1. Un poco de historia
Para encontrar los orígenes de la mesa, tendríamos que remontarnos, irremediablemente, hasta la época de nuestros más antiguos ancestros. En las cavernas utilizaban un tipo de soporte para depositar y disponer de todos los alimentos, las herramientas o los utensilios que utilizaban para abastecerse. Esa necesidad de sostener cualquier tipo de objeto provocó su aparición.
La historia de la mesa forma parte de la historia de los muebles. Desde que el hombre deja de ser un cazador nómada y se convierte en un agricultor con un estilo de vida más sedentario, introduce una serie de objetos: sillas, mesas, camas… que le permitan mejorar su calidad de vida.
Con esta evolución de la especie, evidentemente, la mesa fue transformándose y adaptándose a cada cultura. Así pues, los egipcios crearon modelos impresionantes. Solían ser pequeñas y bajas, de estilo sobrio y muy estilizadas. Tenían la costumbre de comer solos o de dos en dos, nunca se les ocurrió utilizar grandes mesas para toda la familia o para banquetes. Sus motivos decorativos eran varios y muy ornamentales. Figuras de animales y distintos tipos de juegos destacaban por encima del resto. Incluso utilizaban cajas o arcones, con diseños geométricos, para comer y jugar al mismo tiempo. Sus mesas y sillas en forma de tijera serían uno de sus mejores exponentes. El material usado, básicamente, fue la madera. En el caso de las mesas más lujosas, se utilizaban metales preciosos como el marfil, el oro o la plata para recubrirlas. Podemos considerar que el nacimiento de la mesa tuvo su origen en Egipto.
En la Grecia clásica, los muebles fueron más estilizados. Las patas de la mesa abandonaron su forma de animal para dejar paso a modelos más sencillos, no tan ornamentados. Solían ser de tres patas y de bronce, con uso exclusivo para la comida.
Roma, por su parte, fue un imperio conquistador y esta faceta la proyectó en su mobiliario. El bronce fue su material estrella. Sus mesas fueron más majestuosas, el cartibulum fue una muestra de ello. Tenía un soporte de mármol con unas dos únicas patas de tamaño considerable en forma de leones. Una de las costumbres más comunes de los romanos era comer en los triclinios, estancias donde disponían de tres klinai (cama tipo diván) en forma de «U» y dejaban un espacio en el medio para una mesa baja y el acceso de la servidumbre. En estos lechos había espacio para unas tres personas en cada uno de ellos. Las familias con más recursos disponían de más de un triclinio en su casa.
Los orígenes de la palabra «mesa» son fruto de la evolución del latín y en Occidente han existido distintas maneras para referirse a ella: «mensa», «mesa», «tabula», «table», «taula»…
En la Edad Media las mesas consistían en simples tablones sustentados sobre caballetes y cubiertos por un enorme mantel donde los comensales podían limpiarse los dedos. Las expresiones de «poner la mesa» o «levantar la mesa» provienen de esta época debido al hecho de que, literalmente, cada vez estaban obligados a colocar y posteriormente desmontar estos largos y estrechos tableros sustentados en soportes cuando tocaba comer o celebrar una ocasión especial. En la Edad Media predominaba el feudalismo, con todas las diferencias entre clases sociales que ello supone. Nace la burguesía, base del sistema capitalista y gran impulsora de la evolución y sofisticación de la mesa en el futuro.
A partir del Renacimiento, siglos XIV y XV, las mesas fueron más ostentosas y adornadas. Aumentan de tamaño y son más robustas. Se convierten en un mueble más importante dentro de las casas. Nace un nuevo concepto del comer. Erasmo de Rotterdam, en su tratado De la urbanidad en las maneras de los niños, describe cómo usar los cubiertos, detalla qué actitudes eran impropias de llevar a cabo en la mesa y encumbra la conversación como parte importantísima del menú. Este tratado humanista hace hincapié en el hecho de cultivarse y esculpir los modales y hábitos de uno mismo desde bien pequeños. Aquí os dejo algunos fragmentos:
No seas el primero en meter tus manos en el plato que acaban de servir: te considerarán como un glotón y esto es peligroso. El que se mete, sin pensar, una cosa muy caliente en la boca, o la escupe o se abrasa el paladar al tragarla, suscitará la risa o la piedad.
Es descortés chuparse los dedos grasientos o limpiarlos en el vestido. Es mejor servirse del mantel o de la servilleta.
Es de patanes meter los dedos en la salsa. Se toma lo que se desee con el cuchillo y el trinchante sin rebuscar en el plato como hacen los glotones, recogiendo la tajada que se tiene más cerca».
