Disenso y melancolía
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Disenso y melancolía

Breve historia intelectual de España

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Disenso y melancolía

Breve historia intelectual de España

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En la obra de Unamuno y Ortega son bien visibles el disenso reformista y los recurrentes ataques de melancolía. En la España franquista percibimos una figuración triple del intelectual. Cada uno de estos modelos imagina, también desde el disenso, su propia versión de sociedad ideal: entre los vencidos en la Guerra Civil encontramos al intelectual liberal, que apela a valores universales, y al intelectual comprometido de izquierdas, enredado en la utopía socialista-comunista de emancipación del cuerpo social. Entre los vencedores, al intelectual nacionalista, especialmente al falangista, progresivamente crítico y desencantado con el franquismo.A partir de los años sesenta, los filósofos neonietzscheanos españoles cuestionaron la función social del intelectual, independientemente de la ideología que abanderara. En la España posterior a la transición política, en nombre del consenso, vimos al gremio intelectual justificar la democracia surgida de esta. Sin embargo, no faltaron las voces críticas, coetáneas y posteriores, que atacaron, y siguen atacando, la escasa autonomía y actitud beligerante de los intelectuales aparentemente sumisos con el poder oficial. El intelectual disiente de la sociedad en la que vive. Disiente de ella de acuerdo con un confuso ideal que anhela melancólicamente.Los orígenes modernos de la figura del intelectual y las primeras formulaciones de su melancolía se derivan de la pérdida de un supuesto orden ontoteológico debida a la progresiva interiorización de la subjetividad. La búsqueda infructuosa de ese orden ideal lo condujo al esfuerzo de depuración de pasiones y emociones, y lo situó en la esfera espiritual, desde la que imaginaba su utopía. Este ensayo aborda la historia intelectual de España en orden cronológico, desde la aparición de los primeros grandes intelectuales, Unamuno y Ortega, hasta los ejemplos más recientes, en concreto la filósofa barcelonesa Marina Garcés.

