Narrativas hispánicas
eBook - ePub

Narrativas hispánicas

  1. 192 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Narrativas hispánicas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

La extraña historia de una niña habitada interiormente por un ser inquietante, quizás imaginario, quizás no. Ana sostiene una lucha silenciosa contra esa hermana siamesa, hasta que el huésped comienza a manifestarse en su entorno familiar de una manera devastadora. Alrededor de esa presencia se fraguan los acontecimientos de una vida, entre ellos las tragedias familiares, y su existencia como adulta. Ana sabe que, tarde o temprano, ocurrirá en ella un desdoblamiento.

Esta novela describe un largo adiós al mundo de la vista y un encuentro con el universo de los ciegos, pero también con la cara subterránea y más recóndita de la ciudad de México. Los personajes, incluida la ciudad, se desdoblan en una confusión de reflejos, se mueven entre lo superficial y lo profundo, lo consciente y lo inconsciente, lo oscuro y lo luminoso, sin que sepamos nunca el territorio que pisamos. Son personas que, por una tara física o psicológica, no encuentran un lugar en el mundo y se organizan en grupos paralelos que imponen sus propios valores y que comprenden su rara belleza. La autora explora estos universos guiada por una intuición: en los aspectos que nos negamos a ver del mundo –o de nosotros mismos– se esconden las pautas que nos ayudan a sobrellevar la existencia.

El huésped fue la primera e inquietante novela de la que, con el correr de los libros y de los premios, se ha convertido en una de las voces con más presente –y futuro– de la narrativa en español.

La extraña historia de una niña habitada interiormente por un ser inquietante, quizás imaginario, quizás no. Ana sostiene una lucha silenciosa contra esa hermana siamesa, hasta que el huésped comienza a manifestarse en su entorno familiar de una manera devastadora. Alrededor de esa presencia se fraguan los acontecimientos de una vida, entre ellos las tragedias familiares, y su existencia como adulta. Ana sabe que, tarde o temprano, ocurrirá en ella un desdoblamiento.

Esta novela describe un largo adiós al mundo de la vista y un encuentro con el universo de los ciegos, pero también con la cara subterránea y más recóndita de la ciudad de México. Los personajes, incluida la ciudad, se desdoblan en una confusión de reflejos, se mueven entre lo superficial y lo profundo, lo consciente y lo inconsciente, lo oscuro y lo luminoso, sin que sepamos nunca el territorio que pisamos. Son personas que, por una tara física o psicológica, no encuentran un lugar en el mundo y se organizan en grupos paralelos que imponen sus propios valores y que comprenden su rara belleza. La autora explora estos universos guiada por una intuición: en los aspectos que nos negamos a ver del mundo –o de nosotros mismos– se esconden las pautas que nos ayudan a sobrellevar la existencia.

El huésped fue la primera e inquietante novela de la que, con el correr de los libros y de los premios, se ha convertido en una de las voces con más presente –y futuro– de la narrativa en español.

s.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Narrativas hispánicas de Guadalupe Nettel en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2006
ISBN
9788433944481
Categoría
Literatura

