I
Pongo un rey a todos los pasados; propongo un rey a todos los venideros: don Fernando el Católico, aquel gran maestro del arte de reinar, el oráculo mayor de la razón de Estado.
Sera éste (¡oh, excelentísimo Duque, Mecenas y maestro mío juntamente), no tanto cuerpo de su historia cuanto alma de su política; no narración de sus hazañas, discurso sí de sus aciertos; crisis de muchos reyes, que no panegiris de uno solo, debida a la magistral conversación de Vuestra Excelencia, lograda de mi observación.
Comentaré algunos de sus reales aforismos, los más fáciles, los accesibles, que los primorosos, los recónditos, esos cederlos he a quien presumiere alcanzarlos. Apreciaré reglas ciertas, no paradojas políticas, peligrosos ensanches de la razón, estimando más la seguridad que la novedad.
Protesto que no alienta mi pluma el favonio de la lisonja, pues nunca esta buscó tan remotos los asuntos. Excusa, sí, mi osadía, y aun la solicita, mi suerte de hallarme, digo, con muchas noticias eternizadas por su propia real católica mano; deformes caracteres, pero informados de mucho espíritu. Oráculo dos veces por lo arcano de la inscripción, y más por lo profundo del pensamiento.
Quedó envidiando a Tácito y a Comines las plumas, mas no el cetro; el espíritu, mas no el objeto.
Fundó Fernando la mayor monarquía hasta hoy en religión, gobierno, valor, estados y riquezas; luego fue el mayor rey hasta hoy.
Concurrieron siempre grandes prendas en los fundadores de los imperios; que si todo rey, para ser el primero de los hombres ha de ser el mejor de los hombres, para ser el primero de los reyes ha de ser el máximo de los reyes.
Fueron comúnmente tan prodigiosos los hechos de todos los fundadores, que las narraciones de ellos se juzgaron antes por invenciones de la Épica que por rigores de la Historia. Los suyos los imaginaron más que hombres, hasta inaugurarlos en dioses: los extraños, echando por otro extremo, los tuvieron por héroes fabulosos.
Destinose la elegante pluma de Jenofonte al glorioso cetro de Ciro, cabeza del imperio de los persas, y remontose tanto, que se perdió de crédito, pues creyó la posteridad que había escrito, no lo que había sido Ciro, sino lo que debe ser un perfecto monarca.
Es el fundador de un imperio hijo de su propio valor; sus sucesores participaron de la grandeza. Hízose rey, que pudo, sobre la corona de los méritos, fabricársela de diamantes. Ellos, o nacen reyes, o son hechos reyes.
Fue Rómulo un prodigio de la capacidad y del valor, para fundar la monarquía romana, tan dilatada en espacios como en siglos. Déjoles a los suyos en su significativo nombre depositada, como en semilla, la virtud y vinculado el valor, para ocupar lo mejor del mundo, y fue tanto más cuanto comenzó de menos.
Las principales de estas heroicas prendas son antes favores del celestial destino que méritos del propio desvelo.
Hijos fueron de esta divina elección suprema, y hermanos en la grandeza, Constantino y Carlos, para fundar los dos cristianos imperios, el uno en el Oriente y el otro en el Occidente.
Celebren todos los siglos, depositadas todas las prendas en el verdadero Gerión de España, los tres fundadores de sus tres católicos reinos, don García Jiménez de Sobrarbe, don Pelayo de las Asturias, don Alonso Enríquez de Portugal, que con gloriosa emulación pasaron a ser imperios extendiéndose cada uno por diferente parte del universo.
Con el valor se consiguen las coronas, y con la prudencia se establecen. Sobrole a Alejandro la braveza para conquistar y faltole la sagacidad para establecer, si ya no fue envidia de que ninguno de sus sucesores le igualase, o soberbia de no imaginar a otro alguno capaz de tanto empleo.
Llenó el Oriente el Tamorlán más de terror que de señorío, bárbaro cometa que con la facilidad con que se forjó se deshizo, y comenzaba así en nuestros días Gustavo Adolfo el de Suecia.
No tengo yo por fundador de una monarquía al que la dio cualquier principio imperfecto, sino al que la formó.
Mucho se le debe en el poderoso imperio de los turcos al valeroso Otomán, que lo comenzó, pero mucho más al conquistador Mahometo, que lo estableció en Constantinopla, dejándolo tan acreditado como acrecentado.
Plantó la monarquía de Francia el valiente Faramundo. Regola Clodoveo con el licor celestial, coronándola más con sus cristianísimas virtudes que con sus fragantes lises.
Hay también grande distancia de fundar un reino especial y homogéneo dentro de una provincia al componer un imperio universal de diversas provincias y naciones. Allí, la uniformidad de leyes, semejanza de costumbres, una lengua y un clima, al paso que lo unen en sí, lo separan de los extraños. Los mismos mares, los montes y los ríos le son a Francia término connatural y muralla para su conservación. Pero en la monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir.
