La jauría
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Segunda novela del ciclo de Los Rougon-Macquart, La jauría (1871) narra la ascensión de Aristide Rougon desde que, ya viudo y con dos hijos, acepta 100.000 francos por casarse con Renée Béraud, hija de un probo magistrado de la isla Saint-Louis, que está embarazada de otro hombre y necesita un padre legítimo para su criatura. Con este dinero se embarca en la especulación inmobiliaria aprovechando el plan de remodelación urbanística de París dirigido por el barón Haussmann, «arrastrando consigo un ejército de obreros, de alguaciles, de accionistas, de primos y de bribones». Por otro lado, asiste al encumbramiento de su hijo Maxime, un joven Narciso, como galán de moda: es el único hombre admitido en los salones del modista Worms. Pero ignora que Maxime y su madrastra viven un amor tan secreto como apasionado que acabará recreando la tragedia de Fedra. Al final solo Renée comprenderá el mito del dinero y su cáustico efecto de hastío y deshumanización. Bajo amenaza de secuestro y querella, Zola se vio obligado a interrumpir la publicación serial de la novela, que, sin embargo, con el tiempo, se convertiría en una de las más características y celebradas de su producción.

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Información

Año
2022
ISBN
9788490658536
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

CAPÍTULO V

El beso que había dado en el cuello a su mujer preocupaba a Saccard. Hacía tiempo que ya no usaba sus derechos de marido; la ruptura se había producido naturalmente, pues ni el uno ni la otra se inquietaban por una unión que les estorbaba. Para que él pensase en volver a entrar en el dormitorio de Renée, tenía que haber algún buen negocio al final de sus ternuras conyugales.
El golpe de fortuna de Charonne marchaba bien, aunque perduraban las inquietudes sobre su desenlace. Larsonneau, con sus camisas resplandecientes, sonreía de una forma que le desagradaba. No era sino un mero intermediario, un testaferro a quien le pagaba su solicitud con un interés del diez por ciento sobre los futuros beneficios. Pero, aunque el agente de expropiaciones no hubiera metido un céntimo en el negocio, y aunque Saccard, tras haber provisto los fondos del café cantante, hubiera tomado todo tipo de precauciones, contraventa, letras cuya fecha quedaba en blanco, recibos dados por adelantado, no por ello dejaba de experimentar un sordo temor, un presentimiento de alguna traición. Olfateaba, en su cómplice, la intención de hacerle chantaje, con ayuda de aquel inventario falso que guardaba celosamente, y al cual debía únicamente su participación en el negocio.
Por ello los dos compinches se estrechaban vigorosamente las manos. Larsonneau calificaba a Saccard de «querido maestro». Sentía, en el fondo, verdadera admiración por aquel equilibrista, cuyos ejercicios en la cuerda floja de la especulación seguía como un aficionado. La idea de engañarlo le hacía ilusión como una voluptuosidad rara y picante. Acariciaba un plan todavía vago, sin saber demasiado bien cómo emplear el arma que poseía, y con la cual temía cortarse él. Se sentía, por otra parte, a merced de su antiguo colega. Los terrenos y las construcciones que unos inventarios sabiamente calculados tasaban ya en cerca de dos millones, y que no valían la cuarta parte de esta suma, acabarían desbaratándose en una quiebra colosal si el hada de la expropiación no los tocaba con su varita de oro. Según los planes primitivos, que habían podido consultar, el nuevo bulevar, abierto para enlazar el parque de artillería de Vincennes con el cuartel del Príncipe Eugenio, y situar este parque en el corazón de París rodeando el faubourg Saint-Antoine, se llevaba parte de los terrenos; pero quedaba aún el temor de que se vieran apenas tocados de refilón y que la ingeniosa especulación del café cantante fracasase por su propia impudencia. En este caso, Larsonneau se quedaría con una delicada aventura a cuestas. Este peligro, no obstante, no le impedía, a pesar de su papel forzosamente secundario, estar consternado, cuando pensaba en el menguado diez por ciento que cobraría en un robo tan colosal de millones. Y era entonces cuando no podía resistir la furiosa comezón de alargar la mano, de cortarse su porción.
Saccard ni siquiera había querido que le prestase dinero a su mujer, pues él mismo se divertía con este grosero artificio de melodrama, con el cual disfrutaba su amor a los tejemanejes complicados.
–No, no, querido amigo –decía con su acento provenzal, que exageraba aún más cuando quería salpimentar una broma–, no enredemos nuestras cuentas... Usted es el único hombre de París a quien he jurado no deber nunca nada.
