Cartas boca arriba
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Cartas boca arriba

Correspondencia (1954-2000)

  1. 526 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Cartas boca arriba

Correspondencia (1954-2000)

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Este volumen, cuyo título homenajea la obra de Buero Las cartas boca abajo, recoge la correspondencia que los escritores Antonio Buero Vallejo y Vicente Soto mantuvieron durante casi cincuenta años. En ella los dos intelectuales dejan testimonio de su compromiso con su tiempo y con su obra, sus filias y fobias, sus logros, perplejidades, enojos y abatimientos. Una crónica íntima a dos voces que registra los cambios históricos y sociales, culturales y literarios, las modas y los modos en sus ciclos de auge y declive. Con el trasfondo de la España de la posguerra, la Transición y la democracia, estas cartas suponen una doble y excepcional autobiografía epistolar.

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Información

Año
2022
ISBN
9788416950058
Edición
1
Categoría
Historia

III. TRIUNFOS Y DESALIENTOS
(1969-1975)




La sociedad y la literatura ya no son las mismas y Buero Vallejo y Soto cada vez pertenecen más a un pasado que a los jóvenes no les interesa. La guerra, la posguerra, la resistencia intelectual contra la dictadura, el arte políticamente útil… les saben a sopa fría o a caldo de pobre. Hay prisa por archivar todo eso que huele a hollín de posguerra e instalarse en un futuro que aún no se vislumbra. A la hora de hacer tabula rasa todo lo viejo se iguala indiscriminadamente en una misma papilla: «Estamos hartos de los Casona, los Buero, los Paso…», rezan las octavillas que unos muchachos lanzan, al grito de «¡España socialista!», en el Teatro Oficial de Cámara y Ensayo. Buero tendrá que lidiar con esa actitud parricida y miope a partir de ahora. A quienes le regateaban méritos dentro de la izquierda ideológica por no ser lo bastante explícito o beligerante y a quienes se los regateaban por ser un rojo resentido vendrán a sumarse ahora los jóvenes cortos de vista incapaces de distinguir con nitidez en la distancia histórica y que, obedientes al mandato del relevo generacional, desprecian su obra y su figura, en ocasiones del modo más burdo, como cuando una joven, en un coloquio en el Instituto Italiano con el dramaturgo Diego Fabbri en mayo de 1972, le espetó: «Me dan ganas de escupirle a la cara».
Buero, con todo, sigue agradecido a algunos periodistas que cubrieron su estreno en Chester, como Jesús Pardo, corresponsal del diario Pueblo, o Enrique Laborde, corresponsal de La Vanguardia, que envió crónicas efusivas del paso del dramaturgo por Inglaterra. Y el propio Soto expresa su gratitud al Instituto de España, donde su director Carlos Clavería había dado un cóctel en honor a Buero, acudiendo en junio a una conferencia del joven Juan Antonio Masoliver, entonces jefe de estudios del Instituto, quien les había acompañado al estreno de Chester. Por azar, Clavería iba a ser elegido miembro de la Real Academia un par de semanas antes que Buero Vallejo: el 14 de enero de 1971 el primero y el 28 el segundo. El ingreso de Buero —por otro lado, con un formidable discurso sobre «García Lorca ante el esperpento»— comportaba el tácito reconocimiento de su dilatada trayectoria y aparejaba una consagración institucional que fue aprovechada por algunos para acusar malévolamente al escritor de acomodaticio con el régimen, obviando el inequívoco mensaje político que contenía El sueño de la razón, estrenada el 6 de febrero del año anterior con un gran éxito.
