Historia de la conquista de la Nueva España
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Historia de la conquista de la Nueva España

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Historia de la conquista de la Nueva España

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Historia de la conquista de la Nueva España es un libro excepcional. Se publicó en 1684 y, durante los siglos XVII y XVIII, alcanzó una notable repercusión en toda Europa, especialmente, en Francia.El estilo literario de la Historia de la conquista de la Nueva España se anticipa al neoclasicismo. Por ello los autores del siglo XVIII tuvieron esta obra de Antonio de Solís en gran estima. Se sabe que el autor escribió varias veces el texto.Se conservan testimonios de que Solís castigó y pulió repetidamente los pasajes de esta obra. No en vano se constituyó en un modelo de prosa para el siglo siguiente. Sin embargo, al igual que Francisco López de Gómara, nunca estuvo en América.En España, Solís será admirado por José Cadalso, que vio en su reivindicación de la figura de Hernán Cortés una inspiración para su propia exaltación del conquistador.Posteriormente, durante la ilustración española, se recuperó esta obra como fuente historiográfica de las Indias y modelo lingüístico y literario. La obra de Solís narra la conquista de Hernán Cortés. Intentan siempre ofrecer un punto de vista más objetivo que la anterior crónica de Bernal Díaz del Castillo (también publicado en Linkgua ediciones). De él Solís llegó a afirmar que se ayudó«del mismo desaliño y poco adorno de su estilo para parecerse a la verdad».

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2012
ISBN
9788498160246
Categoría
Historia
Libro V
Capítulo I. Entra el ejército en los términos de Tlascala, y alojado en Gualipar, visitan a Cortés los caciques y senadores; celébrase con fiestas públicas la entrada en la ciudad, y se halla el afecto de aquella gente asegurado con nuevas experiencias
Recogió Hernán Cortés su gente que andaba divertida en el pillaje: volvieron a ocupar su puesto los soldados, y se prosiguió la marcha, no sin algún recelo de que se volviese a juntar el enemigo, porque todavía se dejaban reconocer algunas tropas en lo alto de las montañas; pero no siendo posible salir aquel día de los confines mexicanos, a tiempo que instaba la necesidad de socorrer a los heridos, se ocuparon unas caserías de corta o ninguna población, donde se pasó la noche como en alojamiento poco seguro, y al amanecer se halló el camino sin alguna oposición, despojados ya y libres de asechanzas los llanos convecinos, aunque duraban las señas de que se iba pisando tierra enemiga en aquellos gritos y amenazas distantes que despedían a los que no pudieron detener.
Descubriéronse a breve rato, y se penetraron poco después los términos de Tlascala, conocidos hasta hoy por los fragmentos de aquella insigne muralla que fabrican sus antiguos para defender las fronteras de su dominio, atando las eminencias del contorno por todos los parajes donde se descuidaba lo inaccesible de las sierras. Celebróse la entrada en el distrito de la república con aclamaciones de todo el ejército. Los tlascaltecas se arrojaron a besar la tierra como hijos desalados al regazo de su madre. Los españoles dieron al cielo con voces de piadoso reconocimiento primera la respiración de su fatiga. Y todos se reclinaron a tomar posesión de la seguridad cerca de una fuente, cuyo manantial se acreditó entonces de saludable y delicado, porque se refiere con particularidad, lo que celebraron el agua los españoles, fuese porque dio estimación al refrigerio la necesidad, o porque satisfizo a segunda sed bebida sin tribulación.
Hizo Hernán Cortés en este sitio un breve razonamiento a los suyos dándoles a entender: «cuánto importaba conservar con el agrado y la modestia el afecto de los tlascaltecas, y que mirase cada uno en la ciudad, como peligro de todos, la queja de un paisano». Resolvió después hacer alguna mansión en el camino para tomar lengua y disponer la entrada con noticia y permisión del senado, y a poco más de medio día se hizo alto en Gualipar, villa entonces de considerable población; cuyos vecinos salieron largo trecho a dar señas de su voluntad, ofreciendo sus cosas y cuanto fuese menester, con tales demostraciones de obsequio y veneración, que hasta los que venían recelosos llegaron a conocer que no era capaz de artificio aquel género de sinceridad. Admitió Hernán Cortés el hospedaje, y ordenó su cuartel con todas las puntualidades que parecieron convenientes para quitar los escrúpulos de la seguridad.