Si lo que se te ofrece no se conlleva con tu estómago, guárdate de decir aquello del Clitifón de la comedia: «No puedo, padre», sino amablemente da las gracias, pues es esta la más urbana manera de rehusar. Si persiste el ofertor, di respetuosamente o que no te sienta bien o que no tienes falta de nada más».
Algunos tanto a la vez meten para la boca que los carrillos se les hinchan por ambos lados como fuelles. Otros, al masticar, con el despegarse de los labios, hacen un ruido a la manera de los puercos. No faltan quienes, con el afán de tragar, resuellan también por las narices, como si se les fuera a ahogar. Con la boca llena o beber o hablar ni es honesto ni sin riesgo.
Aquellos que a la edad pueril la reducen a ayuno o dieta, a mi juicio al menos, están locos, y no mucho menos los que a los niños con comida demasiada los atiborran; pues así como aquello debilita las pocas fuerzas del tierno cuerpecillo, así esto otro derrueca el poder del ánimo. Con todo, la moderación ha de aprenderse desde muy pronto. Sin tocar los límites de la total hartura, ha de restaurarse un cuerpo de niño, y más bien frecuente que copiosamente. Algunos no saben de sí que estén saciados hasta que está a tal punto la panza distendida que corre peligro de reventar o de rechazar por vómito su carga.
No deja de ser curioso que todas estas reflexiones, que podrían ser tan actuales, fueron escritas hace más de quinientos años.
El individualismo renacentista conlleva la aparición de la servilleta individual. Leonardo da Vinci fue su propulsor. Recordemos que hasta aquel momento el hábito más común para lavarse las manos era el uso del mantel o incluso había la costumbre de atar animales (conejos normalmente) en los asientos y utilizarlos para limpiarse los dedos. La palabra «servilleta», en castellano, proviene de la lengua flamenca «servete», derivada del latín «servare» (‘guardar, cuidar’). Esto coincide con la visita de los nobles flamencos que vinieron con Carlos V a la península. Por aquel entonces, el uso de la servilleta estaba destinado a ocasiones especiales y se colocaba sobre el hombro izquierdo.
En esta época renacentista también empezamos a usar el tenedor y dejamos de coger todos los alimentos con las manos. Este tenedor tiene poco que ver con el de nuestra actualidad. Era una broca de dos puntas destinada a «tener» (de ahí el nombre «tenedor» en castellano) al alimento en cuestión. Su uso fue destinado a una minoría calificada de extravagante y exageradamente refinada, tardaría muchos años en implantarse su uso más generalizado. Si en la Edad Media compartíamos todo en la mesa, en el Renacimiento cada comensal disfrutará de su propio plato y cubiertos.
Entre los siglos XVII y XVIII, y gracias a la Revolución Industrial llevada a cabo en Gran Bretaña, se inventa la mesa de alas abatible. Lo que predomina en esa época son mesas ligeras y fáciles de transportar. Ganan terreno e importancia las mesas de noche, los tocadores, los costureros y las mesas de juego.
A partir del siglo XIX, y hasta nuestros días, las mesas han ido evolucionando en cuanto a formas, utilidades y diseños, pero siempre respetando su punto de partida conceptual.
Aspectos culturales
Evidentemente, los aspectos culturales desempeñan un papel fundamental. Los pueblos del mediterráneo como España, Francia, Italia, Malta, Croacia, Grecia, Turquía, Egipto, Marruecos, Israel… somos de pasar horas, muchas horas, en la mesa. Esas sobremesas en las que se abordan los temas más dispares y se habla de todo y de nada. Esos momentos de unión que nos hacen pasar tan buenos ratos y que recordamos durante tanto tiempo. Padres, hijos, abuelos, tíos, padrinos, primos, amigos… todos tienen cabida en estas celebraciones. Nuestra cultura y tradición nos hacen más próximos, más cercanos. Somos un pueblo al que nos gusta tocarnos, estar cerca unos de otros, darnos calor físico y emocional. Estar presentes y hacernos sentir bien. Somos gente hospitalaria y dialogante, aunque parece que a veces lo olvidamos, y la mesa representa ese vínculo perfecto de unión. Personaliza esa excusa perfecta de pausa, de romper con las prisas que nos persiguen, y nos regala momentos en que el tiempo parece que pasa más lentamente.
Cuántas veces hemos oído aquella frase de «esto se arregla sentándonos en una mesa», o aquella otra de «no nos levantaremos de la mesa hasta que esté solucionado». Pues sí, para construir lazos y edificar compromisos sólidos, no hay nada mejor que relajarse, sentarnos, hablar, dialogar, discutir, poner sobre el mantel todos nuestros argumentos e ideas, y compartirlas, exponerlas con respeto y educación. Escuchar e interactuar con los otros comensales con la finalidad de lograr acuerdos, soluciones y, sobre todo, de pasar un buen rato.
