Bosquejo sobre el estado político y moral del Perú
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Bosquejo sobre el estado político y moral del Perúcontiene una ardua reflexión sobre la historia política del Perú durante la primera mitad del siglo XIX. José Manuel Valdez y Palacios hace énfasis en la actividad de Simón Bolívar y en la cadena de pactos y acciones bélicas que marcaron su existencia.La obra se subdivide en tres partes que comprenden: - el período anterior a la independencia, que engloba desde la conquista hasta 1820;- el período de la Independencia, que va de 1820 a 1824;- y el período de la República, que comprende desde la batalla de Ayacucho a la caída de La Mar.La primera sección delBosquejoestá dividida en siete capítulos en los que se aborda sucesivamente tópicos tales como la riqueza natural del territorio, la descripción geográfica del Perú, y un balance de su industria, agricultura y comercio. Valdez concluye con un análisis de la literatura y la religión.En la segunda parte o sección pasa al estudio de la independencia. Es minucioso al retratar el paso de los gobiernos de San Martín al de Bolívar y dedica largas páginas a la descripción y el elogio de las batallas de Junín y Ayacucho.En la tercera y última parte destaca el juicio que realiza de Bolívar, el relato pormenorizado de los acontecimientos del gobierno de La Mar, entre los que destacarán la campaña contra Colombia y la caída de dicho presidente.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788498971316
Época primera
Capítulo I. Riqueza
La riqueza del Perú fue tan extraordinaria antes de la guerra de la independencia, que a pesar de haberse convertido en proverbio entre algunas naciones de Europa, parecerá tal vez fabulosa su descripción para aquellos que no fueron sus espectadores o para los que no tuvieron el gusto de leer los documentos que restan de la pasada opulencia de este país. Las puertas de plata de la antigua ciudad de LOS REYES, que era el título que se daba a la soberbia Lima en los tiempos de su magnificencia, han sido ya descritas por la pluma de muchos viajantes; pero no es en este sentido que queremos escribir. La descripción de la pasada grandeza de los imperios y de las ciudades es ciertamente agradable al hombre que la contempla y que se siente transportado a las épocas y lugares: existe sin embargo un objeto más importante, existe una lección de moral, en el contraste de una nación que de pronto pasa de la prosperidad a la miseria.
En 1791 las minas descubiertas y explotadas en el Perú pasaban de 160 las de oro, y llegaban a 184 las de plata. El clima, las localidades y otras varias causas físicas, reunidas conjuntamente, colaboraron para hacer del Perú la tierra del oro y de la plata; parece que la naturaleza se había complacido en levantar sobre esta parte de la América-Meridional ese mar de montañas cuyos picos se elevan a los cielos y cuyas bases son de oro. Del seno de estas montañas salieron esos tesoros con que España deslumbró al mundo, deslumbrándose, al mismo tiempo, a sí misma, durante algunos años; y que pasando después a otras manos, la dejó sumida en la miseria que hoy exhibe. Aún ahora, habiendo transcurrido algunos años desde que la hoz de la revolución fue acabando con los brazos industriosos que trabajaban esas minas, una gran cantidad de oro y de plata que brilla en las más grandes capitales de Europa, bajo las infinitas formas que le imprimieron el uso y la industria, así como una porción considerable de la moneda fuerte que circula en las plazas mercantiles, son el producto de las minas del Perú y México. En 1682 solo los comerciantes de Lima tapizaron de plata maciza la calle principal, por donde el virrey, duque de Plata entró para asumir el gobierno. De aquí nació sin duda el dicho común, que de la plata exportada del Perú y de México podía hacerse un puente de este metal que uniese los dos hemisferios.
Nada de exagerado hay en estos juicios, si consideramos el siguiente cálculo hecho por viajantes científicos sobre documentos oficiales.
Las minas de Guanajuato, comprendiendo la Valenciana, suministraban a principios del siglo XIX 551.000 marcos de plata; las de Catorce, producían 400.000; las de Zacatecas de 356 a 402.000. Solamente la mina Valenciana en el punto de Guanajuato produjo inmediatamente, antes de la revolución, 630.000; el mineral de Lauricocha, pocos años después del establecimiento de las bombas de fuego, produjo 480.000 marcos; y la de Potosí, desde el año de 1585 hasta 1595, produjo 887 o 73 marcos. La cantidad total que dio este mineral desde su descubrimiento en 1545 hasta fines del siglo pasado, sin contar más que la plata, cuyos derechos fueron debidamente pagados, asciende a 575.000.000 de libras; y el producto de once años de 1545 a 1556, fue de 613.000.000. Así tenemos que un solo cerro del Perú pudo dar dos o tres veces más plata que todas las minas de México reunidas.
