Vuelvan crepúsculos y flautas
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Vuelvan crepúsculos y flautas

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Vuelvan crepúsculos y flautas

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No debe buscarse en esta compilación, que hemos tituladoVuelvan crepúsculos y flautas, más coherencia que aquella que les confiere la firma del autor. Es suficiente decir que, más allá de la diversidad de temas y de los años que separan unos de otros, en todos es indeleble la pluma deJosé Lezama Lima.Baudelairesostenía que es imposible que un poeta no contenga en sí un crítico. Y esto es algo que por lo menosLezamaLimaconfirma. Sus textos ensayísticos y críticos participan de los vastos desenvolvimientos verbales de su obra poética, de esas imágenes que adquieren un carácter casi absoluto. Pero leerlos desde la simplificación de su imaginación poética es un modo de leerlos mal. En ellosLezamaLimadespliega además una riqueza interpretativa, una impresionante erudición y una sutileza de análisis que los legitimizan plenamente como obras reflexivas.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2019
ISBN
9788499538624
Juan Ramón Jiménez y su integración poética
I
La mano de nieve de Bécquer, ejercitada en la muerte, terminaba en el escondido redoblante de la queja. El tacto, casi angélico, de aquella mano, necesitaba aún arrancar la melodía. Cuando, de pronto, otra mano empezó a ceñir primero aquella mano de nieve que acariciaba la escarchada yedra de los brumosos torreones. La nueva mano partía de una obsesión ante la sensación aislada, que ya no necesitaba arrancar suavemente, sino establecer una dimensión creadora, cantada casi, entre el reto dorado del fruto, las contracciones y dilataciones infinitas de la piel en los cuerpos aparecidos, —fugitivos con un arpón—; errantes con un gemido que los reconstruye, que pasaban en el tiempo que les dictaba una campanada engloutie por el oleaje. Como todo sucesor y engrandecedor de eficaces tesoros en la adolescencia, que pueden después prolongar hasta el sombrío Erebo, ya Juan Ramón Jiménez se encontraba al despertar su Eros, en posesión de la queja de Bécquer, que era como el testimonio de lo que su destino le negaba. Arrancada con suavidad la queja por una brisa pulimentada por las escamas de los delfines de la Bética, que después se clavaba en copla semimecida, ascendente, deshecha en sucesivos ojos abrillantados, en la medianoche de la sombra del Generalife, que había oído durante treinta años la música de aquella agua. Las cosas que yo le he oído, le dice la sombra a su melodiosa contemplación del agua.
Llegada la queja y se hundía en la contemplación de las Nymphéas, de Monet. De esa contemplación incesante en una adolescencia regida por el Eros, derivaría su manera de ver los elementos naturales, la luz extendiéndose hacia el único color o disolviéndose en lo inapreciable amarillo, ya luz en la luz. En ese azul inmóvilmente organizado, la aparición de la flor, para vencer los juegos sonrientes y diversos del color en la sensación, que se aislaba como un cuerpo. En nenúfar, la abullonada y carnal flor blanca, semejante a un huevo de cisne, según el decir de Stephan Mallarmé, que ascendía, solitario tenaz entre el estío de la masa de los azules, las excepciones de un rosa, y un amarillo central, oculto o eternamente visible como una astilla en un astro sonriente. Su ejercicio debe haber sido continuado y tenaz, para extraer de esa noche de los azules, la precisión de los cuerpos, la semejanza y el rescate de cada flor, sobrenadando en el océano de la totalidad y ascendiendo a su nieve solitaria y única. Tuvo así siempre como una intercesión especial, que le fue otorgada, tal como una regalía a su excesiva contemplación en la adolescencia, del dios de la extensión, del burlador y majestuoso. Término, oír muy levemente, como la ruptura de la palabra, como lo hace un fruto, su separación de un desprendimiento anterior, y su constitución como en una naturaleza aleteante, afanosa de sumergirse en los bloques, en las ráfagas, en los reversos estelares, de donde fue extraída por un azar que concurre y por una voluntad que interpretaba el rocío de la gracia.
