Empeños y desempeños (artículo parecido a otros)
El Pobrecito Hablador, septiembre 1832
Pierde, pordiosea
El noble, engaña, empeña, malbarata,
Quiebra y perece, y el logrero goza
Los pingües patrimonios...
Jovellanos
En prensa tenía yo mi imaginación no ha muchas mañanas, buscando un tema nuevo sobre que dejar correr libremente mi atrevida sin hueso, que ya me pedía conversación, y acaso nunca lo hubiera encontrado a no ser por la casualidad que contaré; y digo que no lo hubiera encontrado, porque entre tantas apuntaciones y notas como en mi pupitre tengo hacinadas, acaso dos solas contendrán cosas que se puedan decir, o que no deban dejarse por ahora de decir.
Tengo un sobrino, y vamos adelante, que esto nada tiene de particular. Este tal sobrino es un mancebo que ha recibido una educación de las más escogidas que en este nuestro siglo se suelen dar; es decir esto que sabe leer, aunque no en todos los libros, y escribir, si bien no cosas dignas de ser leídas; contar no es cosa mayor, porque descuida el cuento de sus cuentas en sus acreedores, que mejor que él se las saben llevar; baila como discípulo de Veluci; canta lo que basta para hacerse de rogar y no estar nunca en voz; monta a caballo como un centauro, y da gozo ver con qué soltura y desembarazo atropella por esas calles de Madrid a sus amigos y conocidos; de ciencias y artes ignora lo suficiente para poder hablar de todo con maestría. En materia de bella literatura y de teatro, no se hable, porque está abonado, y si no entiende la comedia, para eso la paga, y aun la suele silbar; de este modo da a entender que ha visto cosas mejores en otros países, porque ha viajado por el extranjero a fuer de bien criado. Habla un poco [su poco] de francés y de italiano siempre que había de hablar español, y español no lo habla, sino lo maltrata; a eso dice que la lengua española es la suya y que puede hacer con ella lo que más le viniere en voluntad. Por supuesto que no cree en Dios, porque quiere pasar por hombre de luces; pero, en cambio, cree en chalanes y en mozas, en amigos y en rufianes. Se me olvidaba: no hablemos de su pundonor, porque éste es tal que, por la menor bagatela, sobre si lo miraron, sobre si no lo miraron, pone una estocada en el corazón de su mejor amigo con la más singular gracia y desenvoltura que en esgrimidor alguno se ha conocido.
Con esta exquisita crianza, pues, y vestirse de vez en cuando de majo, traje que lleva consigo el ¿qué se me da a mí? y el ¡aquí estoy yo! ya se deja conocer que es uno de los gerifaltes que más lugar ocupan en la corte, y que constituye uno de los adornos de la sociedad de buen tono de esta capital de qué sé yo cuántos mundos.
Este es mi pariente, y bien sé yo que si su padre le viera había de estar tan embobado con su hijo como lo estoy yo con mi sobrino, por tanta buena cualidad como en él se ha llegado a reunir. Conoce mi Joaquín esta mi fragilidad y aun suele prevalerse de ella.
Las ocho serían y vestíame yo, cuando entra mi criado y me anuncia a mi sobrino.
—¿Mi sobrino? Pues debe de ser la una.
—No, señor; son las ocho no más.
Abro los ojos asombrado y me encuentro a mi elegante de pie, vestido y en mi casa a las ocho de la mañana.
—Joaquín, ¿tú a estas horas?
—¡Querido tío, [muy] buenos días!
—¿Vas de viaje?
—No, señor.
—¿Qué madrugón [madrugar] es éste?
—¿Yo madrugar, tío? Todavía no me he acostado.
—¡Ah! Ya decía yo.
—Vengo de casa de la marquesita del Peñol; hasta ahora ha durado el baile. Francisco se ha ido a casa con los seis dominós que he llevado esta noche para mudarme.
—¿Seis no más?
—No más.
—No se me hacen muchos.
—Tenía que engañar a seis personas.
—¿Engañar? Mal hecho.
—Querido tío, usted es muy antiguo.
—Gracias, sobrino; adelante.
—Tío mío, tengo que pedirle a usted un gran favor.
—¿Seré yo la séptima persona?
—¡Querido tío! Ya me he quitado la máscara.
—Di el favor —y eché mano de la llave de mi gaveta.
—En el día no hay rentas que basten para nada; tanto baile, tanto... en una palabra, tengo un compromiso. ¿Se acuerda usted de la repetición Breguet que me vio usted días pasados?
—Sí, que te había costado 5.000 reales.
—No era mía.
—¡Ah!
—El marqués de• • • acababa de llegar de París; quería mandarla limpiar, y no conociendo a ningún relojero en Madrid, le prometí enviársela al mío.
—Sigue.
—Pero mi suerte lo dispuso de otra manera. Tenía yo aquel día un compromiso de honor: la baronesita y yo habíamos quedado en ir juntos a Chamartín a pasar un día; era imposible ir en su coche; es demasiado conocido.
—Adelante.
—Era indispensable tomar yo un coche, disponer una casa y una comida de campo... A la sazón me hallaba sin un cuarto... Mi honor era lo primero; además, que [además de que] andan las ocasiones por las nubes.
—Sigue.
—Empeñé la repetición de mi amigo.
—¡Por tu honor!
—Cierto.
—¡Bien entendi...