Trató luego de participar al senado la noticia de su retirada y sucesos con dos tlascaltecas; y por más que procuró adelantar este aviso, llegó primero la fama con el rumor de la victoria; y casi al mismo tiempo vinieron a visitarle por la república su grande amigo Magiscatzin, el ciego Xicotencal, su hijo y otros ministros del gobierno. Adelantóse a todos Magiscatzin, arrojándose a sus brazos y apartándose de ellos para mirarle y cumplir con su admiración, como quien no se acababa de persuadir a la felicidad de hallarle vivo. Xicotencal se hacía lugar con las manos hacia donde le guiaban los oídos; y manifestó su voluntad aún más afectuosamente, porque se quería informar con el tacto, y prorrumpió en lágrimas el contento, que al parecer, tomaban a su cargo el ejercicio de los ojos. Iban llegando los demás, entretanto que se apartaban los primeros a congratularse con los capitanes y soldados conocidos. Pero no dejó de hacerse algún reparo en Xicotencal el mozo, que anduvo más desagradable o más templado en los cumplimientos; y aunque se atribuyó entonces a entereza de hombre militar, se conoció brevemente que duraban todavía en su intención las desconfianzas de amigo reconciliado, y en su altivez los remordimientos de vencido. Apartóse Cortés con los recién venidos, y halló en su conversación cuantas puntualidades y atenciones pudiera desear en gente de mayor policía. Dijéronle que andaban ya juntando sus tropas con ánimo de socorrerle contra el común enemigo, y que tenían dispuesto salir con treinta mil hombres a romper los impedimentos de su marcha. Doliéronse de sus heridas mirándolas como desmán sacrílego de aquella guerra sediciosa. Sintieron la muerte de los españoles, y particularmente la de Juan Velázquez de León, a quien amaban, no sin algún conocimiento de sus prendas. Acusaron la bárbara correspondencia de los mexicanos; y últimamente le ofrecieron asistir a su desagravio con todo el grueso de sus milicias y con las tropas auxiliares de sus aliados: añadiendo para mayor seguridad, que ya no solo eran amigos de los españoles, sino vasallos de su rey, y debían por ambos motivos estar a sus órdenes y morir a su lado. Así concluyeron su conversación distinguiendo, no sin discreción pundonorosa, las dos obligaciones de amistad y vasallaje, como que mandaba en ellos la fidelidad lo mismo que persuadía la inclinación.
Respondió Hernán Cortés a todas sus ofertas y proposiciones con reconocida urbanidad; y de lo que discurrieron unos y otros pudo colegir, que no solo duraba en su primero vigor la voluntad de aquella gente, pero que había crecido en ellos la parte de la estimación: porque la pérdida que se hizo al salir de México se miró como accidente de la guerra, y quedó totalmente borrada con la victoria de Otumba, que se admiró en Tlascala como prodigio del valor y último crédito de la retirada. Propusiéronle que pasase luego a la ciudad, donde tenían prevenido el alojamiento; pero se ajustaron fácilmente a conceder alguna detención al reparo de la gente, porque deseaban prevenirse para la entrada, y que se hiciese con pública solemnidad al modo que solían festejar los triunfos de sus generales.
Tres días se detuvo el ejército en Gualipar, asistido liberalmente de cuanto hubo menester por cuenta de la república; y luego que se hallaron los heridos en mejor disposición, se dio aviso a la ciudad y se trató de la marcha. Adornáronse los españoles lo mejor que pudieron para la entrada, sirviéndose de las joyas y plumas de los mexicanos vencidos: exterioridad en que iba significada la ponderación de la victoria, que hay casos en que importa la ostentación al crédito de las cosas, o suele pecar de intempestiva la modestia. Salieron a recibir el ejército los caciques y ministros en forma de senado con todo el resto de sus galas y numerosa comitiva de sus parentelas. Cubriéronse de gente los caminos: hervía en aplausos y aclamaciones la turba popular, andaban mezclados los víctores de los españoles con los oprobios de los mexicanos, y al entrar en la ciudad hicieron ruidosa y agradable salva los atabalillos, flautas y caracoles distribuidos en diferentes coros que se alternaban y sucedían, resonando en toques pacíficos los instrumentos militares. Alojado el ejército en forma conveniente, admitió Cortés, después de larga resistencia, el hospedaje de Magiscatzin, cediendo a su porfía por no desconfiarle. Llevóse consigo por esta misma razón el ciego Xicotencal a Pedro de Alvarado; y aunque los demás caciques se querían encargar de otros capitanes, se desvió cortesanamente la instancia, porque no era razón que faltasen los cabos del cuerpo de guardia principal. Fue la entrada que hicieron los españoles en esta ciudad por el mes de julio del año de 1520, aunque también hay en esto alguna variedad entre los escritores; pero reservamos este género de reparos para cuando se discuerda en la sustancia de los sucesos, donde no cabe la extensión del poco más o menos
Diose principio aquella misma tarde a las fiestas del triunfo, que se continuaron por algunos días dedicando todos sus habilidades al divertimiento de los huéspedes y el aplauso de la victoria, sin excepción de los nobles ni de los mismos que perdieron amigos o parientes en la batalla; fuese por no dejar de concurrir a la común alegría, o por no ser permitido en aquella nación belicosa tener por adversa la fortuna de los que morían en la guerra. Ya se ordenaban desafíos con premios destinados al mayor acierto de las flechas; ya se competía sobre las ventajas del salto y la carrera; ya ocupaban la tarde aquellos funámbulos o volatines que se procuraban exceder en los peligros de la maroma, ejercicio a que tenían particular aplicación, y en que se llevaba el susto parte del entretenimiento; pero se alegraban siempre los fines y las veras del espectáculo con los bailes y danzas de invenciones y disfraces: fiesta de la multitud en que se daba libertad al regocijo, y quedaban por cuenta del ruido bullicioso las últimas demostraciones del aplauso.
