CAPÍTULO II
Cuando desperté, pasadas las doce, el sol entraba a raudales entre las cortinas de mi habitación, dibujando largos y polvorientos rayos de temblorosa luz dorada. Le dije a mi sirviente que no estaba para nadie y, después de haber dado cuenta de una taza de chocolate y de un petit pain, saqué de la biblioteca mi ejemplar de los Sonetos de Shakespeare y la edición facsímil del Quarto con prólogo del señor Tyler, y me dispuse a leerlos con suma atención. Me pareció que cada poema corroboraba la teoría de Cyril Graham. Tenía la sensación de haber puesto la mano sobre el corazón de Shakespeare y de estar contando cada uno de sus latidos y cada uno de los pulsos de su pasión. Pensé en aquel maravilloso joven actor y vi su rostro en cada verso.
Debo admitir que anteriormente, en mis días pembrokianos, si se me permite llamarlos así, siempre me había resultado muy difícil entender que el creador de Hamlet, Lear y Otelo pudiera haberse dirigido con tan extravagantes palabras de alabanza y de pasión a alguien que no era más que un joven noble cualquiera de la época. Coincidiendo con la mayoría de los estudiosos de Shakespeare, me vi obligado a dejar de lado los sonetos como piezas realmente ajenas a la evolución de Shakespeare como dramaturgo, piezas probablemente indignas de la vertiente intelectual de su naturaleza. Pero en cuanto empecé a darme cuenta de la veracidad de la teoría de Cyril Graham, fui consciente de que los estados de ánimo y las pasiones que reflejaban eran totalmente esenciales para la perfección de Shakespeare como artista de la escena isabelina, y que era en las curiosas condiciones teatrales de esa escena donde los poemas tenían su origen. Recuerdo la alegría que me embargó cuando fui consciente de que estos maravillosos sonetos:
Sutiles como la Esfinge, tan dulces y musicales
Como el laúd del brillante Apolo, que tiene por cuerdas sus cabellos,
ya no estaban aislados de la poderosa energía estética de la vida de Shakesperare, sino que eran parte esencial de su actividad dramática y que nos revelaban algo del secreto de su método. Haber descubierto el verdadero nombre del señor W. H. no era nada –otros podrían haberlo hecho, quizá ya lo hubieran hecho– en comparación con haber descubierto su profesión: eso constituía una revolución en el ámbito de la crítica.
Recuerdo que hubo dos sonetos que me llamaron particularmente la atención. En el primero de ellos (53), Shakespeare, alabando a Willie Hughes por la versatilidad de su arte en escena, por su gran abanico de personajes, abanico que comprendía, como sabemos, de Rosalinda a Julieta, y de Beatriz a Ofelia, le dice:
¿Qué es lo que es tu sustancia?: ¿de qué estás tú hecho,
que mil ajenas sombras se te trasparecen?
Cada una tiene un tinte, cada cual un trecho,
y en ti, siendo uno solo, todas se abastecen.
Estos versos serían ininteligibles de no estar dirigidos a un actor, puesto que la palabra «sombras» tenía en época de Shakespeare un significado técnico relacionado con el teatro. «Los mejores de ellos no son más que sombras», dice Teseo refiriéndose a los actores del Sueño de una noche de verano;
La vida es una sombra tan solo, que transcurre, un pobre actor que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario,
grita Macbeth en un momento de desesperación, y en la literatura de la época encontramos no pocas alusiones similares. Es evidente que este soneto formaba parte de la serie en la que Shakespeare habla de la naturaleza del arte del actor y del temperamento extraño e infrecuente que es esencial para el perfecto actor.
