Prosas
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Prosas

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Vallejo escribió sus crónicas europeas para la prensa hispanoamericana entre los años veinte y treinta. Escribió con pasión sobre el arte de las Vanguardias del siglo XX: el cine, el arte cubista, el surrealismo, la música, el nuevo teatro, la política y la industria editorial: ¿Cómo? Pagando a los pontífices de la crítica circulante, estudios, ensayos y elogios, los mismos que serán publicados y reproducidos, a paga secreta siempre, en cien periódicos y revistas francesas y extranjeras. Grasset, por ejemplo, lanzó el año pasado a Raymond Radiguet; cien mil francos le costó el réclame y lo ha impuesto. Radiguet ha sido traducido ya al alemán, al noruego, al inglés, al italiano, al ruso; Grasset ha llenado su bolsa y hasta Jean Cocteau, furioso panegirista de ese ahijado, ha comido de ahí. El Mercurio de Francia ¿cuánto habrá ganado lanzando e imponiendo con dinero a Paul Fort, a Guillaume Apollinaire, a Francis Careo? La Nouvelle Revue Française ¿cuánto habrá ganado imponiendo a Gide, a Riviére, etc.? El público, por su parte, contribuye a este tráfico de celebridades y fortunas, con su indiferencia. Antes, el público, menos urgido por las circunstancias de la vida y más nivelado espiritualmente con la mentalidad de los escritores, los que, dicho sea de paso, se hacen cada día menos accesibles, ejercía en cierto modo un control a la moralidad del escritor y a su valor intrínseco. Hoy los lectores son embaucados con mayor facilidad que en ninguna otra época y se dejan llevar ciegamente por lo que se dice y por lo que se muestra ante sus ojos. ¿Le Fígaro asegura todos los días que el señor Henry Bordeaux es un gran novelista? Sin duda el señor Bordeaux debe ser un gran novelista… ¿Le Journal asegura que Blasco Ibáñez es "el novelista más universal de nuestros tiempos"? Sin duda, así será…

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788490076538
Categoría
History
Categoría
World History
Sobre poesía y literatura
Desde Lima con Manuel González Prada
El salón de lectura de la Biblioteca, como siempre, concurridísimo. Su paz abstractiva. Una que otra mano fojea impaciente. Los pasos morosos de algún conservador, buscando en los estantes. Óleos de peruanos ilustres en los muros se lastiman con la luz de los viejos ventanales.
Pasamos. En la sala de la dirección. Desde una fina actitud acogedora y sentado en el sofá ligeramente, como auscultando el momento espiritual, el maestro deja caer palabras que nunca soñé escuchar.
Su vigoroso dinamismo sentimental que subyuga y arrastra, la fresca expresión de eterna primavera de su continente venerable tiene algo del mármol alado y suave en que la Hélade pagana solía encarnar el gesto divino, la energía superhumana de sus dioses. No sé por qué ante este hombre, una reverberación extraordinaria, un soplo de siglos, una idea de síntesis, una como emoción de unidad se cuajan entre mis fibras. Se diría que sus hombros vuelan el vuelo legendario de toda una raza; y que en su nevada testa apostólica brota en haces de luz blanca, inapagable, la máxima potencia espiritual de un hemisferio del globo.
Yo le miro sobrecogido; el corazón me late más deprisa, y vuelan disparadas mis mayores energías mentales hacia todos los horizontes, en mil centellas raudas, como si algún latigazo dirigente fustigara de súbito a un millón de brazos invisibles para un trabajo milagroso, más allá de la célula... Es que González Prada, por una virtud hipnótica que en estado normal solo es peculiar al genio, se impone, se adueña de nosotros, toma posesión de nuestro espíritu y acaba por sugestionarnos.
En esta visita, como en las anteriores, Prada habla de arte. No es pródigo en palabras. Sus posturas de concepto son siempre sobrias. Pero llamean de emoción y optimismo y ninguna solemnidad.
¡Cómo se desintoxica uno delante de esa in mensa montaña pensadora!
—Pero los doctores dicen que no —le respondo—. Dicen que tal literatura simbolista es un disparate.
