Observaciones sobre la constitución política de la monarquía española por Félix Varela Imprenta don Pedro Nolasco Palmen e Hijo Habana, 1821
La Constitución, si bien no podrá llamarse la obra más perfecta del humano ingenio, como exageradamente dijo Adams de la inglesa, es al menos una mejora visible del caos confuso que cubría la de varios de los antiguos reinos que forman hoy la España.
AGAR, Proclama a los habitantes de Galicia, de 3 de marzo de 1820.
Introducción
El objeto de estas observaciones no es formar un comentario de la Constitución política de la Monarquía Española, sino presentar sus bases. La soberanía y libertad son los principios de que emana toda constitución, y de ésta la división de poderes y sus atribuciones. He aquí todo el sistema constitucional.
Como para la formación de las leyes en un gobierno representativo es necesario el nombramiento de diputados que compongan una gran junta o congreso, he tratado estos puntos manifestando que las cámaras y estamentos no son aplicables a las circunstancias de la España.
Presentado ya el plan de nuestro código político, me he detenido en observaciones sobre algunos de sus artículos más interesantes, y concluyo por la resolución de varias dudas que pueden ofrecerse en la práctica.
No he seguido el orden de los capítulos de la Constitución, por separar la parte reglamentaria que impide el percibir a un golpe de vista el plan constitucional.
Observación Primera Soberanía Si atendemos al origen del poder que ejercen los monarcas sobre los pueblos, o del que tiene cualquier especie de corporación, advertiremos que, o la fuerza les hizo dueños de lo que la justicia no les había concedido o su autoridad no proviene sino de la renuncia voluntaria que han hecho los individuos de una parte de su libertad, en favor suyo y de sus conciudadanos. Efectivamente, por la naturaleza todos los hombres tienen iguales derechos y libertad, pero reunidos en grandes sociedades, diversificados por sus intereses y pasiones, necesitan una dirección, y lo que es más, una autoridad que los conserve en sus mutuos derechos, no permitiendo que la sociedad se disuelva, ni que se perjudiquen mutuamente sus miembros.
Esta autoridad no podía ejercerse por todos los individuos; pero sí estaba en todos, pues estaba en la sociedad, supuesto que no se habían constituido personas que la tuvieran. Se constituyeron éstas, y por consecuencia no recibieron más poder que el que voluntariamente quiso darlas la misma sociedad, que jamás pretendió ser esclava de su gobierno, ni renunciar los derechos a su adelantamiento y perfección: renunció sí cada individuo una parte de su libertad, pues muchas acciones, que antes hubiera ejercido sin temor de castigo, posteriormente le son prohibidas, y sufre por ellas una pena. Esta pérdida de libertad le es favorable, proporcionándole todos los bienes sociales, y evitando otros males a que estaría expuesto por el desenfreno de algunos de sus semejantes.
Al presentar estas ideas, no hemos querido suponer, como el orador de Roma, un tiempo quimérico en que existían los hombres en las selvas a manera de las bestias, y que después se hayan reunido por medio de la palabra. Sabemos bien cuál es el origen del género humano, y que desde los primeros tiempos las sociedades, aunque cortas, fueron perfectas, y que en ellas el padre de familias ejercía una autoridad, fundada en los vínculos de la misma naturaleza. Sin embargo, es claro que cuando se reunieron en grandes pueblos estas familias, que ya desconocían su origen, sabiendo solo que provenían del primer hombre —y cuyas relaciones habían variado tanto, que muchos individuos podrían denominarse con igual derecho padre de la gran familia, o para hablar con más exactitud, ninguno tenía semejante derecho—, debió resultar necesariamente que los primeros gobernantes fueron constituidos por elección o por consentimiento de la sociedad, y que ninguno de ellos tenía un derecho a serlo por naturaleza.
Se infiere, pues, de lo dicho que toda soberanía está esencialmente en la sociedad, porque ella produce con el objeto de su engrandecimiento, incompatible con su esclavitud, y jamás renuncia el derecho de procurar su bien y su libertad, cuando se viere defraudada de tan apreciables dones. En estos sólidos fundamentos estriba el artículo de la Constitución en que se dice que la soberanía reside esencialmente en la nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales. Nada más razonable y justo; pues si el pueblo es quien ha de renunciar una parte de su libertad voluntariamente, y no por violencias tiránicas, contrarias a toda justicia y razón, a él toca exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, que incluyen estos derechos renunciados, esta parte de libertad que pierde cada individuo en favor de la sociedad, y en él reside esencialmente la soberanía, que no es otra cosa sino el primer poder y el origen de los demás.