Aquel arrancar la melodía en Bécquer parecía adormecerse. —Mis párpados se cierran, exclama Bécquer, y comienza el brillante átomo a surcar la niebla—, en cámara lentísima, de tal manera que la brusquedad del arrancar, parecía llegar como un soplo. Por esa sustitución del meditar frente a la pared, que fija monstruos, o de la tenaz persecución y enlace de las nubes, que agrupan mitológicos banquetes con las risotadas extendiéndose por las barbas de Jove y por el cántaro del garzón de Ida, por las variantes de la piel marina. Un tacto irreal, mágico, surgía de aquella contemplación convocada perennemente por un oleaje nocturno, remansado, que terminaba en la ascendente consagración de la flor. La tenacidad, quizá un poco sombría, de la contemplación, lo llevaba a la suprema gracia formal, en cuyo centro las adormecidas trompillas de los pólenes, remedaba la conducción del sol a su nocturna casa favorita del caracol. Regido por esa contemplación, el tacto parecía fijar o crear los privilegiados seres que se escapaban del titánico lienzo marino, titanismo, desde luego, en la gracia manual, regido por el hombre sureño y portuario.
La insistida visión creaba un tacto tan irreal como preciso, que hacía, que los frutos, apoyados en la luz que los lanzaba resplandeciente en la gravitación. Cada palabra de Juan Ramón parece que conlleva su propio paisaje. Los vocablos en él de fija irradiación: estrella, astro, nardo, firmamento, desnudez, adquirían fiesta y resplandor inusitados al situarse entre la visión y el tacto. ¿No situaban los místicos orientales, ante la flor de oro, en una de sus mandalas, la luz blanca que irradia la primera circunvalación, los protoplasmas de la vesícula germinal, los movimientos cósmicos circulares, con sus cuatro colores básicos? He ahí el color que hace visible el paisaje que desplaza cada palabra, pues cada palabra central en un poema de Juan Ramón, —ruiseñor, oro, tarde, mano—, parece que hiciese visible la extensión del poema hasta su contorno. Allí se forma como un oscuro surcado por largas espirales de plata ardida y de nuevo fuego, que vuelve sobre el poema acorralándolo, asegurando el decisivo consejo de su región central. Como un resplandor del vidrio, como una región suprema, cristalina entre los peces prolíficos del centro, según otra mandala de la flor de oro, y los árboles del límite que absorben el oscuro recalentado del descenso, en el implacable nocturno.
Se me dirá banalmente que casi todas sus palabras llevadas a la poesía, estaban ya en el Siglo de Oro. Pero lo de Juan Ramón fue todo lo contrario, rescatar la palabra de lo sucesivo ominoso, trayéndolas de un oscuro, de una sucesión marina, para mirar, con el nuevo resplandor de su rescate, la región que se doraba, la ondulación vital que se extendía por el disco de sombras, que no era mirada todavía por el ruiseñor. La exactitud verbal de Juan Ramón, era esa fulguración mantenida en la región central de su poema. Parece como si hubiese extraído de cada uno de los poemas de Bécquer, una sola palabra de iluminación y éxtasis, —duerme, delirio, ríe, aliento—, nítida frente a derivaciones y adherencias, para llevarlas a sus poemas con nuevos secretos, fundamentalmente, el darle a palabra la claridad, ardimiento de una soledad ansiosa, que le ofrece su nuevo paisaje. El enloquecedor canto del mirlo, en su poema, se hace verdeante por el desprendimiento de la primavera. Parece, eternizándose, como si la blancura que exhala el canto se extendiese en la gloria altivamente dicha por el verde. El canto panida, en otra de sus grandes fechas verbales, se acompaña con la risa. Un reflejo, destilación metálica ascendente, une el reto del canto plenario con la gozosa aceptación de la risa.
(29 agosto 1958)
II
El tema de la flor, que vuelve a su vivir, por el ritmo del pecho de la aparecida, está en Bécquer, pasa y está en Juan Ramón. En Bécquer:
«Entre la leve gasa
que levanta el palpitante seno,
una flor se mecía,
en acompasado y dulce movimiento.
Y se mece la flor, con el olor
más rico de la carne,
olor que se entra por el ser y llega al fin
de su sinfín, y allí se pierde
haciéndose jardín.»