Año y medio había dedicado a esa obra, en la que un Goya anciano, sordo y atribulado por su declinante virilidad, se niega a abandonar el país pese al terror desatado por un Fernando VII tiránico. En junio de 1969 la consideró terminada, aunque aún «con medidas europeas», es decir muy larga, pero ya en condiciones de ser leída con José Osuna, el responsable de los montajes de El concierto de San Ovidio y El tragaluz. Aún quedaban por delante ocho meses de trabajo y vencer la resistencia de la censura —que no se logró hasta que un cambio ministerial en octubre puso en el Ministerio de Información y Turismo a Alfredo Sánchez Bella—. Por fin, vencidos los obstáculos, el 6 de febrero de 1970 pudo estrenarse en el Teatro Reina Victoria con unos actores, José Bódalo y María Asquerino, que al autor le parecieron «estremecedores». La obra se publicó aquel mismo año en el número 117 de la revista Primer Acto; la dedicatoria «A Vicente Soto, que me instó a escribir esta obra, diciéndome: “Yo creo que Goya oía a los gatos”», honraba la sugerencia del amigo pero no podía dar cuenta al lector de las muchas horas de conversación que Buero y Soto, durante la estancia del primero en Londres, habían tenido alrededor del pintor aragonés y sus posibilidades dramáticas.
En los meses siguientes, el sedentario Buero viajó a Italia y a Estados Unidos: había sido invitado a la Universidad de Carolina del Norte en Chapell Hill, donde se celebraba un congreso sobre su obra, y, por segunda vez, al Festival de San Miniato organizado por el Istituto Dramma Popolare. Y aún tuvo que volver a coger otros aviones para acudir, primero, al Congreso Mundial de Autores en Las Palmas y, ya en 1971, a Montecarlo, donde se reunía el Consejo Internacional de Autores Dramáticos. El viaje a Estados Unidos, de tres semanas entre abril y mayo, lo hizo con Victoria y con Francisco García Pavón, también invitado como conferenciante. Buero se encontró un ambiente alborotado, con movilizaciones contra la guerra de Vietnam y agitación en los campus universitarios, pero aprovechó la estancia para conocer algo mejor el país y pasar una semana en una Nueva York intimidante que no le gustó ni a él ni a Victoria. A su regreso recibió una subvención del Ministerio de Asuntos Exteriores para cubrir los gastos del viaje que había solicitado Pavón y que le provocó incomodidad, aunque, como le dice a Soto, también se cobra por otras ventanillas oficiales, como la de Televisión Española, donde por fin han vuelto a programarlo y ya van por la tercera obra suya que se emite. A la Toscana acudió a finales de agosto para asistir al montaje de El sueño de la razón, que presentaba el Teatro Stabile de Génova, la misma compañía que había montado El concierto de San Ovidio en el verano de 1967. En esta ocasión, Italia le proporcionó algún desaire inesperado que llegó desde la crítica izquierdista, en la que se señalaba falta de agresividad contra Franco o la inocuidad de su teatro, juicio basado en la simple prueba de que era autorizado (sin tener en cuenta las demoras y cortes del texto ni los vetos sufridos). Suponía Buero que algunos de sus enemigos interiores habían tenido a bien nutrir de veneno a sus pares italianos, pero eso no mitigó su pesadumbre.
Soto está ahí, puntual, para contrarrestarlo: a él las críticas italianas le alegran porque demuestran que la obra del amigo está muy lejos de ser inocua, como afirman los comunistas, cuya reacción explica por la distancia que Buero ha puesto respecto al partido al que perteneció. Para animarlo, le cita el testimonio de un preso comunista en el exilio, Melquiades Rodríguez Chaos, que en su memoria 24 años de cárcel recuerda elogiosamente a Buero dando a los presos, en una celda, una charla sobre arte. Las envidias, resentimientos y hostilidades van a ser un condimento amargo y constante en las cartas de estos años, y por ambas partes. Buero podía relativizar el daño de esas actitudes gracias al incuestionable éxito de su producción y a los innumerables signos de reconocimiento nacional e internacional que iba recibiendo, pero ese no fue el caso de Vicente Soto.