Larsonneau se contentaba con insinuarle que su mujer era un pozo sin fondo. Le aconsejaba que no le diera un céntimo más, para que ella le cediera inmediatamente su parte de la propiedad. Habría preferido enfrentarse solo con él. Lo tanteaba a veces, llevaba las cosas hasta decir, con su aire cansado e indiferente de vividor:
–Tendré que poner un poco de orden en mis papeles... Su mujer me asusta, amiguito. No quiero que en mi casa sean precintadas ciertas piezas.
Saccard era incapaz de soportar pacientemente semejantes alusiones, sobre todo cuando sabía a qué atenerse sobre el orden frío y meticuloso que reinaba en las oficinas del personaje. Toda su figurilla astuta y activa se rebelaba contra los temores que intentaba infundirle aquel usurero currutaco de guantes amarillos. Lo peor era que le daban escalofríos cuando pensaba en un posible escándalo; y se veía brutalmente desterrado por su hermano, viviendo en Bélgica de cualquier negocio inconfesable. Un día, se enfadó, llegó incluso a tutear a Larsonneau.
–Escucha, chico –le dijo–, eres un muchacho encantador, pero harías bien en devolverme la pieza que sabes. Ya verás cómo ese trozo de papel acaba por enfadarnos.
El otro se hizo el asombrado, estrechó las manos de su «querido maestro» dándole seguridades de su afecto. Saccard lamentó su impaciencia de un minuto. Fue en esa época cuando pensó seriamente en acercarse a su mujer; podía tener necesidad de ella contra su cómplice, y se decía además que los negocios se tratan de maravilla sobre la almohada. El beso en el cuello se convirtió poco a poco en la revelación de toda una nueva táctica.
Por lo demás, no tenía prisa, no malgastaba sus medios. Tardó todo el invierno en madurar su plan, tironeado por cien asuntos más enredados unos que otros. Fue para él un invierno terrible, lleno de sacudidas, una campaña prodigiosa, durante la cual tuvo que vencer la quiebra día a día. Lejos de reducir su tren de vida, dio fiesta tras fiesta. Pero, aunque consiguió hacer frente a todo, tuvo que descuidar a Renée, a la que reservaba para la jugada triunfal, cuando la operación de Charonne estuviera madura. Se contentó con preparar el desenlace, continuando sin darle más dinero, salvo por conducto de Larsonneau. Cuando podía disponer de unos miles de francos, y ella se quejaba de miseria, se los llevaba, diciendo que los hombres de Larsonneau exigían un pagaré por el doble de la suma. Esta comedia lo divertía enormemente, la historia de los pagarés le encantaba por la novela que introducían en el negocio. Incluso en la época de sus beneficios más claros le había pasado la pensión a su mujer de forma muy irregular, haciéndole regalos principescos, abandonándole puñados de billetes de banco, y dejándola después acorralada por una miseria durante semanas. Ahora que se encontraba en serios apuros, hablaba de las cargas de la casa, la trataba como a un acreedor, a quien no se quiere confesar la ruina y a quien se aplaca con historias. Ella apenas le escuchaba; firmaba todo lo que él quería; se quejaba solamente de no poder firmar más.
Tenía ya, no obstante, unos doscientos mil francos de pagarés firmados por ella, que le costaban apenas ciento diez mil francos. Tras haberlos hecho endosar por Larsonneau, a cuyo nombre estaban suscritos, hacía viajar esos pagarés de forma prudente, contando con servirse de ellos más adelante como armas decisivas. Jamás habría podido llegar al final de aquel terrible invierno, prestar con usura a su mujer y mantener su tren de vida, sin la venta del solar del bulevar Malesherbes, que los señores Mignon y Charrier le pagaron en dinero contante, aunque reteniendo un descuento formidable.
