Recuerdos de un hacendado
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Recuerdos de un hacendado

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Recuerdos de un hacendado

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Recuerdos de un hacendado es una obra literaria de Godofredo Daireaux, escritor y educador francés, quien vivió en Argentina durante una gran parte de su vida. Este libro, publicado cerca del final de su vida, es en esencia una autobiografía que documenta su experiencia como hacendado en las vastas llanuras de La Pampa en el siglo XIX.A lo largo de Recuerdos de un hacendado, Daireaux traza una descripción detallada de la vida rural y agrícola de esa época. Pinta un cuadro del paisaje desolado pero cautivador de La Pampa, y narra sus experiencias en la gestión de su hacienda, desde la crianza de ganado hasta la siembra de cosechas.Daireaux también ofrece una mirada perspicaz a la vida social en La Pampa durante este período. Narra sus interacciones con los gauchos, los trabajadores rurales de la Argentina, y proporciona una perspectiva única sobre sus costumbres y formas de vida.Además, la obra tiene una dimensión reflexiva, donde Daireaux pondera sobre la vida, la humanidad y su papel en ella. A través de su lente, los lectores pueden obtener una comprensión más profunda de la Argentina del siglo XIX y su gente.Recuerdos de un hacendado es una crónica personal y contemplativa de la vida de Godofredo Daireaux en la Argentina rural del siglo XIX. La obra es un retrato valioso y vibrante de la vida y la cultura de La Pampa en esa época, y un testimonio del espíritu humano frente a las pruebas de la vida en la inmensidad de la llanura.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788498978117
Recuerdos de un hacendado
El mayordomo
Está vendida la estancia. Han venido a recibirse de ella dos hermanos, rubios, jóvenes, con muchas pecas en la cara, polainas en las piernas y gorrita de paño a cuadros en la cabeza.
Ellos son, al mismo tiempo, los dueños y administradores. Hablan español con mucho acento inglés, pero se hacen entender bien, por lo demás, hablan poco.
Al mayordomo viejo, un criollo nacido en ese mismo campo, cuando los indios todavía pegaban a menudo sus malones, y que ha plantado por su mano los sauces más viejos que dan a la casa su sombra, le han declarado que no necesitan sus servicios, y que, ya que se han contado las haciendas e inventariado el material, se puede él retirar con la familia, cuando guste.
No le han negado, hasta le han ofrecido algunos días para buscar su comodidad, y el viejo les ha dado las gracias.
Bien sabía él, hacía tiempo, que la estancia estaba vendida; que el patrón viejo había muerto que estaba medio embarullada la testamentaría y que los hijos no habían podido guardar esta propiedad. Pero, mientras iban desarrollándose con lentitud los mil trámites de ley, allá, en la ciudad, él seguía cuidando los intereses como siempre lo había hecho.
Un sueldito, una habitación pequeña, sus modestos gastos de vida pagados; si necesitaba cien pesos, jamás se los negaba el patrón, sobre todo que las cuentas nunca se arreglaban del todo. ¡Había tanta confianza entre el patrón y él! Él le decía «patrón», porque al fin la estancia era de él; pero habían sido compañeros siempre.
¡Cuántas veces habían ido juntos, cuando muchachos, a los apartes, a las hierras, a los bailes! Juntos habían disparado de los indios, en pelo, de noche, cruzando en sus parejeros, como relámpago, cañadones y lomas, huncales y bizcacherales. Habían vueltos junto a campear las haciendas desparramadas y a fortificar el rancho.
En aquel tiempo, no había más mesa que el fogón, con el asador parado, y cada cual, con el cuchillo, sacaba tajada.
Hombre de poca instrucción, sin más ambición que la de dejar al patrón contento, había vivido allí su vida, sin pensar en el porvenir. ¿Y para qué?, el patrón no lo había de dejar en la calle, ¿no es cierto? ¿Entonces?
Y había formado familia, y sus hijos, mozos ya, lo ayudaban en sus trabajos, sin pedir más, como en herencia propia.
Poco a poco, el campo había tomado valor; lo habían cercado; los animales criollos habían desaparecido, algunos años después de los indios. El ferrocarril acercó la estancia a la ciudad, y a cada rato, ahora, el patrón mandaba carneros finos o algún toro que era una flor.
Y el rancho de antaño se había cambiado por un palacete, donde venía a pasar el patrón una temporada en la primavera; otra en la Semana Santa, a cazar; y los muchachos a domar petizos, y los mayores a cansar la caballada.
Días felices aquéllos, cuyo recuerdo se iba perdiendo ya, envuelto en las neblinas del tiempo que corre.
¡Y siempre tan bueno con él, el patrón viejo! Cierto es que cada uno de ellos ahora comía en su casa; pero él tenía un comedor lindo, con su buen aparador y sillas de esterilla. Hasta lujo le habían dado.
¿Y ahora?
Ahora, ¿qué le hemos de hacer? Pasaron los tiempos aquellos. Murió el patrón viejo y se vendió la estancia...
—¿Pero, con qué queda usted?
—Con unos caballitos, señor, de mi marca, y unas vaquitas, hijas de las que siempre sabía regalar a mi señora el patrón viejo, cuando me nacía un hijo. Varias veces, habló de darme en propiedad unas cien cuadras de campo; pero pasó el tiempo; y después, no se habrá acordado...