¿Qué libertad tendrá una nación que no posea en sí misma el poder? Y ¿qué nación podrá merecer este nombre si no es libre? Cuando todas las cosas se hayan trastornado, y los hombres por un cúmulo de relaciones, el más embarazoso e inevitable, hayan llegado a perder sus derechos imprescriptibles, sin poder reclamarlos sino a costa de su existencia; cuando un corto número, olvidando el origen de su poder, se haya hecho árbitro de la suerte de los demás, ¿diremos que éste es un pueblo feliz, o un conjunto de esclavos en que la desgracia ha fijado su mansión? Hasta ahora hemos demostrado las sólidas razones en que se apoya la soberanía nacional; falta que observemos su naturaleza y orden de ejercerla. Cada ciudadano español es parte de la nación, y puede decirse parte de la soberanía; pero ésta es indivisible, y solo existe reunida la representación nacional, de la cual emanan después todos los poderes. Si cada individuo se creyera con facultad de ejercer por sí la soberanía, solo porque es parte de ella, nadie duda que todo sería un desorden y confusión, y que donde quiera que se juntara un número mayor o menor de ciudadanos, se creerían autorizados para tomar determinaciones, y el orden social se trastornaría, debilitándose la autoridad del gobierno y comprometiéndose la tranquilidad pública. No pocos de los ciudadanos españoles, no acostumbrados hasta ahora a este orden de cosas, opinan que es lo mismo reunir ciudadanos que reunir soberanía y ejercicio de ella. Los ciudadanos que se reúnen para los actos constitucionales, están autorizados para ello por la misma nación y ejercen una parte de su libertad, que la ley les ha conservado en la elección de sus representantes, pero jamás debe creerse que la soberanía está dividida; en términos que formándose facciones, el choque de estas sea un choque ridículo de la soberanía.
No podemos terminar esta observación acerca de la soberanía popular, sin ocurrir a desvanecer algunas ideas que erróneamente se han atribuido a la ciencia teológica, y que solo prueban una ignorancia de ella en los que así piensan. Se dice con frecuencia que la soberanía reside en los reyes, que la han recibido de Dios.
Fundan esta opinión en varios textos de la Sagrada Escritura, y principalmente en los del Apóstol que nos manda obedecer a la autoridad, no solo por temor sino por conciencia, diciéndonos asimismo que el que resiste a la potestad resiste a la orden de Dios, y que el rey es un ministro de Dios para nuestro bien si cumplimos la ley. Estas doctrinas celestiales de que tanto se ha abusado, nada tienen que ver con la residencia de la soberanía en los reyes, según manifestaremos brevemente.
Todo bien nos proviene de Dios, y la justicia, que es una de las principales virtudes, no puede tener otro origen: el que la quebranta ofende a Dios, y en vano se justificará ante los hombres, eludiendo las penas impuestas por la ley; pues está obligado no solo por temor temporal, sino también por conciencia o responsabilidad ante Dios. La sociedad, como un cuerpo moral, tiene sus derechos que ninguno puede atacar sin quebrantar la justicia: hay un pacto mutuo entre los pueblos y la autoridad suprema, cuyo cumplimiento es acto de la misma virtud: y he aquí el sentido en que habla el Apóstol, y que es aplicable a toda clase de gobierno, y no precisamente al monárquico, pues las divinas letras no se arreglan por las instituciones de los hombres, sino por la justicia esencial de Dios.
Le llama al rey ministro del Señor, y lo es como todo el que ejerce la justicia, pero no es un tirano a quien Dios haya puesto para que abuse de su poder infringiendo esta misma virtud.
Distingamos la autoridad real, y la persona real, o los individuos que gobiernan en una república; pues la primera debe decirse que es dada por Dios, de quien proviene todo poder, aunque se valga de la elección hecha por los mismos hombres; mas la persona del rey depende enteramente de esta elección, y no se dirá que se falta a lo que Dios manda porque reine uno con tales o con cuáles facultades, o que reine otro, o porque el pueblo, como sucede en algunas naciones, esté constituido en república y no en monarquía.
