CRONICAS
  1. 206 páginas
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Un libro fascinante en torno a un personaje de excepción: el emperador Haile Selassie de Etiopía, el Rey de Reyes, el León de Judá, el Elegido de Dios, el Muy Altísimo Señor, Su Más Sublime Majestad, descendiente directo de Salomón, que gobernó su país como monarca absoluto durante casi cincuenta años, hasta que en 1974 fue derrocado por un Consejo Revolucionario. Ryszard Kapuscinski viajó a Etiopía, se sumergió en un país azotado por una confusa guerra civil y, cautelosamente, superando desconfianzas y temores, logró entrevistar a los antiguos dignatarios de la corte imperial, así como a los servidores personales del Emperador, en su día dedicados a los más variopintos e insólitos menesteres. Los relatos orales que forman este libro son ora sobrecogedores, ora tragicómicos, en ocasiones increíbles y siempre extraordinariamente apasionantes, componiendo el rompecabezas de una Etiopía más próxima a una espeluznante pesadilla que al sueño de las Mil y una noches en el que Selassie creía vivir. El Emperador, señor feudal dueño de vidas y haciendas, de conciencias y sentimientos, se nos presenta como un misterio que cada cual resolverá: ¿un payaso esperpéntico?, ¿un rey paternal, bondadoso y amante de su pueblo, en ocasiones severo pero siempre justo?, ¿un demente voluntariamente ignorante del mundo que le rodea, del hambre y la corrupción, y necesitado de la más ciega lealtad? Se ha dicho que este libro puede leerse simultáneamente como una crónica de la realidad en Etiopía, una alegoría de la situación en Polonia, una parábola sobre la autocracia y, last but not least, como literatura del más alto rango: sutil, elegante, irónica, absorbente. «Se lee como una mezcla del Ubú rey, de Jarry, y de los despachos de prensa. Totalmente surrealista y totalmente sobrio» (Leon Wieseltein). «Extraordinario. Mi libro favorito del año» (Salman Rushdie).

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Información

Año
2006
ISBN
9788433944504
Categoría
History

El desmoronamiento

Es sorprendente la sensación de absoluta seguridad con que vivían todos los moradores de los pisos altos y medianos del edificio social en el momento en que estalló la revolución; con toda la ingenuidad del mundo debatían sobre las virtudes del pueblo, sobre su docilidad, sobre su devoción, sobre sus inocentes alegrías, cuando ya se cernía sobre ellos el año 93: cómica y aterradora imagen a un tiempo.
El antiguo régimen y la revolución, TOCQUEVILLE
Y había allí algo más, algo invisible, un ángel exterminador metido muy dentro.
Lord Jim, CONRAD
Algunos de entre los cortesanos de Justiniano que lo acompañaban en Palacio hasta altas horas de la noche tenían la impresión de verle no a él sino a un extraño fantasma. Uno de ellos afirmaba que de repente el Emperador se levantaba de un salto del trono y se ponía a pasear por la sala (cierto es que realmente no sabía permanecer mucho rato en un mismo sitio); de pronto su cabeza desaparecía y, sin embargo, el cuerpo seguía dando vueltas. El cortesano, pensando que la vista lo engañaba, permanecía allí de pie durante un buen rato, confuso e impotente; no obstante, más tarde, cuando la cabeza volvía a su sitio sobre los hombros, comprobaba con asombro que de nuevo veía aquello que no estaba allí escasos momentos antes.
Historia secreta, PROCOPIO DE CESAREA
Luego hazte la pregunta: ¿dónde está ahora todo esto? Humo, cenizas, leyenda; o, tal vez, ya ni siquiera leyenda.
Meditaciones, MARCO AURELIO
Ninguna vela, pertenezca a quien pertenezca, se mantiene encendida hasta la madrugada.
Los cónsules de Su Majestad Imperial, I. ANDRIC´
M. S.:
Durante muchos años serví a Su Altísima Majestad como encargado del mortero. Colocaba la máquina cerca del lugar en que el Bondadoso Monarca ofrecía banquetes a los pobres, ávidos de puchero. Cuando el festín tocaba a su término, yo disparaba al aire unas cuantas salvas. Una vez disparadas, los proyectiles se abrían dejando salir de su interior unas nubes multicolores que poco a poco iban cayendo suavemente sobre la tierra: no eran sino pañuelos variopintos con la efigie del Emperador. La gente se agolpaba, se empujaba a codazos, alargaba las manos; todos querían volver a casa con el retrato de Nuestro Señor, milagrosamente caído del cielo.
