XXIV. Primeros bosquejos turcos
Tal vez las batallas no siempre sean dadas por soldados eficientes. Considérese por ejemplo, nuestro ataque al Canal de Suez en enero de 1915. Ese hecho de armas, de acuerdo con la mayoría de los soldados turcos que tomaron parte en la expedición, se convirtió en un fracaso. Dos de nuestros oficiales de la reserva Takaut de la vieja escuela hamidiana, llevaban ocultos en las talegas de sus sillas de montar varias gallinas y un gallo, con el objeto de tener asegurada la provisión de huevos frescos para el desayuno. El enemigo, según nuestros askars, nunca sospechó nuestra presencia en la orilla oriental del canal de Suez, hasta el alba, cuando el bendito gallo sacó su cresta de la talega donde lo escondían y lanzó su soberbia clarinada o quiquiriquí, que de inmediato puso en alerta a los activos soldados británicos.
Alegan nuestros askars que si no hubiese sido por ese maldito chantecler, probablemente habríamos ganado la Guerra mundial. Si logramos entonces interrumpir el tránsito por el canal de Suez, habríamos cortado las líneas de aprovisionamiento de Inglaterra con la India y Australia, así como las de Francia con sus posesiones del norte y centro de África. También hubiésemos podido ocupar la costa occidental de Suez, lo que indudablemente habría precipitado la revuelta en Egipto. Una revuelta general del Islam, contra la supremacía del mundo occidental.
El general Sir John Maxwell, el salvador de Egipto en aquella memorable ocasión, ha debido por consiguiente llevar en su escudo de armas la imagen de un gallo lanzando su clarinada al romper el alba, para hacer perenne la memoria de ese incidente ridículo, que según los turcos, es rigurosamente histórico.
Hablando de eficiencia de soldados, la efectividad del ejército turco durante la Guerra mundial (a despecho de la triste reputación que ganó en las luchas balcánicas) debería ser atribuida parcialmente a los grandes servicios del mariscal de campo Von der Goltz. Durante treinta años fue el instructor del ejército otomano en capacidad de asesor. Desde luego, no tuvo un cargo que le permitiese formar el ejército de la manera como él lo hubiese deseado. Pero dejó el terreno abonado, de suerte que cuando el mariscal Liman Von Sanders, el héroe de los Dardanelos fue nombrado director o jefe de la misión alemana en Turquía en el año 1912, con poderes ejecutivos, lo único que tuvo que hacer fue levantar la estructura sobre los fundamentos ya preparados por Von der Goltz.
Los turcos eran excelentes artilleros y ametralladoristas. En la campaña de Galípoli, en la cual algunos de los más poderosos acorazados que jamás se hayan visto fueron enviados al fondo del Mediterráneo por las minas y submarinos turcos, esas dos espléndidas armas del ejército otomano llenaron las cuarenta o cincuenta mil tumbas que nuestros galantes enemigos dejaron en las doradas costas y en los históricos campos de batalla de la antigua Troya.
Durante esa tremenda lucha Alá estuvo con nosotros. Alá llegó hasta arrojar arena, como dicen los árabes, a los ojos de nuestros enemigos en cierta histórica ocasión, con el objeto de evitar que Constantinopla cayese en sus manos. Esto aconteció después de una serie de extraordinarios ataques, que costaron a las flotas británicas y francesas varias de sus más formidables unidades, obligándolas a retirarse de ese frente de guerra, al menos temporalmente.
Si en vez de retirarse, las flotas aliadas hubiesen aventurado otro ataque, habrían podido forzar fácilmente la entrada de los Dardanelos, porque en aquel momento estaban a punto de agotarse nuestras municiones. Entonces fue cuando Alá nos dio su ayuda, arrojando arena a los ojos de nuestros enemigos. Cuando los aliados se recuperaron del choque y se limpiaron los ojos, renovando su ataque, varios trenes cargados de proyectiles para artillería pesada, que en el interín habían llegado de Constantinopla, nos permitieron cerrar la entrada de los Dardanelos, en una forma tan hermética como cierran su bolsa los escoceses.
Sin embargo nuestros ametralladoristas y artilleros no eran los únicos bravos del ejército otomano. Aun nuestras tropas auxiliares, a saber, nuestros zapadores, estaban dotados de extraordinaria sangre fría y determinación. En el ataque contra el canal de Suez, que ocurrió para el mes de enero de 1915, uno de los acontecimientos más notables fue el voluntario sacrificio, por no decir el suicidio, de una compañía de zapadores otomanos, que después de cruzar el canal por medio de un puente de barcazas aceleradamente construido, se dejó matar hasta el último hombre, antes que rendirse. Nuestra caballería estaba también formada por un cuerpo de excelentes soldados aunque no parece que estimaran sus monturas en la forma en que deberían haberlo hecho. Esto es explicable por su ascendencia tártara. No debe olvidarse que hace siglos los mongoles, como sus discípulos los cosacos, usaban sus caballos no solo para la guerra, sino también como bestias de carga para transportar sus tropas a través de las estepas y desiertos, entre el Turquestán, la India, China y Hungría.
