Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 336 páginas
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Índice
Citas

Información del libro

Selb vive en Mannheim. Tiene un pasado como fiscal nazi, un presente como detective privado y no sabe si, a sus casi setenta años, tiene un futuro. Fuma. Tiene novia, tres amigos y un gato. Juega al ajedrez. Pero no soluciona sus casos como los problemas del ajedrez. Se involucra en ellos... Un hombre contrata a Selb para que busque a su hija. Durante sus investigaciones tropieza con un depósito de gases tóxicos de la Segunda Guerra Mundial, ahora utilizado por los americanos para almacenar sus propios gases de combate. Un atentado contra el depósito le proporciona una pista para solucionar el caso. Selb encuentra a la joven, pero también averigua que quien la busca no es su padre.

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Información

Año
2004
ISBN
9788433944429

Segunda parte

1. EL ÚLTIMO SERVICIO
En el camino de regreso a casa tenía resaca. Los tres días de sol y viento y Leo junto a mí se me habían subido a la cabeza.
Así que cerré y dejé de lado con decisión el libro del viaje con Leo. Era de todos modos un librito reducido; el martes por la mañana la había visto en Amorbach, el viernes por la tarde estaba yo de nuevo en Mannheim. Por cierto que aquí me sentí como si hubiera estado semanas fuera. El abundante tráfico, las aglomeraciones de transeúntes, el ruido de obras por todas partes, el gran castillo abandonado, futura sede de una universidad, el Depósito de Agua renovado, extraño como mi vecina, la señora Weiland, cuando vuelve del salón de peluquería y cosmética, mi vivienda, que olía a humo rancio, ¿qué iba a hacer yo aquí? ¿No hubiera sido mejor viajar desde Locarno a Palermo, aun sin Leo, e irme nadando desde Sicilia a Egipto? ¿Y si volvía a coger el coche?
Leí rápidamente los periódicos acumulados durante mi ausencia y que informaban del atentado terrorista en una instalación militar americana, del escondite de Leo en el Hospital Psiquiátrico Provincial, del papel desempeñado por Wendt en eso y de su vida y su muerte. No me dijeron nada que no supiera ya. El periódico del sábado anunciaba que Eberlein había sido suspendido temporalmente de su puesto y que alguien del Ministerio se había hecho cargo de la dirección con carácter interino. Tomé nota de ello. También tomé nota de que Brigitte estaba descontenta conmigo.
En Correos había un cartel colgado con la descripción de las personas buscadas, tal y como Leo había esperado. Desde que con el terrorismo se ha vuelto a hacer uso de la publicidad de las búsquedas mediante carteles, que yo solo conocía por las películas del Oeste, estoy esperando que un día u otro un sujeto con aspecto de pendenciero, espuelas tintineantes, alforjas al hombro y un colt en la cadera entre en Correos, se detenga ante el cartel, lo estudie, lo arranque, haga un rollo con él y se lo guarde. Cuando, después, la puerta se cierre tras sus pasos fatigados, nosotros, clientes de Correos atónitos, nos precipitaremos a la ventana para ver cómo monta en su caballo y desciende al galope por la Seckenheimer Strasse. También esta vez esperé en vano. En lugar de ello se me ocurrieron algunas preguntas y respuestas. Si los dos muertos habían participado en el atentado, ¿cómo sabía la policía que tenía que buscar a Leo? Para saber de Leo tenían que haber capturado a uno de ellos y haberle hecho hablar. ¿Por qué conocía la policía la existencia de Leo pero no la de los demás participantes en el atentado? El único al que podían haber capturado y obligado a hablar era Bertram, quien según me dijo Leo acababa de regresar de la Toscana. De Lemke y del quinto hombre solo pudo dar malas descripciones, en base a las cuales la policía había hecho malos retratos robot. El otro, Giselher, tenía que estar muerto.