A. A.:
Nadie, lo que se dice nadie, amigo mío, presentía que se acercaba el fin. Aunque tal vez se detectara que algo flotaba en el ambiente, tal vez algo nos rondara por la cabeza, pero era tan vago, tan confuso que no se podía hablar del presentimiento de algo extraordinario. Y, sin embargo, hacía ya tiempo que el mayordomo deambulaba por palacio apagando un cada vez mayor número de luces, solo que nuestra vista se fue acostumbrando a ese paulatino apagamiento, y se producía en nosotros un confortable estado de resignación interior ante el hecho de que por lo visto-no visto todo debía ser así: apagado, eclipsado y sumido en la penumbra, en unas sombras tenebrosas y en una nebulosa oscuridad. Para colmo se habían producido en el Imperio desórdenes escandalosos, que causaron muchos disgustos al palacio entero, especialmente a nuestro ministro de Información, señor Tesfaye Gebre-Egzy, fusilado más tarde por los rebeldes que hoy detentan el poder.
Todo había empezado el verano del setenta y tres, cuando vino a nuestro país un periodista de la televisión londinense, un tal Jonathan Dimbleby, Con anterioridad este hombre ya había venido algunas veces al Imperio para hacer películas elogiosas de Su Suprema Majestad, y por eso a nadie se le había ocurrido pensar que un periodista que primero había entonado alabanzas más tarde se atrevería a criticar. Pero está claro que así de vil es la naturaleza de esta gente sin fe ni dignidad. Baste con decir que esta vez Dimbleby, en lugar de mostrar cómo Nuestro Señor velaba por el desarrollo y el bienestar de la gente corriente, se perdió por algún lugar del norte, de donde –según decían– había vuelto impresionado y trastornado, e inmediatamente salió para Inglaterra. No había transcurrido ni un mes cuando llegó un despacho de nuestra embajada en Londres informando de que el señor Dimbleby había pasado por televisión una película suya titulada El hambre oculta, en la que el muy sinvergüenza, desprovisto de todo principio como individuo, se había servido de un truco demagógico para difamarnos: mostró miles de personas muriendo de hambre e inmediatamente después a Nuestro Venerable Señor comiendo opíparamente con los altos dignatarios; luego mostró caminos en que se apiñaban los cuerpos esqueléticos de decenas de pobres gentes víctimas del hambre y justo después, nuestros aviones trayendo desde Europa champaña y caviar; aquí, campos de famélicos moribundos y más allá a Nuestro Monarca sirviendo carne de una bandeja de plata a sus perros, y así sucesivamente: el esplendor-la miseria, la riqueza-la desesperación, la corrupción-la muerte, Además, el señor Dimbleby afirmaba que el hambre ya había causado la muerte de cien o, tal vez, doscientas mil personas y que en un futuro próximo otras tantas podían compartir el mismo destino. El despacho de la embajada decía que tras la proyección de la película en Londres, estalló un gran escándalo; hubo interpelaciones en el Parlamento, los periódicos levantaron un gran revuelo, todos condenaban a Su Real Majestad.
Puedes ver, amigo mío, la irresponsabilidad de la prensa extranjera, que, al igual que el señor Dimbleby, había alabado durante largos años a Nuestro Soberano y que de repente, sin motivo y, lo que es peor, sin mesura, lo condenaba. ¿Por qué se portó tan mal? ¿Por qué tanta traición e inmoralidad? A continuación la embajada informaba de que de Londres iba a salir un avión lleno de periodistas europeos que querían ver cómo es la muerte por hambre, conocer nuestra realidad así como averiguar adónde había ido a parar el dinero que sus gobiernos habían dado a Su Augusta Majestad para que este pusiera en marcha el desarrollo y pudiera alcanzar e, incluso, tomar la delantera a otros. En una palabra: ¡injerencia en los asuntos internos del Imperio! Una agitada indignación se apodera entonces de palacio, pero el Más Extraordinario Señor ordena calma y sensatez. Ahora esperamos cuáles serán las disposiciones de nuestras autoridades. Lo primero en oírse son voces exigiendo el cese inmediato del embajador por haber enviado unos informes tan alarmantes y desagradables, que tanta inquietud han introducido en la vida de palacio. Sin embargo, el ministro de Asuntos Exteriores arguye que el cese no hará sino asustar a los demás embajadores y que éstos dejarán por