II

Durante más de diez años me dediqué a coleccionar recuerdos, como quien almacena una reserva de víveres, para resistir a la catástrofe inminente. Según muchas personas, entre ellas mi madre, no hacía nada de mi vida y yo no me preocupaba por desmentir esa opinión. En algún lugar había leído la historia de un francés que vivió durante décadas encerrado en un edificio, construyendo quinientos rompecabezas para que su patrón cumpliera no se sabe qué rito destruyéndolos. Lo que solemos llamar ocio es un conjunto de actos incomprensibles con alguna finalidad que se nos escapa, pero que el destino acomoda sabiamente. Así, mi actividad principal –una actividad oculta a ojos de los demás– consistía en recolectar hallazgos visuales para resistir a una Cosa ciega que sería incapaz de apreciarlos. Durante años recogí el movimiento de las bicicletas sobre las hojas del parque, los charcos de lodo que tapan las coladeras en temporada de lluvias, las formas que toma el verde sobre el pan enmohecido. Me encantaba detenerme en detalles insignificantes y encontrarles un sentido. Por la suerte de experimentar esas escenas pequeñísimas –para no hablar de montañas, puestas de sol o vistas panorámicas– tenía la certeza de que era yo y no La Cosa la que seguía existiendo. Había oído que los ciegos pierden la memoria visual, que progresivamente se olvidan de las líneas, de las sombras y las profundidades. Si eso ocurría no iba a quedar, entonces, ni un espacio para mí. Conservar en la memoria todas las imágenes posibles, construir una recuerdoteca, era hacer un homenaje de mí misma, algo como la caja que mi madre guardaba con las fotos de su despampanante juventud. La necesidad de recordar podía aparecer en cualquier momento. Una palomilla irrumpiendo en la cocina y de pronto el mecanismo se activaba, recorría los tonos ocres de las especias: paprika, cúrcuma, nuez moscada, y asociaba su olor con las alas rojizas del insecto; de ahora en adelante, este sería el olor a palomilla con alas rojas, las mariposas tendrían otro olor y otras circunstancias. Así supe que los recuerdos son semejantes a esos insectos casi vegetales que perseguimos con redes puntiagudas: cuando por fin nos pertenecen se secan. El alfiler en medio de las dos alas los termina matando, y aunque los colores permanecen intactos, la mariposa se convierte inevitablemente en un epitafio. ¿Cómo serían los recuerdos de La Cosa? Porque seguramente también los tenía. Puesto que llevábamos vidas paralelas no debían de ser muy distintos de los míos. Sin embargo, por alguna razón, los imaginaba lúgubres y sin luz. Su memoria debía de ser húmeda como un sótano que nadie visita y donde los hongos han invadido el territorio, una covacha de topo resentido.
Hacía tiempo que observaba constantemente a los ciegos. Me encontraba a menudo con ellos en la calle, en los cafés, en el supermercado. Cuando esto sucedía, paraba cualquier actividad que estuviera realizando para estudiar su comportamiento. Pero una investigación debe basarse en datos y no solo en especulaciones, no bastaba con verlos caminar o analizar sus trucos para desenvolverse en lugares públicos, tenía además que averiguar cuáles son los problemas cotidianos, descifrar la mentalidad del invidente. Me intrigaban los alcances de su olfato, de su intuición. Una tarde, mientras paseaba en el barrio, vi que uno de ellos repartía volantes impresos. Me aproximé para observarlo de cerca y acepté uno de los papeles que ofrecía. Era el anuncio de un instituto de atención para ciegos situado a pocas cuadras de ahí, en la colonia Roma. Deposité una moneda en la cajita de metal que colgaba de su cuello y regresé a casa agitando el volante. Decidí visitar el instituto esa misma tarde.
No me sorprendió la elegancia del edificio ni de sus balcones floreados. Tampoco me extrañó que el instituto estuviera en una avenida tan transitada. Era como si de alguna forma ya hubiera estado ahí o al menos imaginado todo, de manera que, en vez de sentirme entusiasmada, me dejaba llevar por una suerte de fatalidad. Junto al portón hallé la cuerda de una campanilla, tiré de ella y esperé. Un policía se asomó a través de la rendija y preguntó qué deseaba. Saqué el volante de mi bolso y se lo mostré. El policía abrió la puerta con actitud perezosa sin hacer más preguntas. Crucé el jardín como quien visita por primera vez el patio de la escuela donde pasará