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LAS INVASIONES INGLESAS
UN DESEMBARCO FALLIDO
En junio de 1806, una expedición inglesa desembarcó en Buenos Aires y ocupó la ciudad durante poco más de un mes. Fue desalojada en la llamada “Reconquista” por las fuerzas conjuntas del virreinato español y los sectores criollos que preferían, como dijo el luego prócer independentista Manuel Belgrano, “el viejo amo o ninguno”. Las fuerzas británicas volvieron a atacar en enero de 1807 y ocuparon Montevideo (en ese entonces, parte del virreinato del Río de la Plata), pero fracasaron en un nuevo intento de invadir Buenos Aires en julio de ese año.
La rendición definitiva del general Whitelocke el 7 de julio de 1807 tuvo enormes consecuencias. Entre ellas, la retirada definitiva de las tropas de ambas ciudades; la cancelación de los intentos de invasión mediante tropas inglesas en América del Sur; el comienzo de una intensa y eficaz acción diplomática que derivaría, años más tarde, en la creación de la República Oriental del Uruguay; el inicio de los movimientos independentistas en el Río de la Plata, que contabilizaban la victoria como antecedente de autogobierno frente a los delegados de la Corona española; la consolidación del contrabando como modo de comercio preferido por los nativos; la fundación de varios mitos, entre ellos el de la victoriosa defensa rioplatense frente a la “pérfida Albión” —el viejo epíteto del viejo antiimperialismo— con menores recursos y la colaboración de un pueblo en armas; la institución de una efeméride que, sin embargo, hoy ya nadie conmemora (“día de la Reconquista de Buenos Aires”, un 12 de agosto). Y también el descubrimiento del futbol en el Río de la Plata.
Porque la derrota de las invasiones inglesas, como se les conoce escolarmente, también produjo otro fenómeno, mucho más extenso en el tiempo: el surgimiento de una pequeña colonia británica de expatriados que se fueron integrando a la vida local como comerciantes visibles e ideólogos en las sombras de la apertura comercial con la Corona británica. Entre ellos se contaba Thomas Hogg, que arribó con el general William Carr Beresford en la primera invasión de 1806 y se afincó en Buenos Aires. Míster Hogg fundó, a lo largo de los años, una asociación comercial británica, una biblioteca, un colegio y un club de cricket (en 1819), además de una familia. Con dos hijos, Thomas y James, nacidos en Yorkshire, quienes al crecer siguieron los pasos de su padre: fundaron, juntos o separados, un Dreadnought Swimming Club en 1863, una Buenos Aires Athletic Sports en 1866 —que organizó el 1 de mayo de 1867 el primer encuentro atlético de track&field [pista y campo]— y, en los años setenta del siglo XIX, el primer Golf Club de Latinoamérica. Las mismas fuentes aseguran que en 1866 jugaron por primera vez al squash, que el 14 de mayo de 1874 jugaron el primer partido de rugby, aprovechando el Buenos Aires Cricket Club fundado por su padre, y que en 1890 jugaron el primer match de lawn tennis [tenis sobre hierba].
El 9 de mayo de 1867, los hermanos Hogg fundaron el Buenos Aires Football Club y convocaron, por medio de las páginas del periódico en inglés The Standard, a la realización de un match que, luego de suspenderse por lluvia el 25 de mayo, se llevó a cabo el 20 de junio de 1867. La documentación existente —la cobertura de The Standard— permite reconstruir las formaciones de ambos teams: el equipo identificado por sus gorras blancas se integró con Thomas Hogg, James Hogg, W. Forrester, T.B. Smith, J.W. Bond, E.S. Smith, J. Rabsbottom y N.B. Smith; el que usó gorras rojas, con William Heald, T.R. Best, U. Smith, H.J. Barge, H. Willmont, R.M. Ramsay, J. Simpson y W. Boschetti (¿un mestizo?). Alguna fuente invierte los colores, aunque no creemos que sea decisivo quién era rojo y quién blanco. Sabemos también que el juego duró dos horas, entre las 12.30 y las 14.30 horas, y que se desarrolló en la zona del parque de Palermo —una placa cerca del actual Planetario de Buenos Aires afirma con típica jactancia argentina que allí se jugó el primer partido de futbol del continente americano—.
La información nos permite saber, como queda claro al contar los participantes, que jugaron ocho hombres en cada equipo, porque no pudieron conseguir más voluntarios, y que ganaron los hermanos Hogg.
