Coloquio con Juan Ramón Jiménez
Nota: En las opiniones que José Lezama Lima «me obliga a escribir con su pletórica pluma», hay ideas y palabras que reconozco mías y otras que no. Pero lo que no reconozco mío tiene una calidad que me obliga también a no abandonarlo como ajeno. Además, el diálogo está en algunos momentos fundido, no es del uno ni del otro, sino del espacio y el tiempo medios.
He preferido recoger todo lo que mi amigo me adjudica y hacerlo mío en lo posible, a protestarlo con un no firme, como es necesario hacer a veces con el supuesto escrito ajeno de otros y fáciles dialogadores.
J. R. J.
Nos enamoramos de la piel, contemplamos invariablemente sobre nosotros la misma piel en forma de carta estelar. Piel, mirada y cartografía sideral. Luego resulta que la piel no corresponde al cuerpo, quien debe responder por la piel y por la mirada. La serpiente de cristal prosigue, se persigue; ha quedado la piel, que es entonces sombra, flecha sobre la sombra, muro que se hunde sobre la espalda soplada. La serpiente de cristal está ya en otra piel y nosotros tardamos en convencernos de que la piel anterior es ya un papel, de que el papel cae con la elegancia con que se frunce la hoja. Cuando esperábamos la hoja verde, aparece la hoja eléctrica, la morada, la hoja que crece en las espaldas o en las sienes como una cabellera vista desde debajo del agua, como un racimo de peces girando sobre un cristal fijísimo, eterno. Después, piel, sangre del humo. Una mano fuerte aprieta, estrangula un limón, define una garganta.
Etapas: piel, piel del guante, piel disecada. Serpiente de cristal: el estilo, la manera, la costumbre de la sensibilidad. Un día nos burlamos de lo primero. Vidas multiplicadas por tronos, potestades, demonios y ángeles, no alcanzarían acaso lo segundo, contestar por todos de una vez para quedarse definitivamente en fracaso, en hundimiento, en mutismo.
Picasso dice: «No busco, encuentro.» Juan Ramón Jiménez dice: «No estudio, aprendo.» Aprendieron encontrando, modo también de la serpiente de cristal; saliendo siempre de su piel, sus últimas adquisiciones. Por eso, si buscamos en ellos las distintas maneras que han atravesado, nos perdemos; sorprendemos solo una experiencia sensible aislada. Su legitimidad nos obliga a descubrir en ellos lo más valioso, lo que es en sí curiosa obra de arte, fuerza creacional, riqueza infantil de creación. Para ellos, la manera, el estilo han sido últimas etapas de largas corrientes producidas por organismos vivientes de expresión. Mientras que los más (temed al hombre de una sola experiencia sensible victoriosa) alcanzaron una manera y la degeneraron en manía; una tradición fraccionada, y se apresuraron a convertirla en ley.
Juan Ramón, Picasso. Su fidelidad radica solo en el acoplamiento de la virtud aprehensiva volcada sobre el objeto provocador en el momento en que éste ofrecía el mejor de sus cuerpos, como en la cita final. Su secreto, su primer acercamiento a las claves y a lo eterno, permanecen intactos. Picasso: Roma y África, fauna boreal y urnas cinerarias, barracas de feria y piedras carbonizadas de la era terciaria. Un común denominador: fidelidad, riqueza fabulosa de recuerdos de infancia creadora, absoluta erotización de la adolescencia, serenidad, cita cumplida y firma legible. Juan Ramón Jiménez: resolución en ondas y líneas, como en un pez que resuelve; línea y música atadas. Enterrado oído marino para las abejas malva y oro de la ciudad dórica andaluza. Nardo, paseos a caballo por hierbas húmedas, tierras violetas, revueltas arenas respiradas. Maestro, ¿por qué la rosa y no el clavel? («Porque la rosa es mujer y yo hombre.» J. R. J.) De la rosa, ¿la ausencia o su definitiva teleología de la nieve, su círculo que es anillo? ¿La rosa alzada cuando la rama vuelca su agua con sueño, y se queda lo verde para morir?
Ahora estamos todos con Juan Ramón. Una sala donde es exigible leer fumando, unos sillones academizados dentro de sus rosadas pieles. Biblioteca y salón. Meditación sobre las culturas, como espiral ascendente resuelta en el humo de los cigarrillos. Se leen poesías, se siguen leyendo y la poesía se escapa. Un poco supersticiosos con la leyenda silenciosa de Juan Ramón, él nos avisa varias veces, y la poesía vuelve, prolonga su visita. De pronto, salta una voz intempestiva: «¿Qué opina usted de estos poemas?»
Juan Ramón vacila, luego contesta rápidamente: «Será mejor que opinen ustedes. Como se conocen bien, opinarán más pronto y más preciso.»
Hay otra pausa en la lectura, pausa muy metida ya dentro de la leyenda silenciosa que precede a Juan Ramón. Quien nos dice que si no opinamos sobre los poemas oídos, podemos sin duda hablar de poesía. Hablar de poesía prescindiendo de los poetas, será quizá la única manera de entende...