A los dos días, ensilló y puso en las varas de un carrito prestado el overo negro, caballo de confianza, viejo compañero de muchos años y muy capaz de comprender todo lo serio de su misión; el picazo en la cadena y el petizo zaino de ladero. En el carro se cargaron dos cajas grandes de madera, unas bolsas de ropa, varios cachivaches y tres sillas, y subió la señora del mayordomo con sus dos hijas solteras.
El hijo mayor manejaba los caballos, y después de dejar a la familia en una casa amiga donde la esperaban, volvería a buscar los trastes.
Él, de saco negro, de bombacha y bota, con el chambergo en la cabellera larga y canosa, rebenque en mano, con su crédito ensillado, esperaba para despedirse, que saliera el carro.
Salieron, al fin. Un apretón de manos al inglés que allí estaba (el otro había salido a revisar su campo); y despacio, al tranquito, se alejó.
Dicen que al pasar el palenque, dejó correr por su mejilla tostada una lágrima.
Dicha breve
Todo en él era largo: la nariz, el pescuezo, la cabeza, el cuerpo, las piernas y los brazos; hasta el nombre y el apellido también eran regulares, pues se llamaba Saturnino Llaureguiberry; pero como pertenecía a la variedad de los vascos flacos, lo conocían exclusivamente por el nombre de Bacalao, y esto a tal punto que si a alguno se le hubiera ocurrido llamarlo Llaureguiberry, es muy probable que no se hubiera acordado de contestar.
En todo, era anguloso y huesoso, menos en el genio; muy bonachón, capaz de soportar con alegre resignación los titeos más porfiados y las bromas menos delicadas, y de reírse el primero de ellas, con tantas más ganas cuanto menos las había entendido.
Ocupaba un puestito, donde cuidaba una majada que le había dado a interés un compatriota suyo, y ahí, solo en su rancho, sin más compañeros que sus perros y su inseparable pito de barro, de caño largo y de hornillo chico, pasaba la vida sin sobresaltos cocinando él mismo su pucherito, cebando su mate, cuidando su ropa, no sintiendo, probablemente, la necesidad, a los cuarenta y cinco años que por lo menos tenía, de formar familia, ni de complicar su vida tranquila con elementos de afuera.
Los domingos se empaquetaba; se ponía boina nueva, bombachas y camisa limpias, reemplazaba las alpargatas por botas engrasadas, y, completamente afeitado, como lo acostumbran los vascos, iba a dar una vueltita a la pulpería, a charlar con los amigos, tomar unas copas y hacer ese intercambio de pensamientos elevados que distingue las reuniones de campesino. Por lo demás, hablaba el español como un vasco francés que, probablemente, era, pues interrogado al respecto, había contestado: «Uí, musiú», todo lo que sabía del idioma de su patria legal.
Y después de este rato de inocente solaz, transformación inconsciente de la misa dominical del villorio nativo, se volvía a sus ovejas, pastor fiel, asiduo, diligente, celoso; y si las dejaba, a veces, al cuidado de algún vecino, era para ir a ganar algunos pesos cavando un jahuel o erigiendo artísticamente una parva de pasto.
Una tarde, al volver del campo y después de haber encerrado la majada en el corral, encontró, sentada en una de las dos cabezas de buey que formaban el juego de asientos del único cuarto del rancho, cerca del fogón, en el cual había dejado cantando sobre las brasas la pava para el mate, una mujer, joven, no mal parecida, vestida pobremente, pero ni más ni menos que la generalidad de los habitantes del campo.
Bacalao no le preguntó de dónde venía, ni a dónde iba, ni ella se lo dijo tampoco. Él le dio las buenas noches, como si todas las tardes, a la misma hora, después de haber desensillado, la hubiera encontrado sentada en su cuarto; ella le pidió permiso para pasar la noche en el rancho, a que accedió buenamente, como que, entre pobres, no hay mucho cumplimiento.
No se excusó mayormente por la falta de comodidades, pensando probablemente —y con razón— que no había de haber dejado ningún palacio para venir, de modo tan singular, a pedirle hospitalidad.
Y la mujer cebó mate, aprontó en la olla la carne, el arroz, una tajada de zapallo y la sal, y echó leña al fogón.
Bien pensaba Bacalao, el día siguiente, que al volver de repuntar la majada, no la encontraría más en la casa, y no dejó de quedar algo sorprendido, pero de ningún modo disgustado, al verla parada debajo de un sauce, delante de una batea y lavándole los trapos, lo mismo que si hubiera sido la dueña de casa.
Pasaron así los meses; el rancho parecía más alegre; algunas aves vagaban por el patio, la ropa lavada lo embanderaba, los perros se habían hecho más sociables, y, al ver que en el rancho había quién los atendiera, algunos transeúntes solían pararse en el palenque a pedir un vaso de agua o alguna indicación.
Mejor que nunca, el vasco cuidaba sus ovejas; tenía que suplir el gasto ahora mayor de la casa, y no perdía ocasión de hacer algún trabajo suplementario para aliviar la situación.
Una noche, desató de prisa el mancarrón atado a soga detrás del rancho, saltó en pelo y agarró a todo correr para la casa de doña Simona. Una hora después, volvía con ella; en el cuarto se oían lamentos: la matrona se apeó y entró en él majestuosa...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Recuerdos de un hacendado
  4. Libros a la carta