Nuestra América
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Nuestra América

  1. 476 páginas
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Nuestra América

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Información del libro

Nuestra América es un vasto programa literario que Martí describe en una carta a su amigo Manuel Mercado (también presente en este volumen).El libro se divide en varios apartados relaciones con diferentes visiones de América, y abarca cuestiones políticas relativas al norte y al sur del continente, crónicas culturales y literarias y el ensayo homónimo hoy considerado un texto base en las reflexiones identitarias de Latinoamérica. Los textos en él incluidos son un material de referencia para entender los movimientos independentistas de la Cuba del siglo XIX.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788498978780
Hispanoamericanos
Miguel Peña
Revista Venezolana. Caracas, 1 de julio de 1881
Honrar, honra. Hubo, ha setenta años, sucesos tales en esta ilustre tierra, que solo en atención a que la polvareda que los ejércitos levantan en su marcha elévase tan alta cuanto son ellos numerosos, pueden aun los que abrieron la gloriosa vía estar oscurecidos por el polvo del camino. Mas no a los ojos de los que en él andamos. Valencia erige hoy una estatua al doctor Peña; pues hoy paga Valencia lo que debe.
Aquel lidiador audaz que así movía la espada como la pluma, sin que la pluma fuera más extraña a sus manos que la espada; aquel tribuno apuesto que supo, de los paños de la casaca colonial, corta y estrecha, hacer túnica y toga; aquel héroe colérico, sentidor de lo grande, amador de lo propio, mirado siempre como igual y como enemigo terrible por los héroes; aquel que con su amor ayudó a fundar pueblos, y con su rencor a volcarlos; aquel en quien la pasión no perdió nunca los estribos del juicio, pero en quien, sobre los estribos del juicio, no dejó nunca de erguirse, implacable y ardiente, la pasión; el que rivalizó en pujanza con los grandes, y venció en astucia a los pequeños; el que, por una vez que sacó provecho desusado de las arcas públicas, trabajó siempre con fogoso empeño en defensa y provecho de la patria; el que llevaba a los senados, inquietos y encendidos, en aquellos tiempos de hervor y de batalla, un bravo corazón americano y el arma con que había de defenderlos, merece presidir, en aposento de bronce, los destinos de la ciudad que él supo hacer tumba de realistas, fortaleza de derechos y cuna de republicanos.
Era Peña hombre entero y erguido, ni medrado ni rico de cuerpo, importante de suyo y gallardo, con esa gallardía que viene de la alteza del espíritu, y da singular realce a lo vulgar, y disimula o trueca en bello lo mezquino.
Era de cara enjuta, aunque maciza; de ojos claros y vivos, llenos de empuje y de poder de examen; de boca fina, como de hombre agudo; de frente alzada en cúpula, cual frente de letrado, azotada a menudo por un guedejo de cabellos lacios, signo seguro de hombre indómito. Limpio de barba llevaba el rostro; ceñía a su talle grave casaca de elevado cuello, de entre cuyas solapas anchurosas rebosaba, sobre el chaleco de enhiestos costados, la rizada pechera, aquí y allí prendida con perlas lujosas.
Bullía en las aulas, en la primera década del siglo, señalado por su palabra risueña y flagelante, y expedientes fáciles, y ciencia de Ordenanzas y Novísimas, el que había de fatigar caballos, defender murallas, vestir disfraces, conmover congresos, apasionar ciudades, desatar y enfrenar iras y presidir a hombres ilustres. Gastados, más que por los propios pesares, por los ajenos; hijos de casas donde, con los vaivenes de los tiempos, son huéspedes de turno el fausto y la penuria, y ora se bebe en copa de Bohemia, ora no hay licor de que llenar la copa; nacidos en el lomo de un corcel frenético; mecidos, más que en cuna, en olas de la mar, son los hombres ahora a los veinticinco años, gigantillos cansados, jefes tal vez de familia numerosa, pálidos de alma y pálidos de cuerpo. Mas por entonces causó asombro que a los veintiséis de sus años agitados fuera Peña, con merma de sus fuerzas por lo excesivo del trabajo, abogado relator de la excelentísima...