A los dos años de obtener el Nadal y tras el deprimente peregrinaje editorial de Topotón, rechazado por Destino, relegado por Pavón en Taurus y derivado al poeta Enrique Badosa, director literario de Plaza y Janés, en enero de 1969 Soto se entera, indirectamente, de que Badosa ha rechazado el libro. Se lo explica, indignado, Buero, que siente mucho enviarle «este carro de mierda». Han sido dos años estrellándose contra un muro que creía abatido para siempre tras el triunfo de La zancada y que, para él, tiene un culpable principal: Josep Vergés. Por eso le envía a Buero, con un año de retraso, la carta de Destino en la que se le comunicó el rechazo basándose en que el libro era un «puro ensayo literario». Ninguno de esos portazos le ha disuadido de continuar participando en la tómbola de los certámenes literarios, por ejemplo en el Premio Lope de Vega y en el Hucha de Oro de cuentos, y, además, hacia abril todavía cabía el albur de que García Pavón se lo publicara en Taurus. Pero Soto no espera más, adapta los relatos para acomodarlos a un concurso de novela, añade el subtítulo «Una novela de novelas de desterrados», pone un prólogo y una cita de Kafka y manda el manuscrito al Premio Blasco Ibáñez. La entereza moral de Soto vuelven a ponerla a prueba tres chascos: ni el Lope ni el Hucha de Oro le sonríen, y el Blasco Ibáñez irá a parar ya en 1970, para su pasmo, a José María Pemán por El horizonte y la esperanza. «El año es pésimo para mí», le decía a Buero en junio del año anterior. Topotón se le había convertido en un «cadáver sin enterrar». Y, para colmo, la suerte sí favorece a García Pavón, que recibe en abril el Premio de la Crítica por El reinado de Witiza, a la vez que Vicente Aleixandre lo obtiene por En un vasto dominio.
Vicente Soto, «cruce estridente de pequeño burgués y bohemio inhibido» —como se autodefine entonces— se embarca en una nueva novela a pesar de su pesadillesca falta de tiempo. Su título provisional es Hijo de una, obvio eufemismo por Hijo de puta, que es como, para él, se llama el proyecto, aunque, con la cabeza fría, lo cambiará por Bernard, uno que volaba. A comienzos de 1970 envía el texto a Destino y Vergés acusa recibo con cordialidad. Mientras aguarda el dictamen, Soto faena en otra novela, El gallo negro, que quiere destinar al Premio Ciudad de Murcia. Desde junio de 1969 ha iniciado un experimento horario en busca de tiempo y sosiego para escribir: se acuesta a las ocho de la noche para levantarse a las cuatro de la madrugada y encadenarse a la mesa hasta la hora de entrar en la oficina. Mantuvo ese régimen durante todo un año, más o menos, hasta que recibió la respuesta de Vergés. Esta llegó el 1 de junio y fue un rechazo sin atenuantes: Bernard… le parece confusa y desagradable. La carta es la gota que desborda el vaso: «Pienso a menudo que debería dejar de escribir». Pero la vocación es mucho más poderosa que la montaña de reveses y enseguida se plantea concurrir al Planeta con las dos novelas acabadas. Dos de los cuentos de Topotón los ha trasvasado a El gallo negro soldándolos bien a la estructura narrativa y ahora el libro maldito ha empezado a desmembrarse.
En los meses siguientes, Buero, que ha ido encajando sus propios desaires, le advierte que aún hay sol en las bardas y que deben seguir cabalgando sin desmayo, «a novelar y escenificar». En octubre, Soto se entera de que sus dos novelas figuran entre las diecisiete seleccionadas para el fallo del Planeta, pero ese año tocaba que un latinoamericano se llevara el premio, como observa Buero, y, en efecto, el ganador de 1970 fue el argentino Marcos Aguinis, con Luis de Castresana de finalista. Solo fue un golpe más en la zona castigada de su amor propio. El espantajo de convertirse en autor de una sola obra le ronda mientras le crece la amargura y empieza a preguntarse si no es absurda contumacia el perseverar en la escritura. Pero Soto siempre se sobrepone: «Ya pasará esto», aunque «esto» de momento sea feo. Lo que necesita es anestesiarse para superar el trance y continuar adelante, porque: «Qué otra cosa es la vida. A ver. Traguito de anestesia, traguito de oxígeno, cachondeo y carreritas hacia el ataúd». Magnífica y desoladora definición de la existencia que irá resonando en las cartas posteriores. El 5 de diciembre la decisión de renunciar a la literatura parece tomada sin dramatismo y hasta con un amargo sentido del humor:

«Ten la seguridad de que tomo la decisión con calma. Ni me creo un genio incomprendido ni un maleta derrotado. Lo primero por obvio y lo segundo porque tengo la suerte (de doble filo) de recibir de vez en cuando, no sé por qué, libros que algunos autores jóvenes me envían. Dios mido de mi álmada (a veces decimos ya “de mi albóndiga”; y vista la productividad de mis madrugones, también decimos que “al que madruga Dios le arruga”). Qué literatura, qué mediocridad. Pero al parecer no tienen problemas para publicar. Pues están en la rueda».

Con motivo del fiasco del Planeta ha aparecido en escena un antiguo amigo de Vicente, el crítico y escritor José Orozco, quien desde 1965 se encargaba de la sección «Narrativa española» en la revista Ínsula, con el seudónimo de José Domingo, el mismo con el que publicó en 1973 los dos espléndidos volúmenes de La novela española del siglo xx. El papel de Orozco será providencial en la batalla editorial de Soto. Es el primero que le habla de la editorial Andorra como una posible casa de acogida para su obra. Esa editorial, activa desde finales de 1967 hasta 1973, prestó especial atención a la literatura del exilio desde que publicó en 1968 Las buenas intenciones de Max Aub, a la que siguieron títulos de Segundo Serrano Poncela, Ramón J. Sender o Rosa Chacel. Buero tenía noticia de esa editorial radicada en Andorra la Vella por Lluís Capdevila, que había prologado la traducción catalana de El señor presidente de Miguel Ángel Asturias. Mientras se definía esa opción, Soto volvió a escribir teatro, el drama El vapor de tres chimeneas, ajeno al susto de salud de Antonio, que sufrió un estrangulamiento de hernia que requirió cirugía urgente. Al salir del hospital, una carta desde Londres parece anunciar el adiós a la literatura del amigo y su respuesta es contundente: «Te niego ese cerrojazo […] a las puertas de la esperanza. ¡No! Verás editados tus libros, tenemos que verlos». A esos sinsabores se añade la circunstancia política en España («nos tiene mortalmente asustados», confiesa Buero), nada tranquilizadora tras el Proceso de Burgos en diciembre de 1970, en el que se condenó a muerte a seis militantes de ETA, aunque la presión internacional logró que se conmutaran las penas. La conflictividad se mantendrá ya durante muchos años, porque la transición había empezado por abajo aunque el régimen siguiera manteniendo la represión desde arriba, e incluso pareció endurecerse en 1972 con la cesión, por parte de Franco, de la presidencia del Gobierno al almirante Carrero Blanco.
El estreno del Goya (como él llama a El sueño…) en febrero de 1970 coincidió con un relevo en la agencia literaria Hope Leresche: su agente, Patricia Burke, abandona la empresa y la...

Índice

  1. ÍNDICE
  2. INTRODUCCIÓN
  3. SOBRE LA EDICIÓN DE LAS CARTAS
  4. BIBLIOGRAFÍA
  5. I. DISTANCIAS INSALVABLES (1954-1963)
  6. II. DESHIELOS (1964-1968)
  7. III. TRIUNFOS Y DESALIENTOS (1969-1975)
  8. IV. ZONA DE TURBULENCIAS (1976-1985)
  9. V. LA VIDA, FUERA (1986-2000)
  10. NOTAS A PIE