Suele decirse que los reyes son puestos por Dios, porque lo fueron los primeros que tuvo el pueblo escogido; consecuencia la más descabellada que puede darse, pues de ese modo también podríamos decir que las leyes de todas las monarquías son dadas por Dios, porque lo fueron las del pueblo del Señor. En una nación establecida en la verdadera creencia, pero llena de tinieblas por los hábitos contraídos con los demás pueblos, fue necesario y quiso Dios dirigirla por los expresos mandatos a sus profetas, y aun en el establecimiento del primer rey, manifestó el Señor que accedía a los votos del pueblo que clamaba por ello; pero en las monarquías posteriores, ¿dónde está esa misión divina? ¿No han sido las armas unas veces, y otras el voto general quien ha constituido los reyes? Se dirá que esto es a impulsos divinos, y lo confieso, pues ni la hoja del árbol se mueve sin la voluntad eficaz del Señor; mas repito que hallo una inexactitud ideológica en las consecuencias que han querido deducir de estas verdades; pues entonces diríamos igualmente que un congreso republicano es puesto por Dios, sin cuyo permiso e impulso jamás se hubiera formado, y que una nación republicana no está autorizada para dejar esta clase de gobierno y establecer el monárquico. Donde quiera que se hallen las virtudes, son hijas de Dios, y éstas no están vinculadas ni en las repúblicas, ni en las monarquías, sino en la sociedad de los hombres, que puede tener diversas formas.
Demos, pues, al César lo que es del César, que se reduce a una potestad temporal conferida por los pueblos, y que ningún individuo debe desobedecer. Demos a Dios lo que es de Dios, observando su santa ley y los deberes esenciales de justicia en cualquiera forma de sociedad; pero jamás se diga que un Dios justo y piadoso ha querido privar a los hombres de los derechos, que él mismo les dio por naturaleza, y que erigiendo un tirano, los ha hecho esclavos. El lenguaje de la adulación será muy distinto; pero éste es el de la verdadera religión.
Por último, no puedo privarme del placer de transcribir las enérgicas palabras del Demóstenes americano, del sublime e incomparable Mejía, tratando este punto. «Jamás, dice, ha llovido reyes el cielo, y es propio solo de los oscuros y aborrecidos tiranos, de esas negras y ensangrentadas aves de rapiña, el volar a esconderse entre las pardas nubes, buscando sacrílegamente en el trono del Altísimo los rayos desoladores del despotismo, en que transformaron su precaria y ceñidísima autoridad, toda destinada, en su establecimiento y fin, a la felicidad general. Bien persuadidos de esto los españoles desde la fundación de la monarquía, han regulado la instalación y sucesión de sus reyes por el solo santo principio de ser la suprema, la única inviolable ley la salud del estado. Así es que en Aragón se les decía al colocarlos sobre el trono: nosotros, que cada uno de por sí, somos iguales a vos, y todos juntos muy superiores a vos, etc.; y que la corona de Castilla no dejó la augusta frente de los infantes de la Cerda para ceñir la del príncipe don Sancho, su tío; ni el conde de Trastamara fue preferido al legítimo sucesor don Pedro el Cruel (de cuyos troncos descienden y por cuya sucesión reinan los Borbones en España), sino por la utilidad y exigencia pública, manifestada la decisiva voluntad de las Cortes, aunque débil representación entonces de la soberanía del pueblo.» Observación Segunda Libertad. Igualdad Los pueblos pierden su libertad, o por la opresión de un tirano, o por la malicia y ambición de algunos individuos, que se valen del mismo pueblo para esclavizarlo, al paso que le proclaman su soberanía. El primer medio es bien conocido, y aun los más ignorantes reclaman contra las injusticias de un tirano: el segundo es menos perceptible, y suele escaparse aun a los políticos más versados. Si el ejercicio de la soberanía del pueblo no conoce límites, sus representantes, que se consideran con toda ella, podrán erigirse en unos déspotas, y a veces el interés rastrero de un partido formaría la desgracia de la nación. Nada le importa a un ciudadano oprimido que su calamidad le provenga de una persona o de un congreso.
Es preciso, pues, aclarar las ideas de libertad nacional y de limitación del primer poder y de la soberanía; pues el hombre tiene derechos imprescriptibles de que no puede privarle la nación, sin ser tan inicua como el tirano más horrible. Mas ¿cuál es esta libertad? El célebre Benjamín Constant nos presenta una definición exacta de ella, diciendo que consiste en practicar lo que la sociedad no tiene derecho de impedir. Montesquieu la había definido: el derecho de hacer lo que las leyes permiten; pero como observa el citado Constant, en...