¡Tal freno era preciso, duro freno de leyes, a un hombre en quien la misteriosa Naturaleza parecía haber dado carne al odio sagrado y la cólera batalladora de América ofendida! Pasiones numerosas le agitaron, y, más que de perdón, supo de ira; pero no hubo entre ellas alguna que moviese su voluntad a más hazañas, ni su elocuencia a más esfuerzos, que la independencia de su América. Su mano buscaba instintivamente el bridón y las armas cuando, ya echado el señor, se le hablaba de reesclavitud. Anhelo de milicia le posee; y, como en carta suya a Flemming, su pluma, que se divierte en los primeros trozos en discurrir, cual venadillo suelto, por entre los razonamientos de sus domésticos enemigos, truécase de súbito, no bien sabe que se trata de invasión probable, en lanza trémula, inquieta en el estribo; cuya asta azota impaciente el banderín de guerra.
Era su modo de hablar, como su modo de escribir, igual en lo alto. Las frases que decía, como los renglones que con mano firme trazaba, eran rectas y netas; sus letras, como sus pensamientos, aceradas, y como su imaginación, rematadas por rasgos airosos de amplio vuelo. Corría su palabra sin esfuerzo y sin movimientos convulsivos, ni desigualdad ni arrebato, ni fulgor boliviano, aquí segando y allí tajando, como de quien no quiere ver lo que taja ni siega. Nunca fue locuaz; por lo que fue siempre elocuente. Ni rehuía combate, ni gustaba de provocarlo.
Ni dejó nunca de adivinar el pensamiento de los otros, ni fue nunca posible adivinar enteramente el suyo. Vestidos de cristal estaban los demás para él; y él, para ellos, de sombra. Hecho al ruido de las armas, no le movía a miedo el de los parlamentos; y habituado a oír fieras, parecíanle pequeñas las pasiones. Serenamente hablaba, sin cuidar de ser galano ni correcto. No esquivaba, antes buscaba un chiste oportuno, y con la gracia de la aplicación redimía la vulgaridad del chiste. A sucesos grandes reservaba las palabras grandes; y era fuerte, porque en su odio y en su amor era constante y sincero.
Cuando ya ni el anhelo de desconcertar a sus contrarios le movía, sino el riesgo de la independencia de la patria o de la propia honra, henchíase su natural caudal, como río que recibiese inesperadamente aguas de montes, y con el sonar y atropellar de los torrentes caía sobre los absortos enemigos; aunque en lo tonante, no era abundoso. Saltábanle al encuentro imágenes gráficas y osadas, y aquellas palabras precisas y nervudas que hallaban tan fácilmente nuestros padres, hechos a batir a Encélado y a templar hierro en la fragua de Vulcano. Su discurso, a las veces, flamea: «¡Lo que debemos hacer es tocar a punto la reunión!». «¡Si vienen, suspenderemos nuestra contienda hasta que los hayamos acabado de enterrar, y sobre sus despojos cantaremos himnos a la patria, y con su sangre escribiremos nuestros derechos a la independencia, y continuaremos después la obra de la libertad!»
Era su discurso como invisible constrictor que atraía, con hábiles artes, a sus víctimas, a su dominio peligroso; y oíase a poco el crujir de los contrarios argumentos, deshuesados y estrujados por la boa. Venía en lo común, sobre sus contrarios, como la ola de pacífico mar sobre la playa: se extendía con manso ruido y se hacía señora de la arena. Su réplica vivaz igualaba a su dialéctica contundente. La historia de otros tiempos y el espectáculo de los suyos daban a su estilo aquella singular elevación, que pareciera entre nosotros hipérbole ridícula, y era entonces único, propio y natural lenguaje. Volvió a saberse entonces cómo hablaban los cíclopes.
Con ellos estaba siempre en faena el doctor Peña. Con él nace, y por él muere, Colombia. De él teme Bolívar, que lo acaricia. Él da pensamiento a la lanza de Páez. A Miranda lo acusa. Con Santander combate. A los jefes del llano los convence. Burla a Monteverde. Burla a Boves. Y cuando las almas fuertes, fatigadas de su grandeza excesiva, o de la ajena pequeñez, desmayan, él, sobre el héroe dormido, alza al abogado. Luego de Cúcuta, Valencia.