Lo que no sabemos es si jugaron al futbol. En 1874, el Buenos Aires Football Club decidió respetar las Reglas de Rugby (el balón jugado con las manos y la posibilidad del tackle) en lugar de las de Cambridge (el balón jugado con los pies y la prohibición de tomar al adversario). No hay ningún testimonio de qué reglas se respetaron en 1867: nunca sabremos si el balón se jugó con los pies o con las manos. Incluso, si toda la mitología fundacional del futbol latinoamericano incluye la llegada de una pelota traída por algún migrante providencial que deviene padre fundador, en este caso pretendidamente inaugural no tenemos ninguna información sobre el balón en cuestión. La introducción del balón es, en todas las historias, las leyendas, los mitos y las fábulas, aquello que decide la fundación mítica. En el caso del celebrado partido de los hermanos Hogg, ese balón no aparece ni es mencionado.
Es decir, no sabemos a qué jugaron ni con qué lo hicieron.
LA INVENCIÓN DE LOS DEPORTES
Y sin embargo, la trayectoria de la familia Hogg, de la que no tenemos más noticias que las que el historiador norteamericano Allen Guttmann recopiló en su libro Games & Empires (Juegos e imperios), es muy ilustrativa del fenómeno que queremos narrar.
Obviamente, los seres humanos no comenzaron a jugar a juegos con balones en 1848, en Cambridge. Entre una extensa lista de antecedentes, en los que la pelota puede impulsarse con manos o pies —o, incluso, con la cadera—, se cuenta el tsu chu chino, el kemari japonés, el harpaston griego, el consecuente harpastum romano, la soule normanda y bretona, el calcio florentino y el juego de pelota mexicano (tlachtli, ulama, pelota mixteca). Ese listado demuestra al menos dos cosas: la primera, que los ingleses no inventaron los juegos con pelota; la segunda es que tampoco lo hicieron los pueblos precolombinos, demoliendo así cualquier posibilidad de que el interés latinoamericano por el futbol moderno responda a atavismos, precisamente, premodernos o a influencias subterráneas preservadas por memoria oral.
Como señala Guttmann, en una clasificación muy aceptada, los deportes modernos capturan distintos tipos de juegos tradicionales o arcaicos y los transforman en deportes mediante la institución de una serie de características particulares. Ellas son:
a] Secularismo: el deporte pierde vinculación con todo tipo de rituales religiosos, lo que lo separa de sus antecedentes grecorromanos o precolombinos. Que los practicantes de los deportes modernos sean a su vez creyentes o usuarios de prácticas religiosas, o que alguno de sus organizadores disponga ese tipo de rituales junto a la práctica deportiva (o que algún sacerdote bendiga un campo de juego), no quita que el deporte sea estrictamente secular: sus objetivos son la competencia, el éxito, el prestigio, la fama o el dinero, o todo junto, pero no el homenaje a alguna deidad presente, pasada o futura —salvo, justamente, el dinero—.
b] Igualdad: las regulaciones se instituyen con el doble propósito de establecer la igualdad entre los contendientes y de que todos respeten las reglas por igual. De ese modo, la igualdad establece un orden meritocrático, en tanto el triunfador debería ser, inevitablemente, el mejor de los competidores. Esto tiene una relación particular con el progresivo establecimiento, en el siglo XIX, de instituciones democráticas en las sociedades: la igualdad deportiva reproduce la igualdad democrática traducida en el derecho al voto, pero a la vez la perfecciona, en tanto la victoria depende únicamente del desempeño deportivo. El grado en que ese únicamente sea en realidad único está en la base del imaginario democrático del deporte, ya que sabemos porfiadamente que no está en el imaginario democrático de las sociedades capitalistas.
c] Burocratización: la institución del deporte moderno incluye la creación de organismos que, primero, establecen las reglas y, segundo, las administran. Pero esa administración supone, con el paso breve del tiempo, también la organización de la competencia y sucesivamente la administración de todo lo que la rodea; primero en un plano local, luego nacional, más tarde regional, finalmente internacional. Es lo que separa el establecimiento de las Reglas de Cambridge en 1848 de la creación de la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA) en 1904. La inclusión o no en la supervisión del o los organismos burocráticos es lo que diferencia al practicante “federado” (es decir, burocratizado por la pertenencia a un club, por ende a una liga o asociación, por ende a una confederación y así hasta el nivel más alto que se pueda alcanzar —normalmente, el Comité Olímpico Internacional) del practicante ocasional o aficionado.
