La economía política y el cristianismo
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La economía política y el cristianismo

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La economía política y el cristianismo

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Fray Zeferino González escribió en 1862 La economía política y el cristianismo, cuando era profesor en la Universidad Santo Tomás de Aquino de Manila. Por entonces ejerció el magisterio en Filipinas, en aquella universidad, fundada por los dominicos.En este ensayo Zeferino critica las teorías de Adam Smith, John Stuart Mill, Malthus y Proudhon, y defiende una auténtica economía política cristiana. Se basó en el pensamiento tradicional católico, como solución para los problemas de los obreros.En La economía política y el cristianismoZeferino González analiza el pensamiento económico desde una perspectiva religiosa.Defiende una economía acorde con el cristianismo y aporta nuevas iniciativas para la formación cristiana de la clase obrera. Así analiza y se distancia del pensamiento de Adam Smith: «Smith es como el jefe de esa escuela semi-materialista de Economía política, que solo ve en el hombre un capital y un productor de riquezas; escuela cuyos principios desecantes, y cuyas doctrinas egoístas tienden a hacer más desgraciada la suerte de los pobres, en vez de aliviar su infortunio; escuela, en fin, para la cual casi nada significan y en la cual para nada entran la religión y la moral.»En este libro Zeferino anticipa algunas de las ideas de la Democracia Cristiana, que posteriormente fue una poderosa ideología política europea. Los demócratas cristianos terminaron construyendo los modernos Estados del bienestar. En ellos, con una mezcla de conocimientos económicos y una perspectiva cristiana, se adoptaron medidas sociales que permitiesen reducir efectivamente la pobreza y la desigualdad social.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788498975062
Categoría
Literature
IV
«El orgullo y la malicia de ciertos hombres, decía Fenelon, son los que arrastran a tantos otros a una horrorosa pobreza.» Los que hayan meditado un poco sobre ese terrible cáncer del pauperismo, que corroe las sociedades modernas, y que produce viva y constante inquietud en los gobiernos y en los pueblos, comprenderán sin dificultad toda la verdad que encierran las palabras del ilustre arzobispo de Cambray.
Los que hayan leído algo sobre economía y estadística, los que hayan reflexionado sobre la situación relativa de las dos grandes clases sociales, la clase rica y la clase indigente, saben demasiado cuan trascendental es para los gobiernos y para la Economía política el problema de la clase obrera. Contribuciones de pobres, asociaciones filantrópicas, reglamentación para los hospicios y demás establecimientos de beneficencia, inspección y vigilancia administrativa, organización del trabajo, sociedades cooperativas; de todo se ha echado mano para resolver el gran problema, y sin embargo, el gran problema existe siempre y se revela cada día más alarmante y amenazador, y parece tender y acercarse rápidamente a la solución socialista.
No negaremos los resultados favorables de los esfuerzos realizados por la administración civil, ni la conveniencia de los medios antes indicados; pero sí diremos que esos esfuerzos y esos medios, si no han sido estériles, han sido menos fecundos de lo que correspondía a sus proporciones. Y es que han sido separados de la savia vivificadora y fecundante de toda obra benéfica, el gran principio de la caridad católica; porque, como decía Balmes: «¡Ay de los desgraciados que no reciben el socorro en sus necesidades sino por medio de la administración civil, sin intervención de la caridad cristiana! En las relaciones que se darán al público, la filantropía exagerará los cuidados que prodiga al infortunio, pero en realidad las cosas pasarán de otra manera. El amor de nuestros hermanos, si no está fundado en principios religiosos, es tan abundante de palabras como escaso de obras. La visita del pobre, del enfermo, del anciano desvalido, es demasiado desagradable para que podamos soportarla por mucho tiempo cuando no nos obligan a ello muy poderosos motivos. Donde falta la caridad cristiana podrá haber puntualidad, exactitud, todo lo que se quiera por parte de los asalariados para servir, si el establecimiento está sujeto a una buena administración; pero faltará una cosa, que con nada se suple, que no se paga: el amor. Mas se nos dirá: y ¿no tenéis fe en la filantropía? No; porque, como ha dicho Chateaubriand, “la filantropía es la moneda falsa de la caridad”».