Halló Hernán Cortés en aquellos ánimos toda la sinceridad y buena correspondencia que le habían prometido sus esperanzas. Era en los nobles amistad y veneración, lo que amor apasionado y obediencia rendida en el pueblo. Agradecía su voluntad y celebraba sus ejercicios agasajando a los unos y honrando a los otros, con igual confianza y satisfacción. Los capitanes le ayudaban a ganar amigos con el grado y con las dádivas; y hasta los soldados menores cuidaban de hacerse bienquistos, repartiendo generosamente las joyas y preseas que pudieron adquirir en el despojo de la batalla. Pero al mismo tiempo que duraba en su primera sazón esta felicidad, sobrevino un cuidado que puso los semblantes de otro color. Agravóse con accidentes de mala calidad la herida que recibió Hernán Cortés en la cabeza: venía mal curada, y el sobrado ejercicio de aquellos días trajo al cerebro una inflamación vehemente con recias calenturas, que postraron el sujeto y las fuerzas, reduciéndole a términos que llegó a temer el peligro de su vida.
Sintieron los españoles este contratiempo como amenaza de que pendía su conservación y su fortuna; pero fue más reparable por menos debida, la turbación de los indios, que apenas supieron la enfermedad cuando cesaron sus fiestas, y pasaron todos al extremo contrario de la tristeza y desconsuelo. Los nobles andaban asombrados y cuidadosos, preguntando a todas horas por el Teule; nombre como dijimos, que daban a sus semidioses, o poco menos que deidades. Los plebeyos solían venir en tropas a lamentarse de su pérdida, y era menester engañarles con esperanzas de la mejoría para reprimirlos, y apartarlos donde no hiciesen daño sus lástimas a la imaginación del enfermo. Convocó el senado los médicos más insignes de su distrito, cuya ciencia consistía en el conocimiento y elección de las yerbas medicinales, que aplicaban con admirable observación de sus virtudes y facultades, variando el medicamento según el estado y accidentes de la enfermedad, y se les debió enteramente la cura; porque sirviéndose primero de unas yerbas saludables y benignas para corregir la inflamación y mitigar los dolores de que procedía la calentura, pasaron por sus grados a las que disponían y cerraban las heridas con tanto acierto y felicidad, que le restituyeron brevemente a su perfecta salud. Ríase de los empíricos la medicina racional, que a los principios todo fue de la experiencia; y donde faltaba la natural filosofía, que buscó la causa por los efectos, no fue poco hallar tan adelantado el magisterio primitivo de la misma naturaleza. Celebróse con nuevos regocijos esta noticia: conoció Hernán Cortés con otra experiencia más el afecto de los tlascaltecas; y libre ya la cabeza para discurrir, volvió a la fábrica de sus altos designios, tirar nuevas líneas, dirigir inconvenientes y apartar dificultades: batalla interior de argumentos y soluciones, en que trabajaba la prudencia para componerse con la magnanimidad.
Capítulo II. Llegan noticias de que se había levantado la provincia de Tepeaca; vienen embajadores de México y Tlascala; y se descubre una conspiración que intentaba Xicotencal el mozo contra los españoles
Venía Hernán Cortés deseoso de saber el estado en que se hallaban las cosas de la Veracruz, por ser la conservación de aquella retirada una de las bases principales sobre que se había de fundar el nuevo edificio de que se trataba. Escribió luego a Rodrigo Rangel, que como dijimos, quedó nombrado por teniente de Gonzalo de Sandoval en aquel gobierno, y llegó brevemente su respuesta mediante la extraordinaria diligencia de los correos naturales, cuya sustancia fue: «que no se había ofrecido novedad que pudiese dar cuidado en la plaza ni en la costa: que Narváez y Salvatierra quedaban asegurados en su prisión, y que los soldados estaban gustosos y bien asistidos, porque duraba en su primera puntualidad el afecto y buena correspondencia de los zempoales, totonaques y demás naciones confederadas».