—Los doctores... ¡Siempre los doctores! —sonríe piadosamente.
Ni aun en sus sentencias gasta solemnidad pontificia. La línea, en su silueta hidalga, vibra siempre en un fervor sediento de verdad. No tiene la pausa de la senectud; siente la vida en pleno meridiano, en afán, en inquietud que es renuevo.
Por él no pasa el ala apacible que se abandona horizontalmente, sino el ala en el ritmo acelerado de un vuelo que sube eternamente. Por eso no es solemne. Porque no parece un anciano. Es una perenne flor ecuatorial y rara de rebeldía fecunda.
Le pregunto sobre nuestra poesía nacional.
—Hay en ella la influencia del decadentismo francés —me dice—. Y después, saboreando un pronunciado tinte de complacencia, agrega:
—Y de Maeterlinck.
Hay un ancho reposo de convicción al final de cada una de sus frases, que después de pronunciadas parecen consolidarse, destilar su valor sustancial en sangre, arrellanando fuertemente su melodía ideal en nuestras venas mismas.
Luego le rezo ferviente al gran comentador de Renán:
—Como me manifestaba Valdelomar el otro día, el Perú nunca sabrá pagar la gratitud enorme que le debe.
La tez de su rostro se aviva en una sonrisa que aletea en silencio de lejanas cumbres olvidadas.
—Y la juventud actual —continuó como martillando entusiasmado con los labios un aplauso caluroso— es hija de su excelsa labor de libertad.
—Sí, pues —me contesta—, hay que ir contra la traba, contra lo académico.
Chispea en sus ojos videntes un diamante prócer. Y me acuerdo de aquella Biblia de acero que se llama Páginas libres. Y creo envolverme en el incienso de un moderno retablo sin efigies.
—En literatura —prosigue— los defectos de técnica, las incongruencias en la manera, no tienen importancia.
—Y las incorrecciones gramaticales —le pregunto—, evidentemente. ¿Y las audacias de expresión?
Sonríe de mi ingenuidad; y labrando un ademán de tolerancia patriarcal, me responde:
—Esas incorrecciones se pasan por alto. Y las audacias precisamente me gustan.
Yo bajo la frente.
En la grave distinción de su porte la opaca claridad esplinática de la sala se funde y se marchita. A sus pies se arrastra una lengua de Sol humilde que figura una delicada llama de lunas de ópalo que llegara fugitivo y jadeante de muy lejos.
Al oír las últimas palabras del filósofo pienso en tantas manos hostiles, distantes ya. Y pienso en que mañana habrá aurora.
Con una leve sonrisa que curva en interrogación sutil, que sondea y estudia, González Prada conversa, alargando así los momentos de su acogida intelectual.
Y me obsequia con un entusiasta elogio inesperado.
Me invita a visitarlo de nuevo. Y este maestro en el continente, este orador que ha pulverizado tanto órgano deforme de nuestra vida republicana y cuya labor no es de hojarasca, de mero buen hablar, sino de incorruptible bronce inmortal, como la de Platón y la de Nietszche; este egregio capitán de generaciones, siempre flamante a quien ama y con quien piensa y seguirá pensando la juventud; este gentilhombre, enemigo de todo formulismo, como lo es de toda farsa, me tiende la mano amiga desde la puerta de la Biblioteca Nacional en un rasgo personalísimo de inteligencia y cortesía.
Yo salgo vibrante. Con lo dicho por el autor de Horas de lucha, Minúsculas y Exóticas, siento los nervios en tensión inefable, como lanzas acabadas de afilar para el combate.
Entre los ruidos bronces de la gente que va y viene, llora una flauta de mendigo, tañida por el débil resuello del ayuno; y al doblar San Pedro, distingo que ese sollozo se tiende suplicante a las puertas de la iglesia. Acaso el ciego aquél no sabe que esas puertas son las de una iglesia; y que como nadie habita dentro no le serán abiertas esta tarde de viernes y de pobres.
La Reforma, Trujillo, 9 de marzo de 1918.