Bien se ve que en los anteriores resultados no se encuentran los de otras minas, que también fueron célebres, por su riqueza, tales como el Huantajaya en el departamento de Arequipa, el Lucanas en Ayacucho, o Micui-pampa en La Libertad, y otros varios pertenecientes al Perú, sobre los cuales no hay documentos, ni son mencionados por alguno de los que escribieron sobre esta materia, como son el CAMANTY o Camantin, en los valles de Marcapata, el Huaillura, en los valles de Paucartambo, que producía un quintal de oro por día, y el Senca, situado al N. E. del Cuzco, al cual asegura la tradición que los incas le daban más valor que al Potosí.
Todas las minas de Europa, según documentos oficiales publicados, no produjeron más de aproximadamente 215.000.000 de marcos, mientras que solamente las minas del Perú, cuya plata se fundió en la Casa de la Moneda de Potosí, produjeron, hasta los días en que escribía M. Bompland la suma de 1.614.145.538 pesos fuertes.
La célebre mina de Salcedo, situada en el departamento de Puno, llamada así en honor al nombre de su primer propietario, fue tan extraordinariamente rica, que extendiéndose la fama de su nombre y la generosidad de su dueño, atrajo de todas partes mucha gente, que llegó para poblar el lugar helado, y antes solitario, de su explotación. Esta gente aumentó con el tiempo hasta formarse dos poderosos partidos que libraron sangrientas batallas, de las cuales la más célebre fue en las planicies de Laicacota, donde murió mucha gente de ambos bandos.
El conde de Lemos que en esa oportunidad era virrey del Perú, no pudiendo apaciguar esos tumultos con las varias órdenes que expidió, se vio en la necesidad de ir personalmente a la zona minera, donde en 1669 tomó muchos prisioneros que mandó inmediatamente ahorcar. El propietario Salcedo fue remitido a Lima, donde fue juzgado, condenado a muerte, y ejecutado, sin otro delito que sus riquezas que excitaban la envidia, y dieron origen a declaraciones de falsos testigos, siendo este el pago de la generosidad, con que a cualquier español pobre o desvalido, que a él acudía a pedir socorro, permitía entrar en la mina y sacar la cantidad de plata que pudiese extraer en tiempo determinado.
Las minas de Llaullicocha, en el mismo departamento de Puno, fueron también célebres por su riqueza; la iglesia matriz de la capital de aquel departamento, construida de piedra y en buen estilo, es un magnífico monumento de la piedad y opulencia de una señora, que hizo la promesa de levantar este edificio a un costo en proporción a la cantidad de plata que le produjesen aquellas minas de que era dueña.
El cerro de Huancavelica ha sido, y es aún una de las minas más ricas de azogue que hay sobre la tierra, una mina que comprende 41 colinas, interceptadas por vetas de las cuales una sola parte, llamada Santa Bárbara, la grande, dio cinco mil quintales de azogue por año, durante el espacio de dos siglos.
La magnificencia y profusión con que la naturaleza y el arte se habían esmerado en prodigar para adorno de los templos, fue una de las cosas que más admiraron los extranjeros: al entrar en éstos podía cualquiera considerarse transportado a los templos de Tyro y de Palmira; pero no hay un Volney, Tácito u otro que invocara sobre las márgenes del Rímac al genio de la Historia. Los altares, las andas, las mesas, los fontanales, estaban cubiertos de plata, enormes candelabros, estatuas de grandeza natural, columnatas, capiteles, los vasos sagrados, los cálices, las patenas, las custodias, eran de plata y de oro macizo, guarnecidos de preciosas piedras, de las más raras, y de incalculable valor. La ondulación de las cortinas de damasco, el perfume de deliciosos aromas, las voces bien afinadas del órgano, y el canto suave que a intervalos se dejaba percibir venida de los pájaros presos en jaulas de filigrana, sujetas por cadenas de plata maciza, formaban un conjunto de cosas, que dejaba asombrado al espectador. Aún existen hoy en la iglesia de N. S. del Rosario de Lima ocho jaulas de plata, sujetas por cadenas del mismo metal.