Aquel invierno fue para Renée una prolongada alegría. Solo sufría por la necesidad de dinero. Maxime le costaba carísimo; la seguía tratando como a su madrastra, le dejaba pagar en todas partes. Pero esa miseria escondida era para ella una voluptuosidad más. Se las ingeniaba, se rompía la cabeza, para que su «querido niño» no careciera de nada; y cuando había convencido a su marido de encontrarle unos miles de francos, se los comía con su amante, en locuras costosas, como dos escolares sueltos en su primera escapada. Cuando no tenían un céntimo, se quedaban en el palacete, disfrutaban de aquella gran mansión, de un lujo tan nuevo y tan insolentemente necio. El padre jamás estaba allí. Los enamorados se quedaban al amor de la lumbre más a menudo que antes. Y es que Renée había llenado, por fin, de un goce cálido el vacío glacial de aquellos techos dorados. Aquella casa equívoca del placer mundano se había convertido en una capilla donde ella practicaba apartada una nueva religión. Maxime no ponía solamente en ella la nota aguda que concordaba con sus locos vestidos; era el amante hecho para ese palacete, de anchos escaparates de comercio, y que un raudal de esculturas inundaba desde los desvanes a los sótanos; él animaba aquellos armatostes, desde los dos amores mofletudos que, en el patio, dejaban caer de su concha un hilillo de agua, hasta las altas mujeres desnudas que sostenían los balcones y jugaban en medio de los frontones con espigas y manzanas; él explicaba el vestíbulo demasiado rico, el jardín demasiado estrecho, las estancias brillantes donde se veían demasiados sillones y ni un solo objeto de arte. La joven, que se había aburrido mortalmente allí, se divirtió de repente, lo usó como una cosa cuyo empleo no había comprendido al principio. Y no fue solo por sus habitaciones, la salita botón de oro y el invernadero por donde paseó su amor, sino por el palacete entero. Acabó por estar a gusto incluso en el diván del salón de fumar; se ensimismaba allí, decía que aquella estancia tenía un vago olor a tabaco, muy agradable.
Recibió dos días en lugar de uno. El jueves acudían todos los intrusos. Pero el lunes estaba reservado para sus amigas íntimas. No se admitían hombres. Solo Maxime asistía a estas elegantes reuniones que se desarrollaban en la salita. Una tarde se le ocurrió a Renée la asombrosa idea de vestirlo de mujer y presentarlo como una de sus primas. Adeline, Suzanne, la baronesa de Meinhold y las otras amigas que estaban allí se levantaron, saludaron, extrañadas ante aquel semblante que reconocían vagamente. Después, cuando comprendieron, se rieron mucho, se negaron rotundamente a que el joven fuese a desvestirse. Lo conservaron con sus faldas, jocosamente, prestándose a bromas equívocas. Cuando había acompañado a aquellas señoras por la puerta principal, daba la vuelta al parque y regresaba por el invernadero. Jamás las buenas amigas tuvieron la menor sospecha. Los amantes no podían mostrarse más familiares de lo que ya lo eran cuando se proclamaban buenos amigos. Y si ocurría que un sirviente los veía abrazarse un poco de más, de pasada, no experimentaba la menor sorpresa, pues estaban habituados a las bromas de la señora y del hijo del señor.
Esta entera libertad, esta impunidad los envalentonaba aún más. Si de noche corrían los cerrojos, de día se besaban en todas las estancias del palacete. Inventaron mil jueguecitos para los días de lluvia. Pero el gran placer de Renée seguía siendo encender un fuego terrible y amodorrarse ante la lumbre. Desplegó, ese invierno, un maravilloso lujo de ropa interior. Llevó camisas y batas de un precio loco, cuyos entredoses y batistas la cubrían apenas con un humo blanco. Y, al resplandor rojo del fuego, permanecía como desnuda, los encajes y la piel de color de rosa, la carne bañada por la llama a través de la delgada tela. Maxime, acurrucado a sus pies, le besaba las rodillas, sin sentir siquiera la ropa que tenía el color y la tibieza de aquel hermoso cuerpo. La luz era escasa, caía como un crepúsculo en el dormitorio de seda gris, mientras Céleste iba y venía a sus espaldas, con su paso tranquilo. Se había convertido en su gran cómplice, naturalmente. Una mañana que se habían entretenido en la cama los encontró, y conservó su flema de sirvienta de sangre helada. Ellos ya no se recataban; ella entraba a cualquier hora, sin que el ruido de sus besos le hiciera volver la cabeza. Contaban con ella para prevenirlos en caso de alerta. No compraban su silencio. Era una chica muy ahorrativa, muy honrada, y a quien no se le conocían amantes.
