la patria, andaban errantes y proscritos, sin hogar, sin asilo, confiscadas sus haciendas, puestas á precio sus cabezas.
En vano Juan II, al entrar en Barcelona á principios de 1474, más como vencido que como vencedor, prometió confirmar los privilegios del Principado y conceder un amplio y general perdón. Si cumplió satisfactoriamente con lo primero, no así con lo segundo. Fueron exceptuados del perdón varios ilustres caudillos, miembros casi todos de la catalana nobleza, y entre ellos el valiente y arrojado conde de Pallars, alma de la sublevación, cabeza del partido contrario á Juan II, hombre de corazón de oro, pero de voluntad de bronce, que iba recto á su fin, sin jamás torcerse en su camino, como creyera santo y bueno el fin á que se dirigía.
El conde de Pallars es por desgracia un personaje poco conocido de quien la historia ha querido borrar el recuerdo con una acusación capital. Se le ha tachado de rebelde y de ingrato con su rey, se le ha pintado con feos y denigrantes colores, y se le ha presentado como el capitán de una turba de aventureros y bandidos.
Pues bien, todas las faltas del conde de Pallars se reducen á haber servido y amado al príncipe Carlos de Viana, y á haber consagrado su vida toda á defender tan justa causa. La causa del príncipe era entonces la causa de la libertad.
Hemos creído necesario escribir las líneas que anteceden sobre este personaje, puesto que, si bien en segundo término, va á figurar en el trabajo que hemos empezado. Justo es que nuestros lectores sepan á qué atenerse respecto á él; justo es que, pues la historia le ha juzgado, sepan que nosotros distamos mucho de estar acordes con la opinión de la historia. Y aún más: estamos en la persuasión, y al decir esto no creemos aventurarnos, de que es la historia quien de él opina mal, juzgando de sus virtudes por sus opiniones políticas.
Vamos empero á nuestro asunto.
Mientras que el conde de Pallars estuvo en el poder, siguióle constantemente, sin separarse jamás de su persona, un joven entusiasta llamado Odón de Vallirana, que había sido paje de la condesa su esposa y que en la mansión señorial de los Pallars había podido aprender lo que eran honor, lealtad y fidelidad. Nunca tuvo el conde más adicto servidor.
Aún era aquélla la época de los grandes rasgos y de las grandes virtudes; aún la Edad Media no había ido á exhalar su último suspiro en el seno de la molicie y fausto de las corrompidas cortes...

Índice

  1. Las calles de Barcelona en 1865. Tomo III
  2. Copyright
  3. OBRAS DEL AUTOR
  4. R
  5. S
  6. T
  7. U
  8. V
  9. X
  10. Z
  11. LA PRIMAVERA DEL ÚLTIMO TROVADOR
  12. Sobre Las calles de Barcelona en 1865. Tomo III
  13. Notes