La Economía política anti-cristiana, la escuela económica que prescinde de los principios religiosos y morales, no solo es incapaz de dar solución satisfactoria al gran problema, sino que ha contribuido poderosamente a que haya tomado y tome cada día proporciones exasperantes. La escuela que solo se ocupa del bienestar material, echando por completo en olvido, o al menos, prescindiendo de los destinos superiores del hombre; la escuela que ensalza y promueve el lujo ilimitado como un medio de producción y de bien para el hombre y la sociedad; la escuela que solo tiene y recomienda para el obrero la educación industrial, echando a un lado la educación moral y religiosa; la escuela, en fin, que no halla otro medio para conducir al obrero a la adquisición del bienestar que la excitación al trabajo por medio de la multiplicación de necesidades, siquiera estas sean facticias, y por el aliciente de los goces materiales, no es ciertamente la llamada a mejorar la suerte de las clases obreras y establecer relaciones armónicas y permanentes entre la humanidad pobre y la humanidad rica. Lo que si podrá producir semejante escuela económica es ese lujo insultante que se revela en nuestras sociedades, esas fortunas colosales que aparecen repentinamente en las grandes ciudades industriales y fabriles, esa nueva aristocracia del dinero y de la industria, que arrastra en pos de si poblaciones enteras de artesanos y obreros, que nos recuerdan los antiguos patricios romanos de los últimos tiempos de la república y primeros del imperio, con sus centenares de esclavos, sus innumerables quintas, sus estanques de lampreas, sus termas, sus cenas y sus convites de millones de sextercios.
Solo la Economía político-cristiana, basada sobre el gran principio de la caridad y del orden sobrenatural, es la que puede, si no hacer desaparecer las condiciones del problema, porque el trabajo es una ley divina y una necesidad social, darle, a lo menos, solución más conveniente y más en relación con la dignidad del hombre y sus destinos superiores.
En efecto; por una parte, la escuela cristiana de Economía política condena el lujo excesivo y el abuso de las riquezas, haciendo desaparecer de esta suerte una de las causas más poderosas y frecuentes del odio concentrado de la clase indigente contra los ricos. Por otra parte, recomendando la caridad como una virtud necesaria y como la virtud predilecta de Dios, aproxima sin cesar el pobre al rico, y hace entrar en su corazón el sentimiento de gratitud en vez del odio excitado por el lujo y las miras egoístas de la Economía anti-cristiana.
Empero, en ninguna cosa se manifiestan tan de bulto las ventajas de la Economía político-cristiana, como en el principio de la caridad aplicado a la instrucción. Ella enseña, en efecto, que debe atenderse ante todo y con absoluta preferencia a la instrucción moral y religiosa de los obreros; porque solo aquí se encuentra el verdadero origen del bienestar para ellos, y de armonía y seguridad para la clase rica y los gobiernos. El obrero que posee un corazón morigerado, el obrero cristiano que posea educación moral y religiosa, será amigo del trabajo, del orden y de la frugalidad. Cuidará de satisfacer las necesidades verdaderas y primarias de su persona y de su familia antes que las facticias. Procurará cultivar su inteligencia, adquirir buen nombre y hacer ahorros; será buen esposo, buen hijo, buen padre y buen ciudadano, y si, a pesar de sus esfuerzos y fatigas, no puede subir a una posición más elevada, si se ve condenado a buscar diariamente en su trabajo el necesario alimento, no murmurará, no odiará al rico; porque sabe que el Padre celestial da entrada en el reino de los cielos al pobre sumiso y paciente con preferencia al rico orgulloso.
¡Oh! si los gobiernos y los pueblos atendieran con preferencia a la instrucción moral y cristiana de las clases obreras; si cuidaran de formar su corazón en las virtudes cristianas antes de sepultarlos en las fábricas y talleres, que se convierten para el mayor número de estos desgraciados en escuelas de inmoralidad y corrupción; si escucharan, en fin, las inspiraciones de la Economía político-cristiana, sin duda que el problema del pauperismo no se alzaría tan amenazador y desconsolante para la sociedad y la religión.