los años venideros. No había nadie en los alrededores. Por los pasillos no se escuchaba un solo ruido, excepto, a lo lejos, el susurro zigzagueante de algún bastón arrastrado por el suelo. Tres mesas de metal, mojadas aún por el agua de la última lluvia, amueblaban el pequeño jardín. Sin saber hacia dónde dirigirme, esperé de pie a que alguien pasara. Poco a poco, la determinación con la que había llegado se fue disipando. Dentro de un rato alguien iba a preguntar el motivo de mi visita, alguien menos desidioso que el guardia de la entrada. ¿A qué había ido allí?, ni siquiera podía responderme a mí misma. Con la mano dentro de la bolsa, me aferraba al volante igual que a un salvoconducto. En el pasillo se escucharon unos pasos que poco a poco se convirtieron en la figura blanca y regordeta de una enfermera. Conforme se fue acercando, noté que su traje estaba percudido. Ese personaje desaliñado tampoco me sorprendió; revelaba –y fue como si desde entonces yo lo hubiera intuido– la verdadera personalidad del instituto.
La enfermera me miró con curiosidad.
–¿Espera usted a alguien?
–No –respondí, un poco nerviosa–. Quisiera ver al director.
–Él no se encuentra, pero le recomiendo que hable con la señorita Vélez, su secretaria. Venga conmigo.
Las escaleras por donde subimos eran aún más silenciosas que el jardín de la entrada. El lugar era frío y tenía olor a humedad.
–Las oficinas están aquí –explicó la mujer frente a la puerta, como si prefiriera no entrar.
En todo el camino no había visto un solo ciego y eso hizo que me sintiera decepcionada. En unos minutos iban a acompañarme a la salida, probablemente después de haberme explicado el funcionamiento del lugar, y yo me iría de ahí con una sonrisa estúpida, sin haber descubierto nada.
Toqué a la puerta tímidamente pero nadie respondió. Lo primero que noté al entrar fue una televisión encendida encima de un armario. La secretaria volteaba hacia ella, con expresión absorta.
–Buenas tardes. ¿En qué le puedo ayudar? –preguntó sin bajar la cabeza.
Los muebles de la oficina eran de los años cincuenta y el olor a humedad mucho más fuerte. La mujer me mostró con el dedo un sillón de plástico blanco y apagó el televisor. Su peinado también era anticuado y combinaba perfectamente con el resto de la oficina. Mechones de canas hirsutos le caían sobre la frente. Tomé asiento.
Viendo que yo no me decidía a hablar, la secretaria tomó la iniciativa.
–¿Tiene algún problema?
–Ninguno –dije para ganar tiempo. Saqué de mi bolsa el volante mil veces doblado y me lo quedé mirando. La respuesta apareció súbitamente en mi cabeza–. Vine a ofrecer mis servicios.
La secretaria cruzó las manos sobre el escritorio y guardó silencio. Me observó con detenimiento y preguntó:
–¿Ha trabajado antes con ciegos?
Al hablar movió la cabeza con tal énfasis que los mechones de canas se mecieron sobre su frente. Tardé en responder. La secretaria entonces esbozó una sonrisa triunfal.
–No, nunca –expliqué por fin–, pero mi hermana es invidente.
–Comprendo –dijo la señorita Vélez cambiando de tono, como si de verdad lo sintiera.
Miré hacia la ventana, agobiada: la tarde empezaba a caer. Voy a salir de aquí muy pronto, pensé. Bastará con cruzar el parque para llegar a la casa y todo seguirá como siempre, la misma rutina, el mismo tedio.
La secretaria se puso de pie.
–Nuestro lector acaba de renunciar. Es un trabajo sencillo, de pocas horas, pero el salario es muy bajo. No sé si le interese.
En la ventana, el parque pareció alejarse. Me sentía atrapada y sin embargo me puse de pie, le tendí la mano y pregunté:
–¿Cuándo comenzamos?
–El horario es martes y jueves de doce a dos de la tarde y el sueldo de dos mil pesos mensuales. Venga desde mañana. Si lo desea puede quedarse a comer, aquí nunca falta alimento. Le recomiendo el café. El jardín de la entrada está reservado a los maestros, nuestros consentidos, a partir de ahora usted forma parte de ellos.
La señorita Vélez me acompañó a la puerta y se despidió de mí con un beso en la mejilla. Crucé el jardín a grandes zancadas y cuando el policía cerró el portón, tuve que sentarme en un banco para hacerme a la idea: a partir de entonces tenía un empleo.