Pero lo que a mí me estuvo afectando y ocupando realmente el fin de semana era mi Fernweh9 y mi morriña. Fernweh es la nostalgia de una nueva tierra natal que todavía no conocemos, morriña es la nostalgia de la antigua, que ya no conocemos aunque pensemos que sí. ¿Y qué es eso de tener nostalgia de lo desconocido? ¿Y qué quería yo después de todo, irme o regresar? Con estos pensamientos estuve jugando hasta que el dolor de muelas me quitó las tonterías de la cabeza. Empezó la noche del sábado con una palpitación suave cuando en la película de la televisión que estaba viendo Doc Holliday cabalgaba de Fort Griffin a Tombstone. Cuando, tras las últimas noticias, a los acordes del himno nacional alemán la cámara se fue desplazando en torno a la isla de Helgoland y luego se fue alejando de Helgoland, el dolor se había extendido hasta las sienes y por detrás de las orejas. Los restos del naufragio dental me desmoralizaron persistentemente a la altura de la punta oriental de Helgoland. ¡Si pudiéramos cambiar de nuevo Helgoland por Zanzíbar!10
Desde que murió mi anciano dentista hace diez años no había ido a otro. En la guía de asistencia médica elegí uno a dos esquinas de mi casa. Tras una noche en blanco por el dolor de muelas, el lunes por la mañana desde las siete y media llamé por teléfono cada cinco minutos. A las ocho en punto oí una fría voz.
–¿Señor Selb? ¿Tiene problemas otra vez? Si pasa usted por aquí inmediatamente puedo hacerle un hueco. Justo ahora el doctor está libre, un paciente ha cancelado su cita.
Me pasé inmediatamente por allí. La voz fría pertenecía a una mujer fría y rubia con una dentadura intachable. Me hizo un hueco, aunque yo no era el señor Selb paciente del doctor. Yo no sabía que en la región hubiera otro señor Selb. Hasta donde conozco mi árbol genealógico, conmigo le brotó la última rama.
El médico era joven, su ojo seguro y su mano tranquila. El momento espantoso en que se acerca la aguja de la inyección, llena el campo visual, desaparece de nuevo de él porque entra en la cavidad de la boca y busca el punto donde debe ser aplicada, luego la espera del pinchazo y finalmente el pinchazo mismo; el médico fue tan hábil que apenas sentí dolor. Consiguió al mismo tiempo resolver mis dificultades, hacer su trabajo y flirtear con la asistente. Me explicó que no sabía si podría salvar la treinta y siete, profundamente cariada. Iba a intentarlo. Extraería la mayor parte de la caries, aplicaría Calxyl, lo cubriría con Cavit y afianzaría provisionalmente el puente. A las pocas semanas se vería si treinta y siete podía conservarse. Me preguntó si estaba de acuerdo.
–¿Qué otra cosa puede hacerse?
–Podemos sacarla ahora mismo.
–¿Y luego?
–Entonces no tiene sentido el puente, y desde treinta y cinco hasta treinta y siete serán tratadas de modo que sean protésicamente extraíbles.
–¿Quiere decir que va a ponerme una dentadura postiza?
–No una dentadura postiza entera, por Dios, una prótesis para la última zona del tercer cuadrante.
Pero no pudo negar que el artilugio era de quita y pon, que por la noche pasaría al vaso de agua y por la mañana me estaría esperando. Me declaré de acuerdo con cualquier medida necesaria para la salvación de treinta y siete. Con cualquiera.
Una vez vi una película en que uno se ahorcó porque le habían puesto dentadura postiza. ¿O fue un accidente? Al principio se quería ahorcar, luego se quería descolgar, pero ya no pudo hacerlo porque el perro volcó la silla sobre la que se estaba balanceando mientras tenía la cuerda colocada al cuello.
¿Me haría Turbo ese último servicio?
2. ¡QUÉ LOCURA!
Fui a ver a Nägelsbach. No preguntó por qué no había ido antes o dónde me había metido. Levantó protocolo de mi declaración. Que me había hecho pasar por el padre de Wendt ante la señora Kleinschmidt, ya lo sabía. También sabía que ella me había permitido entrar en la vivienda creyéndome el padre de Wendt. Pero no me hizo reproches. Supe que, en lo referente a la muerte de Wendt, la policía todavía actuaba a ciegas.
–¿Cuándo es el entierro?
–El viernes en el cementerio de Edinger. Los padres de Wendt viven allí. «¿Cansado de sus cuatro paredes? ¡Venga a la inmobiliaria Wendt.» ¿No recuerda el eslogan publicitario de los años cincuenta? ¿Y la pequeña oficina que estaba bajo las arcadas de la Bismarckplatz? Era el padre de Wendt. Entretanto se ha convertido en una gran agencia con oficinas en Heidelberg, Schriesheim, Mannheim y qué sé yo dónde.
Cuando ya estaba yo en la puerta, Nägelsbach empezó a hablar de Leo.
–¿Sabía usted que la señora Salger se había ocultado en Amorbach?
–¿La han cogido allí?
Me miró inquisitivamente.
