En el sitio equivocado
El flamante edificio estaba situado en una zona muy tranquila, cerca de una de las playas de aquella ciudad costera, y no muy lejos del centro urbano. Solo era posible distinguirlo de uno de oficinas por la presencia excesiva de cámaras en sus fachadas y de policías uniformados en la entrada.
Desde el despacho del comisario, ubicado en la última planta, se podía disfrutar en ocasiones de ese conocido paisaje formado por la isla de Santa Clara y la bahía de la Concha. Koldo Izaguirre permanecía sentado mientras la joven oficial de la Ertzaintza lo ponía al día de las últimas pesquisas sobre lo ocurrido.
—¿Alguna novedad? —preguntó el comisario.
—Ninguna. Los detenidos no dicen ni palabra y los vecinos no saben nada —contestó Ainhoa.
—¿Los heridos están bien?
—Sí, solo magulladuras y arañazos. Nada serio.
—¿Habréis respetado el protocolo? —inquirió con un gesto de preocupación.
—Sí, señor —contestó la joven oficial—. Nada más detenerlos pasamos por el hospital para que los atendieran, luego los llevamos a los calabozos.
—Gracias. Me avisas cuando haya novedades —dijo Koldo a modo de despedida alejando la vista de su interlocutora para releer el informe completo de lo ocurrido.
La batalla campal que se había organizado hacía unas horas a poca distancia de sus oficinas era propia de las grandes metrópolis o de las películas, no de una pequeña ciudad costera como Donostia. Tras el final del terrorismo los habitantes de aquella urbe vivían en una dulce calma, muy alejada del campo de acción de los grupos mafiosos involucrados en esa larga lista de negocios ilegales que tenían en jaque a las autoridades de medio mundo. Sin embargo, lo sucedido la noche anterior solo podía estar relacionado con esa clase de organizaciones; al menos los indicios apuntaban en esa dirección.
—¡Maldita sea! —murmuró Koldo tras quedarse solo en su oficina—. Ahora que me venía una temporada tranquila.
El comisario pertenecía a la segunda promoción de la Ertzaintza: en algo más de dos años podría jubilarse con un sueldo decente. A medida que ascendía en el escalafón había ido cogiendo peso y perdiendo pelo, pero su mente seguía igual de despierta que el primer día de servicio. Llevaba en ese puesto cinco años y casi otros veinte viviendo en la capital guipuzcoana. A estas alturas ya se consideraba medio donostiarra, aunque en realidad había nacido en un pequeño pueblo del interior.
Ainhoa Sistiaga, la joven oficial con tres años de servicio recién cumplidos, se coló en el despacho de su jefe sin llamar a la puerta.
—Han llegado los informes de la Delegación de Interior.
—¡A qué vienen tantas prisas! —le recriminó el comisario.
—Disculpe, señor.
—¿Y?
—¡Menudo currículo tienen estos cuatro! —dijo Ainhoa con una sonrisa depositando los papeles sobre la mesa.
—¿Algo más?
—No.
—Bien. Por ahora es suficiente —afirmó él dando por finalizada la conversación, no sin antes lanzarle una sugerencia—. La próxima vez procura llamar antes de entrar.
Ainhoa se retiró con gesto serio acompañado de una disculpa que él no atendió. Tenía veintisiete años recién cumplidos. Su aspecto había cambiado desde su ingreso en la Ertzaintza, ahora llevaba el pelo corto y su cuerpo estaba más fibroso fruto de sus intensos entrenamientos. Todavía conservaba esa mirada alegre junto con esa sonrisa cómplice que había conquistado a sus compañeros y jefes. Koldo apreciaba a los nuevos oficiales, en especial a Ainhoa, eran entusiastas y dispuestos, pero su forma de ir todo el día con prisas le ponían el corazón en la garganta a cada minuto.
El comisario volvió a revisar los historiales de los detenidos. Aquellos cuatro tipos, cada uno de una parte del globo, eran unos profesionales. Sin duda habían venido a su tranquila ciudad a zanjar algún asunto por encargo de una peligrosa mafia. Lo único que estaba claro era que algo les había salido mal y habían terminado malheridos en una comisaría.
—Me faltan piezas —murmuró antes de llamar a su despacho a la oficial que había echado unos minutos antes.
—¿Sí? —preguntó la joven tras golpear con los nudillos en la puerta.
—¿Todavía hay una patrulla en el sitio?