Esta magnificencia de aquellos días tranquilos era ofrecida casi con igual profusión a las comodidades de la vida privada; por ese entonces aún no se conocían la loza y el cristal; los servicios de mesa, los candelabros, los vasos, los lavatorios, los perfumadores, etc., eran de plata maciza elegantemente labrada por los artistas del país. Había casas en que la vajilla era de oro, y las de plata eran tan comunes, entonces, como son hoy las de loza.
En las reuniones públicas, en los días de etiqueta, en las grandes funciones y fiestas, se presentaban las damas peruanas ataviadas de tal modo con perlas y brillantes, que tan solo una de las que usaban en el cuerpo, actualmente sería suficiente para constituir una fortuna familiar. Era tal la abundancia de estas joyas, y tal el desinterés con que las miraban los peruanos, que en ciertas ocasiones para adornar vírgenes o novias, se prestaban cofres de perlas sin ningún tipo de seguridad. Una novia de la alta esfera, y una de la clase media, se presentaban el día de la boda con joyas cuyo valor era incalculable, y en los grandes bailes, que duraban varias noches era ella un Sol que deslumbraba la vista con el brillo de sus rayos multiplicados por mil luces. El día del besamanos de Jorge IV se vio bajar en las puertas del palacio de S. James de uno de los coches que allí se juntaban, a cierta duquesa, cuyas joyas repartidas por todo el cuerpo se calculaban en 13.000.000 de pesos, describiendo los redactores de Times esta ostentación con los más vivos colores. Lástima que en el Perú no hayan existido escritores entusiastas, como en Inglaterra, que nos transmitieran el antiguo lujo de las damas del Rímac y del Cuzco.
La moneda de oro y plata circulaba por todo el estado; descendiendo de las más altas clases hasta las más bajas, volvía de éstas a aquéllas por una proporción de necesidades mutuas.
Las transacciones comerciales se hacían al contado, siendo casi desconocido el crédito, en que se funda hoy el eje del comercio de las naciones; sin embargo, cuando alguna persona necesitaba dinero, aun tratándose de cantidades fuertes, no tenía más trabajo que pedirlo a algún amigo o conocido para obtenerlo de inmediato, sin documentos ni otro tipo de seguridades. El doctor Archibald Smith, que visitó Lima después de la guerra de la independencia, atribuye esta rara franqueza únicamente a la integridad de los primeros españoles que se establecieron en el Perú, sin concederle su parte a la abundancia de dinero de este país; sin duda olvida él que la época de la prosperidad de las naciones ha sido la de la integridad de sus costumbres; y que la era de su miseria es la de la corrupción en ellas introducida. La existencia de algunos hombres de probidad en medio de pueblos pobres y abatidos no es más que una excepción a la regla general en la condición de las sociedades humanas.
El precio de los géneros indígenas y extranjeros era excesivamente alto, no solo por causa del sistema de administración colonial sino también por efecto de esa misma abundancia de numerario. Una vara de tela que hoy vale 8 o 6 pesos, valía entonces treinta; y un libro que hoy cuesta 10 pesos, se compraba en aquellos tiempos por ochenta o cien. De aquí la facilidad de los comerciantes para hacer fortuna en pocos años. No hace mucho murió en el Cuzco cierta persona que adquirió 4.000 pesos vendiendo únicamente aguas, y con esta cantidad empleada en libros en el mercado de Cádiz, aumentó su capital a casi medio millón de pesos.
En las fiestas, juegos públicos y bailes, se apreciaba la abundancia de dinero, así como el desprecio que le demostraban los peruanos. Las jaranas y fandangos, en que la airosa y simpática americana solía ejecutar su danza favorita de la tierra haciendo lucir, en medio de una sociedad seleccionada, la flexibilidad de sus delicados pies, el donaire de sus movimientos, y la graciosa expresión de su fisonomía animada por la alegría, y todo vivificado por el brillo de los diamantes, y de las luces, eran un espectáculo digno de un pintor histórico de costumbres, como Walter Scott, o de un observador penetrativo como Moliere. Al fin de cada danza acostumbraban los enamorados y admiradores de la doncella lanzar a sus pies puñados de plata acuñada, que inmediatamente levantaba un grupo de criados, que presenciaban la fiesta apiñados en la puerta.