completo de informar de lo que sea, lo que resulta inadmisible, pues el Venerable Señor tiene que saber lo que de él se dice en otras partes del mundo. Luego se oyen las voces de los miembros del Consejo de la Corona exigiendo interceptar el avión con los periodistas a bordo y mandarlo de vuelta, e impedir la entrada en el Imperio de toda esa banda de blasfemos. ¿Pero cómo impedirles la entrada?, pregunta el ministro de Información. En tal caso harán más ruido que nunca y más que nunca condenarán al Magnánimo Señor. Finalmente, tras muchas deliberaciones deciden proponerle a Su Bondadosa Majestad la siguiente solución: dejarles entrar pero negarlo todo. Así como suena, ¡negar el hambre! Retenerlos en Addis Abeba, enseñarles el desarrollo y que escriban solo aquello que consigan leer en nuestros periódicos. Y teníamos, querido amigo, una prensa muy leal, de una lealtad ejemplar, diría yo. Tampoco es que fuera una prensa excesivamente importante, a decir verdad, puesto que para treinta millones largos de súbditos se imprimían diariamente veinticinco mil ejemplares de periódicos, pero Nuestro Señor opinaba que incluso la prensa más adicta no debía aparecer en abundancia, pues tal exceso con el tiempo podría crear el hábito de leer y de ahí no hay más que un paso al hábito de pensar, y ya se sabe la de disgustos, sinsabores, tormentos y quebraderos de cabeza que esto acarrea. Porque una cosa puede estar escrita con lealtad pero ser leída sin ella; alguien empezará leyendo escritos leales pero después querrá alguno desleal, y de esta manera entrará en un camino que lo irá alejando del trono, desviará su atención del desarrollo y lo conducirá hasta los alborotadores. No, rotundamente no, Su Majestad no podía permitir tamaño desvarío y descarriamiento, y por eso no era, ni mucho menos, un entusiasta de la lectura excesiva.
Poco tiempo después vivimos una auténtica invasión de corresponsales extranjeros. Recuerdo que nada más llegar aquel primer grupo, se celebró una conferencia de prensa. «¿Cómo se encara –preguntan– el problema de la muerte por hambre que está diezmando la población?» «No tengo conocimiento alguno de la existencia de tal problema», contesta el ministro de Información, y debo decirte, amigo, que no estaba tan lejos de la verdad. Primero porque en nuestro Imperio la muerte por hambre había sido una cosa natural y cotidiana a lo largo de centenares de años y jamás se le había ocurrido a nadie armar jaleo por ello. Llegaba la sequía, la tierra se desertizaba, moría el ganado, morían los campesinos: el normal y eterno orden de las cosas, acorde con las leyes de la naturaleza. A causa de esta condición de algo eterno, de esta normalidad, ninguno de los dignatarios se habría atrevido jamás a molestar al Supremo Señor con la insignificante información de que en su provincia alguien se había muerto de hambre. Por supuesto, Su Más Exaltada Majestad en persona visitaba las provincias pero no tenía por costumbre el detenerse en regiones pobres, allí donde el hambre campaba por sus respetos, y, además, ¿qué podía verse en el curso de una visita oficial? La gente de la corte tampoco solía ir a provincias porque bastaba que uno cruzara el umbral de palacio para que empezaran las habladurías y denuncias, de modo que, a la vuelta, comprobaría con sus propios ojos que sus enemigos le habían acortado sensiblemente la distancia entre su persona y la calle. Así las cosas ¿cómo podíamos saber que en el Norte hubiera hambre fuera de lo normal? «¿Podemos ir al Norte?», preguntan los corresponsales. «No se puede –explica el ministro–, porque hay muchos bandidos acechando por los caminos.» Y una vez más debo decir que no estaba lejos de la verdad, porque en aquella época llegaban numerosos informes diciendo que en las diferentes partes del Imperio se había multiplicado la subversión armada, la cual se agazapaba entre los vericuetos. Dicho esto, el ministro llevó a los periodistas de excursión por la capital, les enseñó las fábricas e hizo grandes elogios del desarrollo. Pero estos no querían ni oír hablar del desarrollo, solo se interesaban por el hambre, lo demás les importaba un comino, ¡querían hambre y nada más! «Eso de serviros hambre así como así –les dice el ministro–, lo veo muy difícil; ¿cómo queréis que haya hambre habiendo desarrollo?»