Él preside en todas partes, donde Bolívar no preside; en San Diego de Cabruta, donde acerca y confunde, en flamígera masa, las guerrillas del llano oriental; en el Congreso de Cúcuta, donde firma, en 1821, la primera Constitución de la República de Colombia; en la Alta Corte de Bogotá, donde salva, si no la vida de Leonardo Infante, su honor de magistrado; en el Ministerio de Páez, y en su ánimo; en el Congreso famoso de Valencia; en el Senado inquieto de 1831. Con él van siempre su tono personal, su voluntad precisa, su ánima batallante, su facilidad venturosa de ofrecer en sentencias breves ideas graves. A los suyos organiza; a los adversos desbanda. Severo en los primeros años de su vida, cuando la severidad es fácil, truécase en indulgente cuando tiene que serlo consigo propio; que no hay como vivir para aprender a tener compasión de los que viven. Fue tan hábil, que su habilidad mató su grandeza. La habilidad es la cualidad de los pequeños.
Así se sentaba él en la áspera silla del caballo llanero, como en aquellas de cordobán pespunteado de seda de colores, ornamento preciado de las salas en aquellas épocas modestas. ¡Qué activo en todas partes! ¡Qué brioso en la Sociedad Patriótica! ¡Qué buen republicano en los primeros años difíciles de la República! ¡Qué bravo cuando acusa a Miranda! ¡Qué injusto cuando lo prende! ¡Qué útil en los llanos! En Cúcuta, ¡qué asiduo! En Bogotá, ¡qué fiero! ¡Qué pequeño en lo de los dineros de la agricultura! ¡Qué laborioso en su Ministerio! ¡Qué imponente en el Congreso de Valencia! Y en el...
Hierve la Sociedad Patriótica en encontradas opiniones: Miranda es prudente; Bolívar es grande; Peña es osado; ni a Bolívar ni a Miranda cede. Con pujante discurso echa por tierra pareceres menguados. Desnuda su carácter. Arranca de Bolívar aquel clamor famoso, hijo de siglos que ha de durar siglos, sin que sea parte a su duración y fama justa esa opinión irreverente que, como ave de noche, suele enfriar el aire en torno nuestro, por cuanto es ley moral que las virtudes sean menos estimadas por aquellos que viven en constante contacto con los virtuosos; y, en pueblos, como en ríos, es fuerza, para juzgar del beneficio de las aguas, esperar a que se sequen, al Sol del tiempo, los residuos limosos que la corriente deja en su camino. Su lengua, aquella noche, se hizo azote. Peña va a repetir su discurso, tonante como un monte que revienta, al seno del Congreso. Esto es el día 4. El día 5, el Congreso declara independiente a Venezuela, ¡independiente a América! ¡Ah! ¡es que hay sucesos tales, que exigen tanta grandeza en los que han de soportarlos como en los que los realizan!
Asesor de Miranda es ya el conspicuo Peña. De sí arranca, y en Trinidad, donde le envió la colonia a asesorar a un abogado inglés, había fortalecido el instinto del gobierno propio. Opónese con brío a toda exigencia de órdenes sociales. Ve en el sacudimiento un cambio de esencia, y no de forma. Enamórase de esta palabra hermosa: ciudadano. Las plazas griegas y las juntas francesas lo hubieran reconocido como suyo. Miranda ha enfrentado en Valencia la soberbia realista; en su obra severa, júzgase alcanzado —en la persona de su padre— Peña. Ni ama al compañero, ni teme al jefe, ni quiere distinguir qué es valor, qué es cólera. Acusa a Miranda ante el Congreso. Velo inferior a sí, porque lo ve menos enérgico. Y ¡cuán bello eso de acusar con voz segura a un jefe poderoso que el pueblo ama! Respétalo la Cámara; el pueblo, airado, ruge; vese de su acusación, que no halla curso, lo imprudente, no lo valeroso.
¡Ah! ¿por qué firma Peña la orden de prisión de aquel anciano, de quien tenía el gobierno del puerto de La Guaira, en que lo prendía? ¿Qué es la grandeza, sino el poder de embridar las pasiones, y el deber de ser justo y de prever? Miranda, que en su capitulación con Monteverde desconoció el vigor continental e inextinguible de las fuerzas que estaban en su mano, no cometió más falta que ésta. Era él anciano, y los otros jóvenes; él reservado, y ellos lastimados de su reserva; él desconfiado de su impetuosidad, y de su prudencia ellos; quebraron al fin el freno que de mal grado habían tascado, y creyeron que castigaban a un traidor, allí donde no hacían más que ofender a un grande hombre.