Sin embargo, Renée no se había enclaustrado. Seguía apareciendo en sociedad, y llevaba a Maxime de acompañante, como un paje rubio de frac negro, y disfrutaba incluso de placeres más vivos. La temporada fue para ella un prolongado triunfo. Jamás había tenido ideas más atrevidas de trajes y peinados. Fue entonces cuando se atrevió a llevar el famoso vestido de raso del color de las zarzas, sobre el cual estaba bordada toda una cacería de ciervos, con atributos, cebadores, cuernos de caza, cuchillos de anchas hojas. Fue también entonces cuando puso de moda los peinados antiguos, que Maxime tuvo que ir a dibujarle al museo Campana, recién abierto. Se rejuvenecía, estaba en la plenitud de su belleza turbulenta. El incesto ponía en ella una llama que brillaba en el fondo de sus ojos y caldeaba sus risas. Sus quevedos asumían insolencias supremas en la punta de su nariz, y miraba a las otras mujeres, a sus buenas amigas que alardeaban de la enormidad de cualquier vicio, con un aire de adolescente jactancioso, con una sonrisa fija que significaba: «Tengo mi crimen».
En cuanto a Maxime, opinaba que la vida social era un fastidio. Cuando pretendía aburrirse en sociedad, era por distinción, pues no se divertía realmente en ninguna parte. En las Tullerías, en los ministerios, desaparecía en las faldas de Renée. Pero volvía a ser el amo cuando se trataba de alguna escapada. Renée quiso volver a ver el reservado del bulevar, y la anchura del diván la hizo sonreír. Después, él la llevó, un poco por todas partes, a casas de daifas, al baile de la Ópera1, a los palcos de los teatrillos, a todos los lugares equívocos donde podían codearse con el vicio brutal, saboreando las alegrías del incógnito. Cuando regresaban furtivamente al palacete, rotos de fatiga, se dormían uno en brazos del otro, incubando la embriaguez del París puerco, con jirones de cuplés picarescos cantando aún en sus oídos. Al día siguiente, Maxime imitaba a los actores, y Renée, en el piano de la salita, trataba de encontrar la voz ronca y los contoneos de Blanche Muller, en su papel de la Bella Helena. Sus clases de música del convento no le servían sino para destrozar los cuplés de las bufonadas nuevas. Sentía un santo horror por las melodías serias. Maxime se mofaba con ella de la música alemana, y se creyó en el deber de ir a silbar el Tannhäuser, por convicción, y por defender las cancioncillas picantes de su madrastra.
Una de sus grandes diversiones fue patinar; aquel invierno el patín estaba de moda, el emperador había ido uno de los primeros a probar el hielo del lago, en el Bosque de Boulogne. Renée le encargó a Worms un traje completo de polaca, terciopelo y piel; quiso que Maxime tuviera botas blandas y un gorro de zorro. Llegaban al Bosque, con un frío de perros que les pinchaba la nariz y los labios, como si el viento les hubiera soplado arena fina al rostro. Les divertía tener frío. El Bosque estaba todo gris, con hilillos de nieve, semejantes, a lo largo de las ramas, a menudos encajes. Y, bajo el cielo pálido, sobre el lago inmóvil y empañado, solo los abetos de las islas ponían aún, al borde del horizonte, sus colgaduras teatrales, donde la nieve cosía también anchos encajes. Se deslizaban ambos en el aire helado, con el vuelo rápido de las golondrinas que rozan el suelo. Se ponían un puño a la espalda, y colocándose mutuamente la otra mano sobre el hombro, marchaban rectos, sonrientes, uno al lado del otro, girando sobre sí mismos, en el ancho espacio señalado por gruesas cuerdas. Desde lo alto de la gran avenida, los curiosos los miraban. A veces iban a calentarse en las fogatas encendidas a orillas del lago. Volvían a marcharse. Redondeaban ampliamente su vuelo, con ojos llorosos de placer y de frío.
Después, cuando vino la primavera, Renée se acordó de su antigua elegía. Quiso que Maxime paseara con ella por el parque Monceau, de noche, al claro de luna. Fueron a la gruta, se sentaron en la hierba, delante de la columnata. Pero, cuando ella manifestó su deseo de dar un paseo por el laguito, se dieron cuenta de que la barca que se veía desde el palacete, atada al borde de una avenida, no tenía remos. Debían de retirarlos por la tarde. Fue una desilusión. Por otra parte, las grandes sombras del parque...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Nota al texto
  4. Árbol genealógico de los Rougon-Macquart
  5. Genealogía de los Rougon-Macquart según Zola (1878)
  6. Prólogo
  7. Capítulo I
  8. Capítulo II
  9. Capítulo III
  10. Capítulo IV
  11. Capítulo V
  12. Capítulo VI
  13. Capítulo VII
  14. Créditos
  15. Notas
  16. Sobre ALBA