Y no es porque el cristianismo y la Iglesia de Cristo ignoren o desconozcan que las formas y manifestaciones del mal físico, bien así como las formas y manifestaciones del mal moral, acompañarán siempre al hombre a su paso sobre la tierra. El cristianismo y la Iglesia saben demasiado que, dadas las actuales condiciones físicas y morales de la humanidad, ésta presenciará siempre en mayor o menor escala las antítesis o contradicciones del hombre de la opulencia y del hombre de la pobreza, del hombre de la inteligencia y del saber y del hombre embrutecido y de la ignorancia, del hombre de la salud y del hombre de la enfermedad, del hombre de la virtud y del hombre del vicio. Lo que el cristianismo y la Iglesia católica pretenden, y desean, y piensan, y procuran por medio de sus principios y doctrinas, por medio de sus leyes e instituciones, es, ya que no es posible destruir ni aniquilar por completo el mal, disminuir su intensidad, suavizar sus efectos, utilizar y moralizar su existencia y sus manifestaciones.
No, el cristianismo y la Iglesia, que, de acuerdo con la razón, con la experiencia interna y con la historia, profesa el dogma de la caída original, y reconoce como efecto y manifestación de ésta la degradación física, intelectual y moral del hombre, no abriga la confianza de la abolición total de las formas del mal sobre la tierra, porque sabe que esto está reservado para la vida futura, en la que la omnipotencia y la misericordia de Dios cambiará las condiciones de la existencia humana. No es ciertamente el cristianismo, sino el panteísmo hegeliano, el que engaña al hombre con falaces promesas de una divinización futura: no es el cristianismo, sino el krausismo espiritista, el que mece y entretiene al hombre con los vanos ensueños de una edad plena y armónica, en que desaparecerán como por encanto de esta tierra que habitamos «los males todos que hoy todavía tuercen y cortan el camino de la vida, la guerra y el despotismo, la injusticia y el egoísmo, la indiferencia y el escepticismo».9
Hay más todavía: la profunda, cuanto combatida doctrina del cristianismo en orden a la existencia permanente del mal y de sus manifestaciones sobre la tierra, hállase hoy comprobada y como científicamente demostrada por las conclusiones de la misma Economía política. Las leyes fundamentales y constitutivas de esta ciencia, los elementos y principios generadores de la producción y distribución de las riquezas llevan consigo inevitablemente la existencia y, en ocasiones, hasta el aumento de la miseria y de los sufrimientos. Con su lógica inflexible, franca y ultimadora, Proudhon ha demostrado la realidad de este fenómeno,10 reconocido a la vez por otros economistas contemporáneos. Tomemos, por ejemplo, la división del trabajo, que constituye una de las leyes fundamentales de la ciencia económica, instrumento el más fecundo y poderoso de saber y de riqueza, y le veremos a la vez influir poderosamente en la ignorancia, favorecer el desarrollo de la miseria y del embrutecimiento de las masas, «un hombre, escribe Say,11 que durante toda su vida no hace más que la misma operación, llega sin duda a ejecutarla mejor y con mas prontitud que otro hombre, pero al propio tiempo se hace menos capaz en orden a cualquiera otra operación, sea física, sea moral; sus restantes facultades se apagan, resultando de aquí una degeneración del hombre considerado individualmente. Es un triste testimonio el que el hombre se da a sí mismo, no haber hecho jamás sino la décima octava parte de un alfiler. Y no hay que imaginarse que esta degeneración pertenece exclusivamente al obrero que durante toda su vida maneja solamente una lima o un martillo; pertenece también al hombre que por razón de su estado ejerce otras facultades más independientes».
Oigamos ahora al citado Proudhon sobre este mismo punto. «¿Cuál es —pregunta—,12 después del trabajo, la causa primera de la multiplicación de las riquezas y de la habilidad de los trabajadores? la división del mismo trabajo.
»¿Cuál es la primera causa de la decadencia del espíritu o talento y, según lo probaremos en seguida, de la miseria civilizada? la división del trabajo...
»El trabajo, que debía proporcionar superioridad a la conciencia y hacerla más y más digna de felicidad, determinando por la división la debilidad del espíritu, aminora al hombre en su parte más noble, minorat capitis, y le refunde en la animalidad. Desde este momento el hombre degenerado trabaja como bruto, consiguientemente debe ser tratado como bruto. La sociedad pondrá en ejecución este juicio de la naturaleza y de la necesidad.
»El primer efecto del trabajo dividido, después de la depravación del alma, es la prolongación de las horas de trabajo, que crecen en razón inversa de la suma de inteligencia empleada. ...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. Libros a la carta