Cierra Casas, el compañero de Peña en el gobierno, el puerto a los emigrados, de orden de Monteverde, a quien acata; queda Miranda preso; huye Peña; ampárale Caracas; surge de nuevo acaudillando bravos, en los valles de Aragua. Él resiste, él dirige, él mantiene. Boves, que algún nombre han de tener las fieras, cerca a Valencia. Mientras la espada tiene punta, esgrímenla los valencianos; rota ya hasta el pomo, cejan. A Peña, su hijo ilustre, acuden. Él se encara al terrible; recábale franquicias; arráncale promesa de respeto a clero y seglares, a gentes de armas y gentes pacíficas; tómale de ello juramento por su vida, honra y Dios. Mas tal como los ríos, que han amontonado con ruido sordo nuevas aguas ante la enérgica represa, sáltanla al cabo y quiébranla, y se echan por el cauce y por los bordes, en crespas ondas roncas, así la ola de sangre pasó sobre la mísera Valencia. Fueron horas frenéticas de bestia.
De casa de la dama valerosa, Vicenta Rodríguez de Escorihuela, salió, protegido de un disfraz, el defensor del cerco. Acá se finge clérigo, y leñador allá, y allá demente. No olvida lo que ve, ni lo que oye. Vencerle es preciso, puesto que le acaban de vencer. El lamento es de ruines cuando está enfrente la obra.
Llega, por fin, al campo de Zaraza, el jefe de los laureados de Rompelínea, el que en Maturín desaloja a Morales, en la Hogaza hiere a Latorre, en Quebrada Honda combate contra Quero, y remata luego a Boves en Urica. ¿Qué importa a Peña que el agua le venga ahora, no ya de la porosa piedra, ornada de frondosa yerbecilla, sino de la rústica tapara? ¿Que sea su lecho el colgante chinchorro, o el áspero cuero, y troncos de árboles su asiento, y cráneos de caballos? Con su palabra calurosa y la autoridad que en sí llevaba, crea rápidamente y sin auxilio, sobre las menudas rivalidades de caudillos, un Congreso en el llano. Acá monta; allí riñe; seduce a éste; a aquél convence. Él hace de los rivales apretados amigos, y de las guerrillas un ejército. Reúne un haz de rayos, y pónelo en las manos de Monagas. Aquella obra está hecha, juntos aquellos miembros de gigantes, creada la República en el bosque. Allí arreciaba la persecución de los realistas; allí puso su esfuerzo encima del peligro.
Sale en busca de Bolívar, y atájanle las fiebres; que suelen mezquinas causas domar a hombres egregios. Se acoge en Trinidad, donde le quieren, y pronto cura. Aún le huelgan las carnes enfermizas, cuando vuelve a Guayana: que en tiempos de peligro, el pesar mayor es estar lejos de él. Su austeridad en los comienzos; su fortaleza en las adversidades; su prontitud en el consejo, le valen, a su vuelta, un puesto en Cúcuta. Hecho a las prácticas republicanas, por lo que admiraba y conocía las de la América del Norte; templado en sus ardores de convencional por sus tres años de relatoría; encendido en amor vehemente por la independencia americana, que sus sufrimientos recientes acrecientan, —combate con ligereza y sin fatiga, maravilla por la oportunidad de sus recursos, la madurez de sus juicios, la robustez y desenvoltura de su palabra. El Congreso le lleva a su presidencia, y desde ella anuncia a la Tierra habitada que Colombia ha nacido. ¡Ah, padre ingrato!
Envíale el Congreso a la ciudad histórica, donde a los cuatro vientos, retando a duelo singular a hombres y dioses, regó el polvo que le cupo en el puño el altivo Jiménez de Quesada. De leyes sabe mucho, y lleva un cargo de leyes. Hay Alta Corte, que por ser alta es suya. Que la preside, dicho se está ...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Carta a Gonzalo de Quesada
  4. I. Nuestra América: Guatemala, 11 de abril de 1877
  5. II. Norteamericanos: Las conferencias internacional y monetaria
  6. Hispanoamericanos
  7. Correspondencia
  8. Libros a la carta