Así extrae una palabra y un instante que se abandona a un largo deseo. A un deseo que se extiende por la glorieta de Verlaine y a las nobles evidencias del almendro receptando la entrevisión lunar. En Bécquer: «Tempranas hojas del almendro,/ que al soplo del aire tiemblan». Empieza en Juan Ramón su reducción por el blancor, por el rayo que salta de un mineral más resistente a la luz. Salto de la luz, extensión del almendro. Pero ya el fue de Bécquer, instante poblado de oro por la aparecida real, entreabriendo un permanente cortejo en el visible temporal de lo eterno, no será el estaba de Juan Ramón, donde convocaba a la suprema luz esencial, y por la enorme gravedad de ese estaba, traza la figura y su aparición en el círculo del conjuro. Cadencias que el aire dilata en las sombras, en Bécquer; pero ya Juan Ramón siente la necesidad de ir más allá de las elementales cadencias del aire y de la provocación de su jauría de voces. Alguien dice: traje de la sagrada selva la armonía. Vencimiento en Juan Ramón de la cadencia becqueriana por la armonía pitagórica, en Darío. Y ya está en pie el primer Juan Ramón. Obsesión solitaria frente a un color extraído, un estaba capaz de estremecer el ordenamiento de los mundos verbales, para situar un átomo de luz, una palabra de gloria, y la Armonía, donde la lucha entre el hombre y la naturaleza, —aire, fuego—, devuelve la costumbre en lo mágico, el nacimiento del ritmo, el hierro martillado organizando su respuesta, su ritmo, la música como devenir donde reposan o se increpan majestuosamente los mundos, que llegan como un oleaje consejero a nuestros oídos.
Ya Juan Ramón empieza a guardar la poesía, a fabricarle con mimbre fresco casa a la orilla del mar. Enrique VIII, pintado por Holbein. El ave guerrera reposa en el antebrazo, con olvidado y blando sosiego, pero los ojos del halconero están inquietos, como si olfateasen un lejano peligro. Con la otra mano impide como que el halcón pierda su reposo, sintiendo el peligro que adivinan los ojos. Rodea la poesía y la cuida con sobresaltos, pero los ojos de Juan Ramón empiezan a metalizarse en un gris tajamar, a salir del cuerpo total. A ver más, aquietándose en el centro, prodigio visible de una esencia.
Ya no es el Eros lejano y la marina pastel azul. Agua removida por invisibles delirios de instantes nocturnos, que fija la flor blanca ascendente. El Eros es ahora el Eros acompañante del amplexus, el abrazo de San Buenaventura, y el mar lo innumerable proteico. El yo y el , becquerianos aparece transformado en el en mí y en ti, de Juan Ramón. Zenobia que parece surgida de una metamorfosis de su verso: «Almoradú del monte y tú estabas rosa de luna, almoradú». Las esferas, que como huevos de cristal, cubren los dos yo, en el invisible ambivalente. El en mí, hipertróficamente dilatado, tal vez con el afán de que Dios sea un imprescindible fragmento, el en mí que se hace pleno obligando a la subordinación del en ti. Pero no es la relación entre el creador y la criatura, en San Juan de la Cruz, por ejemplo. «Memoria del creador, olvido de lo creado». El en mí fue siempre en Juan Ramón, una exigencia de la gravitación, un lavado de tierra, apetito desde la sangre en un solo círculo.
Su reducción a la copla, a la que se prolonga en éxtasis, vuelve para alcanzar su oro solar de fecha más alta. No como ha dicho Dámaso Alonso, que para alcanzar su ser, esa generación de poetas tuvo que alejarse de Darío y volver a Bécquer. Pero la vuelta a lo popular central hispánico, era ya distinta del yo y el becqueriano. Había que oír de nuevo el «Crótalo, crótalo, escarabajo sonoro». El crótalo en cuyo rumor cabían los misterios y Phocas el campesino, y los gnósticos de la judería toledana, y el zajel árabe, y las nuevas cuerdas pasadas del albogón a la guitarra, y el pastor de cabras que se adormece para conversar con los mercaderes corintios, o los danzantes délficos y los sacerdotes toscanos. ¿Pues, si no, cómo, aun con toda la fineza previa que le regalemos, un danzante popular hirsuto o un cortesano letrado en perenne posta entre Valladolid y Florencia, puede decir como en juego de luz y...

Índice

  1. Créditos
  2. INTRODUCCIÓN
  3. I
  4. Inicial
  5. Salón 1938
  6. Las nubes de Manuel Altolaguirre
  7. Un cuarteto de Julián Orbón
  8. De nuevo, Arístides Fernández
  9. Tránsito de Juan Ramón
  10. Oscuridad vencida
  11. Juan Ramón Jiménez y su integración poética
  12. La mano de Alfredo Lozano
  13. Relieve de fuentes
  14. Grave de Antonio Machado
  15. Encuesta generacional
  16. Respuestas a Cine cubano
  17. Relaciones de Armando Álvarez Bravo
  18. II
  19. Orígenes cumple diez años
  20. Cómo vive y trabaja el poeta José Lezama Lima
  21. Verbum: primer signo de una generación