Pero al mismo tiempo avisó que no habían vuelto a la plaza ocho soldados con un cabo que fueron a Tlascala por el oro que se dejó repartido a los españoles de aquella guarnición; y que si era cierta la voz que corría entre los indios de que los habían muerto en la provincia de Tepeaca, se podía temer que hubiese caído en el mismo lazo la gente de Narváez que se quedó herida en Zempoala; porque habían marchado en tropas como fueron mejorando, con ansia de llegar a México, donde se consideraban al arbitrio de la codicia las riquezas y las prosperidades.
Puso en gran cuidado a Cortés esta desgracia por la falta que hacían al presupuesto de sus fuerzas aquellos soldados, que según Antonio de Herrera, pasaban de cincuenta; y aunque fuese menor el número, como lo dice Bernal Díaz del Castillo, no por eso dejaría de quedar grande la pérdida en aquella ocasión, y en una tierra donde se contaba por millares de indios lo que suponía cada español. Informóse de los tlascaltecas amigos, y halló en ellos la misma noticia que daba Rangel, y la notable atención de habérsela recatado por no desazonar con nuevos cuidados su convalecencia.
Era cierto que los ocho soldados que vinieron de la Veracruz llegaron a Tlascala y volvieron a partir con el oro de su repartimiento, en ocasión que andaba sospechosa la fidelidad de la provincia de Tepeaca, que fue una de las que dieron la obediencia en el primer viaje de México. Y después se averiguó con evidencia que habían perecido en ella los unos y los otros; en que no dejaba que dudar la circunstancia de haber llamado tropas mexicanas con ánimo de mantener la traición: novedad que hizo necesario el empeño de sujetar aquellos rebeldes, y apartar de sus términos al enemigo, cuya diligencia no sufría dilación, por estar situada esta provincia en paraje que dificultaba la comunicación de México a la Veracruz: paso que debía quedar libre y asegurado antes de aplicar el ánimo a mayores empresas. Pero suspendió Hernán Cortés la negociación que se había de hacer con la república para que asistiese con sus fuerzas a esta facción; porque supo al mismo tiempo que los tepeaqueses habían penetrado pocos días antes los confines de Tlascala, destruyendo y robando algunas poblaciones de la frontera; y tuvo por cierto que le habrían menester para su misma causa, como sucedió con brevedad; porque resolvió el senado que se castigase con las armas el atrevimiento de aquella nación, y se procurase interesar a los españoles en esta guerra, pues estaban igualmente irritados y ofendidos por la muerte de sus compañeros: con que llegó el caso de que le rogasen lo mismo que deseaba, y se puso en términos de conceder lo que había de rogar.
Ofrecióse poco después otra novedad que puso en nuevo cuidado a los españoles. Avisaron de Gualipar que habían llegado a la frontera tres o cuatro embajadores del nuevo emperador mexicano, dirigidos a la república de Tlascala, y quedaban esperando licencia del senado para pasar a la ciudad. Discurrióse la materia en él con grande admiración, y no sin conocimiento de que se debían escuchar como amenazas encubiertas las negociaciones del enemigo: pero aunque se tuvo por cierto que sería la embajada contra los españoles, y estuvieron firmes en que no se les podría ofrecer conveniencia que preponderase a la defensa de sus amigos, se decretó que fuesen admitidos los embajadores, para que se lograse por lo menos aquel acto de igualdad tan desusado en la soberbia de los príncipes mexicanos; y se infiere del mismo suceso que intervino en este decreto el beneplácito de Cortés, porque fueron conducidos públicamente al senado los embajadores, y no hubo recato, disculpa o pretexto de que se pudiese argüir menos sinceridad en la intención de los tlascaltecas.
Hicieron su entrada con grande aparato y gravedad. Iban delante los tamenes bien ordenados con el presente sobre los hombros, que se componía de algunas piezas de oro y plata, ropas finas de la tierra, curiosidades y penachos con muchas cargas de sal, que allí era el contrabando más apetecido. Traían ellos mismos las insignias de la paz en las manos, gran cantidad de joyas, y numeroso acompañamiento de camaradas y criados: superfluidades en que a su parecer venía figurada la grandeza de su príncipe, y que algunas veces suelen servir a la desproporción de la misma embajada, siendo como unas ostentaciones del ...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Libro I
  4. Libro II
  5. Libro III
  6. Libro IV
  7. Libro V
  8. Libros a la carta