«¿Cómo es que tienes tantas personalidades?», pregunta Shakespeare a Willie Hughes, y a continuación señala que su belleza es tal que parece hacer realidad toda forma y plano de fantasía y dar cuerpo a todos los sueños que es capaz de albergar la imaginación creativa, idea que se explica más extensamente en el soneto inmediatamente posterior, que Shakespeare da comienzo con la delicada reflexión:
¡Oh, cuánto más hermosa hermosura se para
con el gracioso atuendo que verdad le prende!,
en la que nos invita a percibir cómo la verdad de la actuación, la verdad de la representación visible sobre el escenario, no hace sino contribuir a la maravilla que es la poesía, dando vida a su encanto y auténtica realidad a su forma ideal. Sin embargo, en el soneto 67, Shakespeare le pide a Willie Hughes que abandone el escenario y su artificialidad, su vida irreal de rostros maquillados y sus disfraces, sus influencias y sugerencias inmorales, su alejamiento del verdadero mundo de noble acción y expresión sincera:
¿Por qué hubo él de vivir entre la podredumbre
y agraciar él con su presencia el mundo ingrato,
que el pecado por él consiga algún relumbre
y se adorne con los encajes de su trato?
¿Por qué imitar su tinte el arte mentirosa
y hurtar fría apariencia a su mejilla ardiente?
¿Por qué pobres bellezas indirectamente
buscar rosas de sombra, si es verdad su rosa?
Puede parecer extraño que un dramaturgo de la grandeza de Shakespeare, que era consciente de su propia perfección como artista y de su plena humanidad como hombre en el plano ideal de su labor como autor teatral y como director de escena, se refiriera al teatro con tales palabras, pero debemos recordar que, en los sonetos 110 y 111, Shakespeare nos muestra que también él estaba cansado del mundo de marionetas y profundamente avergonzado por haber hecho de sí mismo «un pendón de feria». El soneto 111 es especialmente amargo:
Ah, por mi amor, regaña tú con la Fortuna,
diosa culpable de mis torpes avatares,
que de mejores medios no dotó mi cuna
que arte vulgar, que cría maneras vulgares.
De ahí recibe mi nombre una marca suya,
y mi natura casi someterse debe
a lo que él, como tintorero, en ella imbuya.
Ten piedad pues; deséame que me renueve;
y hay muchos signos del mismo sentimiento por todas partes, signos que resultan familiares a todos los auténticos estudiosos de Shakespeare.
Mientras leía los Sonetos, hubo algo que me confundió inmensamente. Pasaron días hasta que di con la interpretación adecuada, que sin duda el propio Cyril Graham parecía haber pasado por alto. No lograba comprender por qué Shakespeare daba tan alto valor al matrimonio de su joven amigo. Él mismo se había casado joven y el resultado había sido la infelicidad, y no era probable que le hubiera pedido a Willie Hughes que cometiera el mismo error. El joven actor que representaba a Rosalinda no tenía nada que obtener del matrimonio ni de las pasiones de la vida real. Los primeros sonetos y sus extrañas exhortaciones a amar a los niños parecían una nota discordante.
La explicación al misterio me sobrevino de pronto, y la encontré en la curiosa dedicatoria de los Sonetos. Se recordará que esa dedicatoria reza así:
AL SOLO PROCURADOR
DE LOS SONETOS QUE AQUÍ SIGUEN
EL SEÑOR W. H.
TODA LA FELICIDAD
Y AQUELLA ETERNIDAD
PROMETIDA
POR
NUESTRO INMORTAL POETA
LE DESEA
ESTE QUE CON EL MEJOR DESEO
SE AVENTURA A
DARLOS
A LA LUZ
T.T.
Algunos estudiosos han supuesto que aquí la palabra «procurador» simplemente hace referencia a aquel que procuró los Sonetos al editor Thomas Torpe, pero actualmente, y en general, esta opinión ha sido abandonada y las más destacadas autoridades se muestran ostensiblemente de acuerdo en que debe verse en él al inspirador, una metáfora extraída de la analogía de la vida física. Ahora me doy cuenta de que la misma metáfora fue empleada por el propio Shakespeare en todos sus poemas y fue eso lo que me puso sobre la verdadera pista. Finalmente, hice mi gran descubrimiento. El matrimonio que Shakespeare propone para Willie Hughes es el «matrim...