Los amores de Moreira
Moreira vivía en el partido de Matanzas, donde se había criado desde pequeñito, sin haber conocido a su padre, que era aquel tremendo Moreira que hizo fusilar Rosas, dándole una carta para Cuitiño, en cuya carta le daba orden de fusilarlo y que la víctima creía ser una orden para que le entregase un dinero que le había prometido.
Muchos de nuestros lectores que vivieron en aquellas épocas luctuosas, tal vez hayan conocido al padre de nuestro héroe.
Ya hemos dicho que Juan Moreira, como la mayoría de nuestros gauchos, tocaba la guitarra con ese sentimiento artístico que nace del corazón y que no se puede imitar, acompañándose con tiernas décimas y tristes, que gemían melancólicamente al poder sentido de su hermosa voz.
En aquellas plácidas noches de Luna, en que se ve el campo plateado por la luz suavísima del astro de la noche, Moreira ensillaba su caballo con esa coquetería cariñosa que tiene siempre para su pingo el gaucho de buena ley, y colgando la guitarra a los tientos del recado, se iba a algún rancho amigo, donde era siempre bien recibido, porque con él iban la alegría y la perspectiva de una noche de baile.
La jarana se armaba entonces en toda regla: al rancho empezaban a caer los amigos de los alrededores, el cimarrón circulaba de boca en boca, alternando con un traguito de ginebra, y el baile seguía a la décima y al triste, baile alegre e inocente que duraba hasta las doce de la noche o la una de la madrugada.
En estas correrías y jaranas Moreira conoció a Vicenta, joven paisanita cuya hermosura era proverbial en el pago, y entonces el rancho de Vicenta fue el preferido por Moreira para sus noches de baile y alegría.
Generalmente querido por su extremada bondad y mansedumbre, en los bailes que improvisaba Moreira no había el menor disgusto, pues a la par que se le quería, se le respetaba, y ninguno hubiese querido granjearse su enemistad.
Este género de bailes pasa siempre en el mayor orden, porque a ellos concurre solo la buena gente trabajadora y alguno que otro forastero que es invitado a desensillar, porque la hospitalidad para el gaucho es una especie de religión que practica con placer.
Los gauchos alzados y vagos no concurren nunca a este género de bailes, porque siempre andan huyendo de los centros de población, frecuentados por la autoridad.
Su teatro es la pulpería, donde se apea de noche y de donde sale de día a vagar hasta la vecina, con el ojo siempre avizor y la daga al alcance de su mano.
A los bailes que Moreira improvisaba en casa de Vicenta, asistían, además del paisanaje, el teniente alcalde del cuartel que habitaba y uno que otro comerciante amigo del paisano o de la familia.
Moreira amaba a Vicenta como ama el gaucho en su inocencia primitiva, sin hablarle una palabra, pero revelándole el amor de su alma virgen con la mirada de sus magníficos ojos y el proverbial «dispense, doña Vicenta», con que le dedicaba sus más sentidas décimas y amorosas trovas.
Vicenta comprendía este amor y callaba, correspondiéndolo con una mirada expresiva y el mate especial que le servía, ligeramente espolvoreado con canela.
Moreira era un joven sumamente arrogante y de los más acreditados en el partido como valiente y como el mejor cantor, prendas que en la campaña, para la mujer, son estimadas con preferencia.
El padre de Vicenta veía estos amores con cierta vanidad, pues a más de todo esto, Moreira era un hombre trabajador, honrado y dueño de una fortunita que, trabajada, podía ser algún día una riqueza.
El buen paisano alentó los amores de Moreira, para provocar entre los dos jóvenes un honesto casamiento.
El teniente alcalde, que frecuentaba las reuniones a que aludimos, hacía tiempo que andaba enamorado de la gentil Vicenta, pero con distintas intenciones de las de Moreira.
Quería emprender la seducción de Vicenta, y no podía mirar con tranquilidad aquellos amores; primero, porque ellos desbarataban sus planes, y segundo, porque Moreira era un paisano sagaz, con quien no se podía jugar sucio.
El teniente alcalde empezó entonces a fraguar la trama eterna que da por resultado la frontera y los grillos para el que se persigue con cualquier pretexto, aunque la trama iba esta vez a hacerse difícil, pues se estrellaba en un hombre intachable por su conducta.
Moreira no malició la perfidia que le reservaba el teniente alcalde; tranquilo y servidor como siempre, siguió en sus bailes y en sus amores con Vicenta, amores ya aceptados por el padre.
Fue en estos días que Moreira facilitó al almacenero Sardetti la suma de 10.000 pesos que éste le pidió para hacer una compra de frutos del país, préstamo que fue hecho sin recibo ni documento alguno y completamente a la buena fe de ambos.
Moreira se había decidido por fin a hablar y había concertado su casamiento para un mes después.
Fue aquella una fiesta memorable, en la que hubo licor de rosa y tortas fritas, en que se bailó hasta destabarse y se tocó la guitarra hasta «Sol alto».
Y fue también en esa noche que tuvo lugar el primer acto de hostilidad del teniente alcalde, que no concurrió al baile y al otro día mandó a sacar a Moreira una multa de 500 pesos por haber dado baile público «sin permiso de la autoridad».
Moreira, a pesar de la opinión de su suegro, preocupado por su reciente felicidad, pagó la multa, diciendo que, sin duda alguna, aquélla era el remojo que cobraba el amigo don Francisco.
Pero las multas empezaron a repetirse con frecuencia, lo que empezó a alarmar al pacífico vecindario que comprendía la injusticia de ellas.
Un día Moreira era citado a casa del teniente alcalde, porque se había encontrado un animal de su propiedad haciendo daño en los sembrados y era preciso abonar la multa, que el paisano pagaba humildemente, aunque sin ninguna voluntad y protestando de la injusticia.
Otro día era una multa por no haberse presentado a un supuesto llamado de la autoridad, y otro, en fin, por haber molestado al vecindario a deshora con su acto.
Estas multas empezaron a agriar poco a poco a Moreira, hasta que un día se presentó en casa del amigo Francisco, decidido a saber el porqué de esta persecución.
El amigo Francisco escuchó agriamente el justo y humilde reclamo y le respondió con aspereza que no tenía que darle cuenta de sus acciones y que si no pisaba más derecho le iba a remachar una barra de grillos.
Ante esta amenaza Moreira palideció, pero dominándose rápid...