d] Especialización: los deportes modernos se caracterizan por la especialización en una práctica. La ubicuidad deportiva de los hermanos Hogg, para proseguir con nuestro ejemplo inicial, es en realidad premoderna o fundacional del periodo moderno. El desarrollo de los deportes irá exigiendo —hoy lo hace de modo casi absoluto— una especialización tanto de la práctica —la diferencia entre rugby “unión”, rugby “league”, futbol “soccer” o “asociación”, futbol americano, beisbol, cricket, sóftbol— como de los practicantes. Y también de las funciones burocráticas o deportivas: jugadores, árbitros, entrenadores, dirigentes.
e] Racionalización: contemporáneos del capitalismo industrial y privados de sus relaciones rituales con las religiones, los deportes modernos implican su racionalización, es decir, su sujeción a organizaciones, regulaciones y administraciones definidas estrictamente por su racionalidad, con un objetivo primario (la administración de la regla y del principio de igualdad para el control de adecuados y justos desempeños deportivos) y uno secundario, derivado de la progresiva profesionalización: la obtención de plusvalía. La racionalidad deportiva se transformará con el tiempo (muy breve) en pura racionalidad capitalista: la obtención de ganancia. Esto no obstruye la racionalización —es decir, la transformación en mercancía— de los elementos afectivos: identidad, memoria, relatos o pasión.
f] Cuantificación: los deportes modernos dejan rápidamente de ser simples competencias para transformarse en series de competencias. Es decir, torneos, series de torneos. El partido o el rendimiento, que a su vez deben ser cuantificados —como resultados: 1 a 0, 2.35 metros, 4 horas 45 minutos—, se incorporan a series acumulativas: tantos puntos por juego, tantos puntos en un torneo, tantas victorias, tantas derrotas. El juego individual —entre dos equipos o dos competidores, o la práctica individual— queda confinado al territorio de lo no burocratizado: el deporte moderno es principalmente cifras, tablas, rankings, medición de rendimientos.
g] Obsesión por los récords: en consecuencia, si los desempeños se cuantifican, la racionalidad de los números conlleva la búsqueda de la superación de los números registrados: más goles a favor, menos goles en contra, menos minutos por tramo, más rápido, más alto, más fuerte. Objetivos que luego deben ser superados, en una rueda infinita. El campeón de la temporada pasada debe ser superado en puntos, juegos ganados y diferencia de goles; el nuevo goleador debe marcar más goles que el que más haya marcado en un periodo histórico.
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El éxito de estas codificaciones, iniciadas a mediados del siglo XIX en las escuelas públicas de la Inglaterra industrial, fue absoluto. Los juegos tradicionales o populares pre o poscolombinos no fueron sus únicas víctimas: toda Europa transformó sus prácticas lúdicas adoptando los deportes ingleses. Esto no significó la desaparición del juego, sino la aparición del deporte como un territorio exclusivamente moderno y novedoso. Las otras prácticas quedaron confinadas al espacio del juego popular, no organizado, o de la rareza étnica (que pudo, con el tiempo, transformarse a su vez en mercancía turística, como es el caso del calcio florentino).
Y las razones de estas invenciones son también ampliamente conocidas, y fueron por eso escolares y escolarizadas: se buscaba racionalizar los niveles de violencia en las relaciones personales —el proceso civilizatorio del que hablaba el sociólogo alemán Norbert Elias— y educar también corporalmente a las élites para su desempeño guerrero. Sin embargo, la progresiva popularización del futbol en Gran Bretaña, luego de la fundación de la Football Association en 1863, extendió ese proceso a las clases populares. Los historiadores británicos coinciden en que esa popularización conjuga varios factores, que deberemos revisar en el caso latinoamericano.
Por un lado, factores intrínsecos al juego: todas las fuentes, latinoamericanas o europeas, están de acuerdo en la combinación de la simplicidad de las reglas y la economía del juego —que precisa sólo un campo abierto y un balón, reemplazable por cualquier objeto con cierta condición esférica, a veces sólo un conjunto de paños o calcetines— en relación con la cantidad de participantes, que no puede exceder de 22, pero puede reducirse en la práctica informal. Sobre todo, hay factores que llamaremos de manera general político-culturales y sociales. Con la aparición del tiempo libre entre la clase obrera británica —el descanso sabático—, distintas instituciones comenzaron a difundir la práctica del futbol como una herramienta ampliamente disciplinadora: las escuelas de la clase obrera, reproduciendo el modelo de las élites, pero principalmente las fábricas y las congregaciones religiosas. Las primeras (con ejemplos como West Ham, el Arsenal o el Manchester United), porque el futbol permitía la creación simultánea de sentimientos de solidaridad entre sus obreros y a la vez de orgullo por la empresa; las segund...