—Sí, señor.
—Bien. —Koldo reflexionó antes de continuar—. Pues lleva a otras dos patrullas para revisar el barrio. Quiero información detallada de los que viven allí.
—Ya hemos tomado declaración a los vecinos y…
El comisario suspiró.
—Ahora estamos buscando otra cosa. Ahora buscamos a su objetivo.
—¡Por supuesto! —dijo con decisión—. ¿Algo más?
—Sí, que los agentes vayan con el equipo completo. Asegúrate de inspeccionar con detalle hasta la última vivienda. En caso de no poder acceder a alguna, manda aviso de forma inmediata para pedir una orden judicial.
—Ahora mismo el objetivo estará lejos de aquí —se atrevió a sugerir Ainhoa.
—Cierto —sentenció el comisario con una sonrisa de satisfacción en el rostro—, pero necesitamos más datos para poder buscarlo. No creo que los detenidos nos vayan a dar mucha información.
Tras ver desaparecer a la joven oficial, Koldo se recostó unos minutos en el sillón de su despacho. Como bien había insinuado Ainhoa, habían pasado unas cuantas horas desde lo ocurrido, el objetivo había tenido toda la noche para poner tierra de por medio tras el fracaso de sus perseguidores. Volvió a revisar el informe pericial, los dos coches presentaban, además de los agujeros de balas, abolladuras en sus laterales fruto de los choques sufridos.
Hacía unos minutos habían mandado un correo solicitando información a un subcomisario de la policía sobre denuncias de coches robados de gama alta o sobre vehículos abandonados en las últimas veinticuatro horas, pero decidió que necesitaba más datos. Sabía con quién tenía que hablar para conseguirla.
—Egunon, Iñaki —saludó a su interlocutor nada más cruzar las puertas de los sótanos.
—¡Hombre, Koldo! ¿Qué te trae por el submundo?
El comisario esbozó una sonrisa. Iñaki llevaba tanto tiempo como él en la Ertzaintza, pero su amigo había optado desde el principio por la parte más científica de la investigación policial.
—¿Has podido echar un vistazo a los coches?
—Sí, pero cuando he llegado los habían movido.
Koldo le mostró las fotos:
—¿Qué opinas?
—Que alguien ha escapado de una trampa segura gracias a un tanque.
—¿Un tanque? —preguntó el comisario con cierta sorpresa dibujada en la cara.
—Mira, Koldo: esos dos automóviles medio destrozados eran dos Audi A8; cada uno pesa unas dos toneladas. Con nuestros coches apenas les daríamos un suave empujón.
—Quizá con una furgoneta grande…
—No, una furgoneta o un furgón habría destrozado más los vehículos por la parte superior o les habría pasado por encima.
—¿Entonces?
Su interlocutor dudó un momento, parecía repasar cada uno de los detalles que había estado estudiando antes.
—Yo apostaría que se trata de un todoterreno grande con algún tipo de blindaje.
—¡Joder! —exclamó Koldo ante la seguridad de esa afirmación.
Ambos se quedaron en silencio unos minutos, luego el comisario volvió con sus pesquisas.
—¿Cómo se habrá quedado el otro coche?
—Es difícil saberlo, pero como no hay restos de él, es de suponer que no estará muy mal.
—¿Algo más que debamos saber?
—Hemos encontrado rastros de pintura en los golpes, sin duda el todoterreno que buscamos es de color gris.
—Muchas gracias. Te debo una.
—La apunto en la lista —dijo Iñaki con una sonrisa.
El comisario salió con paso rápido de los sótanos del edificio, acababa de recibir unas suculentas aclaraciones de las cuales podría sacar bastante partido.
—Si hubiéramos sabido esto hace unas horas… —pensó en voz alta mientras su mano rebuscaba el móvil en el bolsillo.
Koldo hizo un par de llamadas más antes de ponerse en contacto con la oficial Ainhoa, que continuaba haciendo pesquisas por la zona del incidente.
—¿Alguna novedad?
—Nada que nos sirva —contestó la oficial con un suspiro de resignación.
—Sigan insistiendo.
—Vale.
—Tenemos otra pista, pero no quiero que se dedique a preguntar a cualquiera.
—¿Sí? ¿Cuál? —inquirió Ainhoa.
El comisario fue consciente del cambio en el tono de voz de su joven oficial. El trabajo de campo a veces ...