Pero entonces surgió un nuevo contratiempo porque nuestros revoltosos estudiantes habían enviado al Norte a sus delegados y estos habían vuelto con montones de fotografías e historias terribles mostrando cómo moría la población, y todo esto se lo pasaron a los corresponsales a escondidas. Y estalló el escándalo; ya no se podía seguir afirmando que no hubiese hambre. Una vez más los corresponsales, fotografías en mano, se lanzan al ataque, preguntan qué ha hecho el gobierno en relación con el problema. «Su Majestad Imperial –contesta el ministro– considera el asunto de la máxima importancia.» «Háblenos de hechos, de cosas concretas, ¡concretas!», le grita sin ningún respeto aquella caterva de hijos de Satanás. «Nuestro Señor –responde el ministro con calma– comunicará a su debido tiempo cuáles son sus constataciones, intenciones, disposiciones y decisiones; los ministros no somos quien para solucionar este tipo de cosas ni es de nuestra incumbencia dar una determinada orientación a los asuntos del Imperio.» Finalmente los corresponsales se marcharon y lo que es ver el hambre de cerca no la vieron. Y todo aquel asunto, llevado con tanta discreción y dignidad, el ministro lo consideró como un éxito y nuestra prensa lo definió como una victoria. Este ministro siempre conducía las cosas de manera que todo acababa positivamente y así todo iba muy bien, de modo que temíamos que el día en que faltara, aires de tristeza y melancolía soplarían en palacio, como así fue, en efecto.
Además, debes tener en cuenta, gentil huésped, que –dicho sea entre nosotros– para un orden mejor y una mayor humildad de los súbditos, nada hay como dejar que el pueblo pase un poco de hambre, que adelgace. Nuestra propia religión manda un ayuno riguroso para la mitad de los días del año y nuestros mandamientos dicen que el que desobedece este precepto comete un pecado gravísimo y despide una infernal peste a azufre. En los días de ayuno no se debe comer sino una sola vez al día y nada más que una torta de harina con alguna especia por todo condimento. ¿Que por qué nos impusieron nuestros padres una regla tan severa, ordenándonos mortificar incesantemente nuestros cuerpos? Pues porque el hombre es malo por naturaleza y encuentra un deleite pecaminoso en caer en todas las tentaciones, sobre todo en las de la desobediencia, la codicia y el apetito carnal. Porque dos son los anhelos vehementes que dominan el alma humana: el de la agresión y el de la mentira. Si no se le deja hacer daño a los demás, ella se autocastigará; si no encuentra a nadie a quien mentir, se mentirá a sí misma. El pan de la mentira sabe dulce al hombre, reza el Libro de los Proverbios, pero más tarde su boca se llenará de arena. ¿Cómo podemos protegernos de ese ser peligroso que se llama hombre y que somos todos nosotros? ¿Cómo amansarlo y domarlo? ¿Cómo desarmar la bestia y hacerla inocua? Un solo método existe para conseguirlo, amigo mío: debilitar al hombre. Tal como lo oyes: arrebatarle su fuerza, pues si carece de ella no podrá hacer mal a nadie. Y precisamente es el ayuno lo que debilita, es el hambre lo que quita las fuerzas. Así es nuestra filosofía amhara y así nos enseñan nuestros padres. Además, la experiencia lo confirma. La persona sometida al hambre durante toda su vida no se rebelará. No hubo rebelión alguna en el Norte. Allí nadie levantó ni la voz ni la mano. Pero apenas dejas que el súbdito tenga comida suficiente, se te sublevará en cuanto intentes quitarle su cuenco. La ventaja del ayuno consiste en que el hambriento solo piensa en la olla, todos sus sentidos se concentran en cómo llenar la panza, pierde en ello lo que le queda de fuerzas y ya no tiene voluntad ni cabeza para buscar el goce en la tentación de la desobediencia. Piensa tan solo en quién nos ha destruido el Imperio ¿Quién lo redujo a cenizas? Ni los que tenían mucho ni los que no tenían nada sino aquellos que tenían un poco. Oh, sí, hay que guardarse siempre de los que tienen un poco, porque constituyen la fuerza más negativa, la más voraz; ellos son los que pujan hacia arriba con mayor insistencia.