–No. Cuando nos llegó el aviso de un vecino que la había visto en la foto de la televisión, ya se había ido. Estas cosas son así, las fotografías de busca y captura las ven también aquellos a quienes se busca.
–¿Por qué no pudo decirme el otro día por qué buscan ustedes a la señora Salger?
–Lo siento, tampoco se lo puedo decir ahora.
–En los medios de comunicación se ha hablado de un atentado terrorista en instalaciones militares americanas, ¿fue por aquí, por esta zona?
–Tiene que haber sido en Käfertal o en Vogelstang. Pero nosotros aquí no tenemos nada que ver con eso.
–¿Y la BKA?
–¿Qué pasa con la BKA?
–¿No se ha incorporado a las investigaciones?
Nagelsbach se encogió de hombros.
–De una forma u otra están siempre presentes en asuntos como este.
Precisamente la forma como estaba presente aquí la BKA me habría interesado a mí. Pero su rostro me decía que no tenía sentido seguir preguntando.
–Otra cosa. ¿Recuerda usted un atentado de hace cosa de seis años en la Oficina de Reclutamiento del Distrito de la Bunsenstrasse?
Estuvo pensando un rato, luego agitó la cabeza.
–No. No hubo ningún atentado en la Bunsenstrasse. Ni hace seis años ni en ningún otro momento. ¿Cómo se le ha ocurrido eso?
–Hace poco lo mencionó alguien, y yo tampoco podía acordarme, pero no estaba tan seguro como usted.
Él quedó a la espera, pero ahora yo no deseaba decir más. En nuestro trato nos habíamos vuelto muy cuidadosos. Le pregunté por su trabajo con El beso de Rodin, pero él tampoco quiso hablar de ello. Cuando le pedí que saludara de mi parte a su mujer asintió. Así que la crisis creativa y matrimonial continuaba. Antes yo creía que al terminar la enseñanza secundaria uno ha dejado atrás lo peor, después puse el límite en el término de la carrera, en la boda y en el comienzo del ejercicio profesional, al final en la viudez. Pero la cosa continúa, sin más.
El viejo Wendt dirige sus agencias inmobiliarias desde una oficina en el edificio Mengler de Heidelberg. Mientras esperaba en la recepción miraba las excavadoras que de nuevo revolvían y socavaban a fondo la Adenauerplatz. Sobre un gran escritorio vacío había miniaturas de una excavadora amarilla, una grúa del mismo color y un convoy de camiones de mudanzas azules.
La secretaria jefe de Wendt era más jefe que secretaria. Que hasta nueva orden ella llevaba los asuntos de la oficina. Que el señor Wendt le había encargado que atendiera también sus asuntos personales. Que si no quería decirle de qué se trataba. La señora Büchler estaba frente a mí y, conteniéndose, jugaba con mi tarjeta de visita. Cabellos grises, ojos grises, traje gris..., pero para nada una señora gris. No tenía arrugas en la cara y la voz era joven, como si un refinado brasileño especialista en cirugía estética le hubiera hecho un lifting de las cuerdas vocales junto con el de la piel del rostro. Se movía como si hoy le perteneciera ya la oficina y mañana todo el mundo.
Le informé de cómo había entrado en contacto con el doctor Rolf Wendt, de nuestra última conversación, de nuestra cita y de cómo le había buscado y encontrado. Sugerí las conexiones entre la muerte de Wendt y las investigaciones en curso sobre el asunto de Leonore Salger que a mi juicio deberían ser indagadas.
–Quizá la policía haga todo eso. Pero yo creo que su forma de proceder esconde algo. Primero no quisieron decir por qué buscan a la señora Salger, luego de repente apelan a la opinion pública con las órdenes de busca y captura, y ahora, con la muerte de Wendt, o bien saben más de lo que quieren decir o menos de lo que debieran saber. El esclarecimiento del caso Wendt no debe encomendársele solo a ellos. Por eso estoy aquí, yo aceptaría gustoso el caso. Me he metido en él, no me deja en paz, pero por cuenta propia no puedo seguir con él.
La señora Büchler me rogó que tomara asiento, y lo hice en una amplia construcción de acero y cuero.
–Si se hace usted cargo del caso tendrá que hablar con el señor y la señora Wendt, ¿no es verdad?, y hacerles muchas preguntas.
Contesté con un vago movimiento de la mano.
Ella sacudió la cabeza.
–No es el dinero. A su manera el señor Wendt siempre ha sido generoso con el dinero, y ahora le es completamente indiferente. Lo tenía para Rolf. La relación no era buena, en otro caso no hubiera vivido Rolf en aquel ...

Índice

  1. Portada
  2. Primera parte
  3. Segunda parte
  4. Créditos
  5. Notas