Siempre pensé que mi vida había sido una de las más aburridas de este siglo y esa circunstancia me atrajo –incluso me enorgulleció– durante mucho tiempo. Dejé los estudios al terminar la secundaria. Durante todo el primer año de preparatoria fingí asistir a clases para no desilusionar a mi madre y proteger el ambiente, de por sí sofocante, que reinaba en casa. Sabía que en poco tiempo iba a perder todas mis facultades, ¿cuál era entonces el sentido de preparar una carrera? Me pasaba la vida imaginando la forma de mantener a salvo esa memoria visual que apreciaba como mi único tesoro. Entre mis pocas ocupaciones estaba observar a los ciegos con el objetivo de aprender a defenderme de La Cosa. A menudo, por ejemplo, iba al parque para verlos pasear de la mano de algún pariente o solos, disfrutando de ese espacio privilegiado, donde no es necesario ver para sentir las plantas, el canto de los pájaros, el murmullo de la gente. En esos paseos vespertinos jamás establecí contacto con ellos. Quizás por no saber cómo, quizás porque en el fondo me seguían intimidando. Ahora, sin embargo, con este nuevo empleo, el universo de los ciegos me abría sus puertas. Desde la muerte de Diego. La Cosa había permanecido discreta, casi imperceptible, como si ella también se hubiera visto sumergida por el letargo en el que vivíamos mamá y yo. Sin embargo yo estaba segura de que su retirada iba a ser pasajera, una simple táctica para tomarme por sorpresa. Volvería al ataque en cualquier momento, con toda la fuerza acumulada en esos años de silencio.
El jueves, llegué al instituto a las once de la mañana, es decir, una hora antes de la cita. No fue necesario subir hasta la dirección, pues la señorita Vélez se encontraba en el pasillo de la entrada, hablando con una mujer que debía de trabajar en la cocina. Su mandil blanco estaba tan sucio como el traje de la enfermera, pero además se veía salpicado de diferentes colores que evocaban los platillos preparados ahí: espinacas, crema de zanahoria, arroz con huevo. Al verme, la secretaria hizo señas para que me acercara. Escuché que discutían de alimento sobrante y de internos que se negaban a comer. La conversación no duró mucho. Nos presentaron y, enseguida, la cocinera regresó a su labor.
–Veo que llega temprano –comentó la secretaria cuando estuvimos solas. Parecía cansada, como si no hubiera dormido en toda la noche–. Su antecesor, el señor Robles, llegaba siempre cuarenta minutos tarde. Los internos no pueden quedarse solos en el salón de lectura. Alguien tenía que cuidarlos y eso complicaba las cosas. Después, claro, tenía que leer a toda velocidad para cumplir con el programa que él mismo había propuesto. A esas horas, hubiera sido mejor que leyera poemas.
Mientras hablábamos, recorrimos el pasillo que circundaba el jardín de los maestros. La secretaria iba agitando un llavero enorme. Cuando en el pasillo encontraba una puerta abierta, se detenía unos momentos para cerrarla. Un manicomio no debe ser muy diferente, pensé. Además esa manera de llamar a los ciegos «internos» me preocupaba. ¿Cómo eran tales «internos»? Hasta ese momento seguía sin haber visto ninguno. ¿Por qué no podían quedarse solos?, ¿eran acaso agresivos? En mi cabeza surgían todas esas preguntas que yo no me atrevía a formular por miedo a cometer una indiscreción. Subimos las escaleras. La señorita Vélez seguía revisando puertas.
–¿Cómo está su hermana?
–Bien, gracias por preguntar. Por suerte, está mamá para ocuparse de ella.
–Quizás se anime a traerla aquí algún día.
Pensé en lo maravilloso que sería deshacerme de La Cosa encerrándola en un lugar así.
–¿Por qué no? –respondí–. Es una buena idea.
–Estoy segura de que le gustará. Aquí se aprenden muchas cosas, pero nuestra prioridad es que adquieran autonomía y sean capaces de integrarse a la vida laboral, como cualquier persona. Mire –dijo, deteniéndose frente a una de las puertas–, este es el salón de lectura.
La señorita Vélez buscó la llave y abrió. Frente a mí vi una sala amplia, en penumbra. Las ventanas del fondo eran pequeñas y daban a una pared de piedra.
–Es un poco oscuro, ¿no cree?
–Bueno tal vez al principio sea molesto para usted, pero ya se acostumbrará. Lo más importante es que haya espacio.
La secretaria miró su reloj.
–Son apenas las once y media. Puede esperar en el jardín. Dentro de un cuarto de hora sonará el timbre del descanso, los internos estarán aquí a las doce. No se preocupe, yo misma vendré a presentarla.
–¿Debo preparar alguna lectura en particular? –pregunté temiendo que fuera demasiado tarde.
–El...

Índice

  1. Portada
  2. I
  3. II
  4. III
  5. Créditos