La vida hispanoamericana. Literatura peruana. La última generación1
Tras de la generación de Chocano y los García Calderón, hay un jalón de tiempo casi del todo estéril en la literatura del Perú. Una que otra moza inteligencia posibiliza frutos de belleza que por fin no llegan a cuajarse. Se las ve esbozarse y callar luego, sin dejar más que estimables renglones, en los que riela la luz de la generación anterior. Las generosas intenciones no logran sacudirse de dicha influencia, ni llegan a presentar pecho propio en obra alguna. Dos únicos escritores salvan este árido lapso: Leonidas Yerovi y José Lora y Lora, por desgracia muertos ambos trágicamente y en plena juventud. Toda la obra del primero —teatro, poesía— acusa una innegable personalidad, caracterizada por aquel criollismo peruano que en el pasado cuenta con figuras tan eminentes como Ricardo Palma y Manuel Ascensio Segura. José Lora y Lora presenta en su libro Anunciación, prologado por Vargas Vila, inquietudes y atisbos artísticos, liberados ya de la influencia de los escritores que le preceden, y vinculados directamente con las últimas corrientes literarias de Europa y en especial de Francia. Lora y Yerovi representan, de esta manera, la única solución de continuidad entre la brillante generación de los García Calderón y Chocano y la actual juventud; el uno por su sensibilidad moderna y apta para los nuevos vientos extranjeros, que más tarde vendrían a incorporarse plenamente en la producción literaria posterior; y el otro por su valor intrínseco de escritor autóctono, depositario de la tradición nacional.
El año 1916 marca el nacimiento de la última generación. Parece enunciarse ella por una cultura extensa y bien masticada. Se ha repasado lo leído por las falanges anteriores y se ha llegado hasta la misma literatura de guerra. La influencia directriz de la literatura española y de Rubén Darío cede a la más amplia de las literaturas europeas, siendo señaladamente los rusos de todos los tiempos —desde Gogol hasta Averchenko— los de más honda acción orientadora; mas, en esta generación, como acaso en ninguna otra anterior, se afirma y predomina el espíritu de la raza, en obras genuinamente sudamericanas y sustantivas.
Los nuevos escritores que aparecen fomentan su ímpetu creador en una austera y profunda dignidad artística. Vienen celosos de su rol de infinito y llenos de una pura y elevada comprensión estética, muestran el pulso desnudo al aire, contraen su compromiso de vida y de labor con el ambiente, piden espacio y respeto para su pluma y se echan a la esteva triptolémica.
Se fundan revistas. Los diarios publican páginas semanales de arte y letras. La atmósfera se puebla de versos. Después de muchos años —desde Chocano— la burguesía vuelve a sentir la acción urbana e inmediata de los artistas. Empiezan a sonar los nombres nuevos que la conferencia, el linotipo, la pose callejera y el inocente escándalo, buscado para las altas galerías, llevan de boca en boca. Las ciudades de Arequipa y Trujillo toman parte en el movimiento. La feliz circunstancia de haber llegado de Buenos Aires el gran dibujante Julio Málaga Grenet comunica a la agitación intelectual mayor sugestión pública. Por su parte, el formidable músico Alomías Robles, iniciador del folklorismo incaico, suma sus entusiasmos a los de los literatos por medio de recitales y fraternos motivos de belleza.
La cabeza de este renacimiento es Abraham Valdelomar. Él es el centro propulsor. Su aparición a la vida literaria peruana representa una verdadera renovación. Así como Chocano dio su nombre a su generación, la juventud actual está bautizada con el nombre de Abraham Valdelomar, director de la revista Colónida. En torno su yo se agrupan todos los valores coetáneos. José María Eguren, el gran poeta de Simbólicas y La canción de las figuras, a quien González Prada creía un genio, y de cuya labor se han ocupado ya, entre otro...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Sobre poesía y literatura
  4. Sobre cine
  5. Sobre metafísica
  6. Sobre las artes plásticas
  7. Sobre música y danza
  8. Sobre teatro
  9. Misceláneas
  10. Sobre política
  11. Libros a la carta