Z. S-K.:
Gran descontento e incluso gran indignación y unánime sentimiento de condena cundieron en palacio a causa de la falta de lealtad demostrada por los gobiernos europeos que habían permitido que el señor Dimbleby y compañía levantaran tanto revuelo por el tema de la muerte por hambre. Un sector de los dignatarios era partidario de seguir negándolo todo, pero esto ya era imposible habida cuenta de que el ministro en persona había comunicado a los corresponsales que Su Majestad, siempre tan solícito, había considerado el problema del hambre como asunto de la máxima importancia. Por lo tanto resolvióse dar un giro de 180 grados y pedir ayuda a los bienhechores extranjeros. Como nosotros no tenemos, que otros nos den cuanto puedan. Y no había pasado mucho tiempo cuando empezaron a llegar buenas noticias. Una decía, por ejemplo, que unos aviones habían traído trigo, otra anunciaba la llegada de unos barcos con harina y azúcar, y así sucesivamente. Empezaron a venir masivamente médicos y misioneros, gente de organizaciones benéficas, estudiantes de universidades extranjeras pero también corresponsales disfrazados de enfermeros. Todos ellos se dirigieron al Norte, a las provincias de Tigre y Wollo, así como al Este, al Ogaden, donde, decían, tribus enteras morían de hambre. ¡El Imperio se convirtió en lugar de tráfico internacional! Sin embargo, le digo de antemano que tal movilización no fue recibida en palacio con excesiva alegría, pues nunca trae nada bueno el dejar entrar a tantos extranjeros, porque estos se quedan boquiabiertos ante cualquier cosa y, además, critican. Y ya lo ve, Míster Richard, el olfato no les falló a nuestros dignatarios. He aquí por qué: cuando los misioneros, médicos y enfermeros –los últimos, como ya he mencionado, no eran tales sino que se trataba de corresponsales disfrazados– llegaron al Norte, vieron –según las voces que corren– la cosa para ellos más asombrosa, a saber: miles de personas muriendo de hambre en medio de mercados y tiendas repletas de comida. Haber comida sí la había, decían, solo que había sido un año de mala cosecha y los campesinos habían tenido que entregarlo todo a los terratenientes y no les había quedado nada, situación de la que enseguida se habían aprovechado los especuladores para subir los precios a niveles tales que eran muy pocos los que podían permitirse el lujo de comprar un puñado de trigo; de ahí toda la desgracia. Un asunto desagradable, Míster Richard, porque los especuladores no eran otros que nuestros altos dignatarios y ¿cómo se puede llamar así a los representantes oficiales del Venerable Señor? ¿Oficiales y especuladores? ¡No, de ninguna manera! No se pueden tratar así las cosas. Por eso, cuando llegó a la capital el grito de los misioneros y enfermeros, enseguida se alzaron voces en palacio exigiendo que se expulsase a todos aquellos bienhechores y filósofos. Expulsar, decían otros, ¿cómo?; ¡no podemos interrumpir la operación hambre desde el momento en que Su Bondadosa Majestad considera el asunto de la máxima importancia! Una vez más no se sabía qué partido tomar: expulsarlos, malo; no hacerlo, también malo. Y en medio del estado de confusión y vacilación que se creó, de repente, otra bomba. A saber: los enfermeros y los misioneros arman el gran escándalo porque los convoyes con harina y azúcar no llegan hasta los hambrientos. Algo debe de ocurrir, dicen los bienhechores, porque la ayuda se pierde en el camino y hay que averiguar adónde va a parar; así que, ni cortos ni perezosos, se ponen a husmear, indagar y merodear, a meter sus narices en todas partes; toda una injerencia. Resulta que otra vez se trata de los especuladores, que ocultan los envíos en sus almacenes particulares, disparan los precios y se forran. Hoy resulta difícil saber cómo se descubrió el pastel; algún traidor debió de pasar al enemigo ciertas informaciones. La razón no podía ser otra, porque todo había sido previsto y fijado de la manera siguiente: el Imperio, cómo no, aceptaba la ayuda, pero, eso sí, se reservaba el derecho de distribuirla como le pluguiere y nadie estaba autorizado a indagar adónde había ido a parar la harina o el azúcar. Todo intento de averiguarlo se habría considerado como una injerencia. Pero he aquí que nuestros estudiantes se alzan en lucha, salen a la calle, organizan manifestaciones, denuncian la corrupción, instan a los culpables a comparecer ante los tribunales. «¡Es una vergüenza, un deshonor, una ignominia!», gritan y proclaman que el Imperio ha tocado fondo y que sus días están contados. La policía aporrea, detiene. Gran conmoción, gran agitación.
En aquellos días, Míster Richard, mi hijo Hailu casi no aparecía por casa. Por aquel entonces, la universidad ya había declarado abiertamente la guerra a palacio. Esta vez todo había empezado por un asunto del todo insignificante, por un acontecimiento nimio y trivial, irrisorio de tan nimio, tan fútil que nadie habría reparado en él, nadie se habría molestado en pensar en él, y, sin embargo, a la vista está que a veces se producen momentos en que un suceso de lo más insignificante, una minucia, una tontería de nada, puede desembocar en una revolución y desatar una guerra. Por eso tenía mucha razón nuestro comandante en jefe de la policía, el general Yilma Shibeshi, cuando exhortaba a buscar siempre hasta debajo de las piedras, a buscar con celo y sin descanso, a estar siempre alerta, con la mosca detrás de la oreja y a no desestimar nunca el principio que reza que si un brote empieza a germinar de un semilla de ningún modo debe permitírsele ...

Índice

  1. Portada
  2. El trono
  3. Ya llega, ya llega
  4. El desmoronamiento
  5. Créditos