El recuperar estos momentos de paz y relax en torno a la mesa debería ser una rutina casi obligada. Soy consciente, como he dicho antes, de los horarios que la mayoría tenemos, de lo complicado que resulta en muchas ocasiones conciliar trabajo y familia, pero priorizar estos momentos nos dará un equilibrio vital que repercutirá en otras facetas de nuestra vida.
Nuestra cultura mediterránea, desde pequeños, nos ha enseñado y preparado para vivir esta ceremonia de un modo cálido y apasionado. Cada país o región con sus costumbres y particularidades, que son símbolos de su identidad y origen. En España han predominado excelentes propuestas culinarias, donde han coexistido cocidos, potajes, embutidos ibéricos, guisos… dando rienda suelta a fiestas y celebraciones de largas tardes o noches, desembocando en karaokes improvisados y en coros familiares o de amigos. Una vez más, un ejemplo de ese carácter y de ese estereotipo español, festivo y tan alegre.
El País Vasco es famoso por sus txokos, sociedades o peñas gastronómicas donde se hacen comidas y cenas memorables. Tienen como principal característica que el que cocina es un miembro de la cuadrilla y lo hace gratuitamente. Los ingredientes los aportan los comensales. Lo más normal es que todos terminen cantando y festejando, los vascos son muy aficionados a ello. Por suerte, la tradición inicial de ser asociaciones de varones donde se prohibía la asistencia de las mujeres ha cambiado y son pocas las que lo siguen practicando. Estos locales forman parte de su forma de ser, de su forma de entender la vida. La traducción de txoko sería ‘rincón, cuartito pequeño’. La estrella de estos locales es su cocina, que suele ser de primera categoría, preparada para cocinar los excelentes manjares de aquel fantástico país. Junto a la cocina destaca, como no podía ser de otra manera, la mesa. Mesas largas, anchas y de madera robusta. El menú siempre será a base de materia prima de «extrema» proximidad: pescado de algún puerto cercano, carne de caseríos de la localidad… Toda una fiesta que, como antes decía, acabará con cantos y partidas de mus.
En Cataluña, en cambio, solemos ser un poco más discretos. También disfrutamos y preservamos nuestras raíces culinarias. Tierra de grandes maestros gastronómicos, de escritores y periodistas amantes de la buena mesa y, en estas últimas décadas, cuna de chefs mediáticos que han (re)inventado la manera de entender la cocina. Algunos de estos escritores ya narraban, hace años, lo que para ellos significaban la mesa y la cocina. Josep Pla así lo explicaba en su delicioso libro Lo que hemos comido:
Yo nunca he sido cocinero. No tengo la menor idea sobre recetas culinarias. Lo que me interesa de la cocina son los resultados, la eficacia. Nunca he sido ni un gourmet ni un gourmand. Mi ideal culinario es la simplicidad, compatible en todo momento con un determinado grado de sustancia. Pido una cocina simple y ligera, sin ningún elemento de digestión pesada, una cocina sin taquicardias. El lujo, en el comer como en todo, me deprime. Siempre he creído que la MESA es un elemento decisivo de sociabilidad y tolerancia.
Estos escritores, periodistas, intelectuales… entrelazaron el mundo de la cultura y de los fogones con maestría, con sus visiones y criterios subjetivos, a veces polémicos y controvertidos, pero con un mismo denominador común: el amor por la cocina y por la buena mesa.
En países vecinos ha pasado otro tanto. Este sur, bañado por las aguas del Mediterráneo, es un paradigma cultural del arte del buen comer. De Italia hablaré más adelante, pero, sin duda, es un país que adora su tradición y tavolate.
Porque ¿qué es la cultura sino un conjunto de tradiciones y costumbres que caracterizan a una sociedad o a un pueblo? Poder transmitir a nuestros hijos y sucesores una manera de comer, de recetas y tradiciones gastronómicas es un tesoro de valor incalculable. Acostumbrar al paladar a distintos alimentos, cocciones e ingredientes desde bien pequeños nos da una apertura mental y un poder de adaptación que agradeceremos en muchas ocasiones. Es un bagaje que siempre nos acompañará y, a mi juicio, una inmensa suerte. Estamos dando herramientas y educando desde lo más profundo del ser. Si no queremos perder nuestras raíces y nuestra diversidad, os animo a perseverar en ello.