Ni se limita el fundar los imperios a un modo singular; halló muchos y especiales el ingenio. De esta suerte transformó César la aristocracia en monarquía y fueron tantas sus prendas como sus coronas. Los romanos conquistaron lo más y lo mejor del mundo, y él sujetó a los romanos. Avasalló otros tantos reyes cuantos fueron los senadores y capitanes que venció.
Dio lugar el gran Constantino a la monarquía pontificia y trasladó la suya imperial allá al Oriente, haciendo de sus victoriosas armas muralla fuerte a la Iglesia. Facilitó la conquista de todo el mundo al yugo de la fe santa, si hubieran sabido sus sucesores ejecutar la traza y lograr la ocasión.
Fue dos veces grande, por lo valeroso y por lo sagaz, Ismael Sofi, pues fundó su imperio de Persia, no de las ruinas del otomano, sino de lo más florido de él. Detuvo el curso a su felicidad en su mayor aumento, y por Divina Providencia (derechamente favorable a la cristiandad) enfrenó el orgullo turquesco a lo mejor.
Tiene la astucia su propio modo de fundar, que fue valerse siempre de la ocasión; y, después de haber la inconsiderada porfía de los príncipes cristianos consumido alternativamente sus fuerzas, agotado sus tesoros, desflorado sus ejércitos, salieron de refresco los turcos y alzáronse con todo, sin resistencia: están más llenas las historias de casos que de escarmientos.
Viose renovada la gloria antigua africana en su Jerife, bárbaro sabio que supo jugar a dos manos, ya de la política y ya del valor.
Émulo Quingui de Alejandro, y envidiándole el renombre, volvió a conquistar todo el Oriente, desde las murallas de la China hasta las selvas de Moscovia, dejando a sus sucesores, más en empeño que en herencia, el renombre de Gran Kan de la Tartaria.
Todos fueron cabezas de monarquías, correspondiendo en cada uno la grandeza de su ánimo a la de su imperio. Pocos de sus sucesores les igualaron, y aunque adelantaron los términos del mando, pero no los del valor.
El claro Sol que entre todos ellos brilla es el Católico Fernando, en quien depositaron, la naturaleza prendas, la fortuna favores y la fama aplausos. Copió el Cielo en él todas las mejores prendas de todos los fundadores monarcas, para componer un imperio de todo lo mejor de las monarquías. Juntó muchas coronas en una y, no bastándole a su grandeza un mundo, su dicha y su capacidad le descubrieron otro. Aspiró a adornar su frente de las piedras orientales, así como de las perlas occidentales, que, si no lo consiguió en sus días, enseñó el camino a sus sucesores por el parentesco, que, donde no ha lugar la fuerza, lo ha la maña.
Fue Fernando de la heroica prosapia de los reyes de Aragón, que fue siempre fecunda madre de héroes.
Ayuda mucho, o estorba, para conseguir la celebridad esto de las familias. Secreta filosofía, manifiesto efecto de la Soberana Providencia, más favorable a unas que no a otras. Parece que se heredan, así como las propiedades naturales, así las morales, los privilegios o achaques de la naturaleza y fortuna.
Casas hay que llevan consigo hereditaria la felicidad, y otras la desdicha. La de Austria ha sido siempre felicísima, prevaleciendo eternamente contra todas las máquinas de sus émulos.
La de Valois, al contrario, en Francia, ha sido desgraciada, no perdonando esta infelicidad aun a las privilegiadas hembras.
Otras prosapias hay belicosísimas por naturaleza y por afición, como lo es la de Borbón, seminario de valerosos caudillos, cuya mezcla con la de Austria prometen en nuestro Serenísimo Príncipe de España, con la felicidad, el valor para ser monarca del Universo. Sea oráculo su real nombre BALTASAR REY, compuesto de las cuatro vocales, que dan principio a todas las cuatro partes del mundo, en presagio de que su monarquía y su fama han de ocuparlas todas.
La familia de los Césares en Roma fue estéril de sucesores, tanto en calidad como en número, ordinario castigo de la tiranía.
Casas hay cuyos príncipes tardan en hacerse, pero, en despertando una vez, recompensan la tardanza de los principios con un prodigioso exceso en los progresos.
La casa de los reyes de Aragón fue de príncipes eminentes en el gobierno. Todos a una mano selectos, políticos, sagaces, belicosos y prudentes, felicidad rara y envidiable de todos los demás reinos.
Nació y criose, no en el ocio ni entre las delicias del rey don Juan, su padre, sino en medio de sus mayores aprietos. Las luminarias de su nacimiento fueron rayos de las bombardas, y los regocijos de la Corte fueron triunfos de las multiplicadas victorias.
Príncipe niño, se vio cercado en el castillo de Girona con la reina doña Juana, su madre, aquella castellana amazona que capitaneó tantos ejércitos en Navarra, Aragón y Cataluña. Contra un niño y una madre hubo día en que se fulminaron al castillo cinco mil balas, pero, como la fénix, salió triunfante de este incendio, que todos los reinos parece que se conjuraron co...