El carnaval de Venecia ha sido célebre por la variedad de los contrastes, la viveza de las representaciones cómicas, y la loca algarabía de los juegos; si un escritor ameno contase las CARNESTOLENDAS del Cuzco en sus días de opulencia con todas sus circunstancias, sorprendería la curiosidad y excitaría la admiración, aun en este siglo en que todo parece haber sido escudriñado y en que todo el mundo solo va tras de lo positivo, la utilidad. Las ventanas de la amplia calle, que se extiende del Norte de la Plaza del Regocijo, de aquella ciudad, hasta la base del cerro de Picho, se veían llenas, durante las tardes del carnaval, de señoras de todas las esferas, magnífica y elegantemente vestidas de verano, formando con la variedad, forma y colores de sus vestidos una especie de jardín, o una calle de flores. Las faldas del Picho que dominan la ciudad eran también de tal suerte cubiertas por un inmenso pueblo vestido de blanco, ya sea en grupos al aire libre, o bajo tiendas de campaña del mismo color, que visto de lejos tenía este cerro volcánico el aspecto de una alta colina de nieve.
En las tardes del carnaval era cien veces recorrida esta calle por hombres montados a caballo, divididos en varios grupos de diferentes banderas, vestimentas, y bandas de música en cada pasada lanzaban a las ventanas de ambos lados polvos preparados, huevos llenos de agua perfumada, mezclada con pesetas y reales nuevos, que llevaban en bolsas sujetas a las grupas de sus caballos; las damas respondían de sus ventanas a esta salva con iguales elementos de guerra, resultando de este conjunto una extravagante profusión, que cubría el suelo de polvillos y dinero, llenando el aire de perfumes.
En las procesiones religiosas, y fiestas reales, se veían las calles y plazas principales de tránsito llenas de una infinidad de danzarines, con libreas bordadas en plata, tan enormes y pesadas, que no se sabía que admirar más, si la riqueza de aquellos tiempos, o si la robustez y fuerza de los aborígenes, que cargaban tanto peso en el cuerpo, por todo un día, sin fatigarse.
En el juego era donde más aparecía la abundancia del dinero. Este vicio que por su propia naturaleza y sus funestas consecuencias, parece ser contrario a todos los principios de la decencia y de la moral, se encontraba decorado de una tal magia, y una profusión caballeresca, que haciendo olvidar su inmoralidad, servía tan solo para mostrar la opulencia del Perú, en aquellos períodos de tranquilidad. En amplios salones, ricamente adornados, jugábamos dados sobre mesas disformes alumbradas por candelabros de plata y oro macizo, cuyas luces se reflejaban en los altos de onzas y pesos, que giraban con velocidad ante los jugadores. Mientras duraba la escena no se veía en ningún semblante expresión de pesar o de agitación; se perdían grandes sumas con admirable serenidad. El fragante habano y las copas de jerez y otros vinos generosos, mezclados con vasijas de mate y chocolate, indemnizaban las más grandes pérdidas. Cuando terminaba la función, se retiraban los hombres de la casa de juego como de un lugar en el que se habían reunido para prestarse mutuas atenciones de aprecio. En estas ocasiones solo los TRECEROS y BARATEROS salían cargados de oro y plata.
Confirmando lo que hemos dicho, citaremos el siguiente hecho interesante y extraño a la vez, que demuestra hasta donde iba el lujo en el juego, nacido de la abundancia del dinero, que no se sabía en qué emplear, y también la extravagancia de los peruanos. Don José Baquíjano y Carrillo, miembro de la Sociedad Literaria de Lima, en época del virrey Abascal, uno de los personajes más ilustres de aquella capital por sus conocimientos y su noble cuna, acostumbraba jugar grandes partidas de dados, leyendo un libro, a cuyo asunto se entregaba por entero como si estuviera solo en su gabinete, y como si sus sentidos estuvieran ajenos a todos los objetos que lo rodeaban. Un dependiente, un celador, que tenía al lado, era el encargado de las c...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Prefacio
  4. Época primera
  5. Época segunda
  6. Época tercera
  7. Libros a la carta