Cada guerrero en estas largas expediciones de los kalmukos tenía por hábito traer consigo diez o más vigorosos y ligeros potros, a los que mantenían todo el año pastando en las praderas, sin que requiriesen los cuidados de su dueño. Solo en esta forma podían lo turcomanos efectuar jornadas diarias de setenta u ochenta kilómetros. Lo hacían día tras día, mes tras mes, sin perder sus caballos. Por esta razón la caballería otomana que se aproximaba en número al tamaño de un cuerpo de ejército, al comienzo de la Guerra mundial, quedó reducida a su mínima expresión cuando terminó el conflicto.
La única mancha en el ejército turco fue la de los oficiales Takaut. Recuerdo todavía con consternación los meses en que tuve que vérmelas con ellos, mientras ejercía el cargo de mufetish, o inspector del Mamoureh-Kadme, centro de abastecimientos del ejército en el norte de Siria en 1915.
La mayor parte de estos Takaut pertenecía al cuerpo de oficiales retirados del régimen del ex sultán Abu-Ul-Hamid. Lo que equivale a decir que habían sido reclutados entre los sargentos y cabos, por temor de que los oficiales graduados si se les daba comando de tropas, pudieran organizar una revolución. Estos reglamentarios u oficiales de reserva del viejo régimen, por regla general eran aborrecidos en todo el país, debido a su rapacidad e instinto de perillanes.
Se les empleaba exclusivamente en los servicios de comisaría. Representaban en mi opinión la más dañina plaga que hubiese devastado a Turquía en el período de la Guerra mundial, porque la langosta aun cuando es voraz, habitualmente no destruye más nada, aparte de las cosechas y los forrajes. Mientras que estos inveterados parásitos, vendían las medicinas y las raciones del hombre y la bestia. Si hubiesen encontrado quien se las comprase, habrían vendido también las locomotoras de nuestro ferrocarril de Bagdad.
Esta es la razón por la cual el cuerpo de oficiales de los jóvenes turcos que destronó al sultán Abu-Ul-Hamid, se componía casi en su totalidad de oficiales del ejército regular, es decir, no de oficiales que hubiesen salido de las filas, sino de graduados de la Academia Militar, que en muchos casos pertenecían a las más aristocráticas familias del imperio.
El arma más eficiente estaba representada en nuestro ejército otomano por la infantería. Esos fieros askars que en la antigüedad colocaron las banderas de unas cien naciones conquistadas a los pies de sus poderosos sultanes.
Mientras combatía alternativamente en los varios frentes de guerra tuve la oportunidad de observar íntimamente a nuestros soldados turcos. Pocas veces osábamos ordenar un ataque a la bayoneta, porque luego no había manera de detenerlos cuando habían comenzado la carga. En acción no utilizábamos corneta sino pitos.
Tan pronto como se daba la voz de ataque partían los infantes gritando ¡Alá, Alá!, hasta morir el último hombre bajo el fuego concentrado de la artillería y de las ametralladoras enemigas. Estos askars nunca veían hacia atrás. Siempre adelante.
En la Bucovina, al norte de Rumania, tuvimos dos o tres divisiones turcas, que cooperaban en la lucha con los alemanes y austríacos para detener el avance de los rusos. Cada vez que los mujiks atacaban a los austríacos, nuestros turcos invariablemente tenían que salir al rescate de los soldados del emperador Francisco José y recuperar las posiciones perdidas haciendo retroceder al enemigo. Esto se repitió tantas veces que al fin el alto comiendo libró órdenes para que las actividades militares de los austríacos se limitaran a cavar trincheras y a la preparación de la comida para los turcos los cuales a cambio de estos trabajos de los austríacos combatirían solos al enemigo.
Un día los turcos se mostraron tan descontentos de la forma como los austríacos habían cavado una nueva línea de trincheras, que se declararon en huelga. Sin haber recibido órdenes atacaron a los rusos y rehusaron regresar, a menos que se ordenara a los austríacos reconstruir sus trincheras en la debida forma.
Cada vez que penetraba en algunos de nuestros cuarteles y observaba a nuestros soldados arreglando sus lechos, remendando sus uniformes, descansando con las piernas cruzadas en el piso, o leyendo sus libros de oraciones, sentía como si hubiera penetrado en la jaula de domesticados leones y tigres de Bengala.
Citaré a mi ordenanza principal Tasim Chavush como ejemplo. Había servido doce años en la caballería. Gener...