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Información

Edición
1
Categoría
Philosophy
1
EL INTELECTUAL MODERNO:
LA MELANCOLÍA DEL HOMBRE DE LETRAS
El sentimiento de desorden
La silueta del intelectual es reconocible desde su nacimiento, desde el momento en que el adjetivo se convierte en sustantivo. Ahora bien, existe también la voluntad de buscarle precedentes. Christopher Charle, autor de una monografía titulada Naissance des intellectuels: 1880-1900 (1990), vio justificado en un texto posterior aplicar la noción de intelectual a aquellos que con anterioridad a esa época quisieron ser portavoces de una causa importante para el conjunto de la sociedad (Charle, 1996: 27).
La figura del filósofo en el XVIII es tal vez la referencia más evidente para el entorno francés (Traverso, 2013: 14). La Encyclopédie lo define por comparación al resto: «Les autres hommes sont emportés par leurs passions, sans que les actions qu’ils font soient précédées de la réflexion: ce sont des hommes qui marchent dans les ténèbres; au lieu que le philosophe dans ses passions mêmes, n’agit qu’après la réflexion: il marche la nuit, mais il est précédé d’un flambeau» (Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences..., XII: 509).1 Philipp Blom supone que las de la Encyclopédie son palabras de Diderot, porque existe una idea complementaria en sus escritos. Cita, traducido, un fragmento de las Obras del filósofo: «Wandering in a vast forest at night, I have only a faint light to guide me. A stranger appears and says to me: “My friend, you should blow out your candle in order to find your way more clearly”. This stranger is a theologian» (Blom, 2004: 79). El filósofo, sin embargo, por amor a la sociedad a la que pertenece, son palabras también de la Encyclopédie, quiere desligarse por completo de la religión y actuar como avanzadilla de la humanidad movido únicamente por la justicia y la objetividad de la razón laica, que aspira a ser universal, como ha explicado con detalle el propio Blom en Wicked Company (2010). Es precisamente la razón la que le ha permitido neutralizar las pasiones, a diferencia de sus congéneres, y por eso puede guiarlos hacia una sociedad objetivamente mejor. El filósofo aúna epistemología, moral y compromiso social, lo que lo sitúa, curiosamente, al margen, por encima o por delante, de la sociedad a la que pretende guiar desde la oscuridad hacia un destino que él mismo parece desconocer… Deambula de noche por un vasto bosque con la sola ayuda de una luz tenue.
Wolf Lepenies (1969, 2007) es otro de los autores que le ha buscado precedentes al intelectual moderno. Lanzó una teoría muy sugerente que los relacionaba con la melancolía y la utopía, y la rastreó hasta los inicios de la modernidad. Melancolía, nostalgia de un lugar incierto; utopía, anhelo de otro lugar no menos incierto. El hombre de letras, desubicado y descontento, intenta crear un mundo alternativo, ordenado y justo. Lepenies desarrolla esta idea en el marco de su teoría sobre las tres culturas (1985): ciencias, letras y ciencias sociales como disciplina intermedia.2 Me interesa el tratamiento histórico que hace de las dos primeras, o mejor dicho de sus representantes: los científicos y los letrados, a los que define como «hombres de buena conciencia» y «hombres que piensan demasiado», respectivamente (2007). Ambas figuras las encarna desde los albores de la modernidad el Homo sapiens europeaus, que Carlo Linneo identifica en su Systema naturae (1735-1758) como variante superior del Homo sapiens, y lo define como levis, argutus e inventor (ágil, elocuente e inventivo).
Lepenies (2007) recurre a la teoría de los humores para distinguir estas dos variantes. El científico sería el tipo sanguíneo, que es seguro y agresivo, y quiere convencer, convertir y conquistar el mundo porque cree estar capacitado y legitimado para hacerlo sin que ello le genere conflicto moral alguno. Su figuración literaria es Fortimbrás, príncipe de Noruega en Hamlet, un hombre de acción que ofrece un futuro esperanzador para Dinamarca al final de la obra. Frente a este, descubrimos al hombre de letras. Atrapado en el pensamiento abstracto y asaltado por las dudas, encontraría en el propio Hamlet su primera gran plasmación literaria.
Hamlet representa el prototipo de homo sapiens europaeus intellectualis, inclinado irremediablemente a la reflexión y, por ello, a la tristeza, la desazón ante un mundo que considera desordenado e injusto. Este es el modelo del que derivaría el intelectual moderno. Valéry reuniría melancolía e intelectualidad en las palabras: «malheureux qui pensent», porque la felicidad es irreflexiva.3 El propio autor francés en «Propos sur l’intelligence» (1925) ya se había burlado de la especie del intelectual: «Cette espèce […] se plaint; donc elle existe» (OEuvres I: 1051).
No es de extrañar que el melancólico homo europaeus intellectualis tenga otro de sus prototipos en los utopistas del siglo XVII, entre ellos Robert Burton, autor de The Anatomy of Melancholy (1621-1651), donde, tras innumerables textos introductorios, nos ofrece una utopía, una sociedad casi militar, a decir verdad, cabalmente ordenada y en la que estaría prohibida la melancolía. El utopista es un creador de mundos alternativos, perfectos y felices, regidos por ideas de verdad, orden y justicia, que le sirven para ahuyentar la tristeza que le ocasiona el desorden que percibe en el mundo circundante, en la sociedad en la que se integra.
La melancolía, que se acentúa en el Renacimiento/ Barroco, la época en que Lepenies inicia su rastreo, era, sin embargo, una afección bien conocida desde la Antigüedad. La palabra que la nombra viene, al fin y al cabo, del griego, melaines koles, «negra bilis», en referencia al exceso de ese determinado humor en el organismo y a los desórdenes que provocaba en el individuo que lo padecía. El primer pasaje amplio sobre el tema se le atribuye a Aristóteles. Es el número 30 de sus Problemata, y el apartado dedicado a la melancolía, el primero, es el más extenso del volumen. De ahí surgirán no pocas de las citas y lugares comunes que encontraremos en textos posteriores.4
Agamben, en Stanze (1977), rastreó la relación entre melancolía y acedia en la Edad Media. La acedia parecía remitir, a su vez, a la pereza, debido a la similitud entre ambas disposiciones, pero la variación era esencial y estaba explicada ya por la teología medieval. En la Summa Theologica (parte II-IIae, cuestión 35) Santo Tomás glosa la patrística para definir la acedia como una suerte de tristeza. Tristeza, puntualiza Agamben, «guardi ai beni spirituali essenziali dell’uomo, cioè alla particolare dignità spirituale che gli è stata conferita da Dio» (1977: 10). El ser humano es una criatura excepcional, por poseer alma y ser la favorita del creador. La acedia se apodera de él al frustrarse su deseo de ver a Dios, un mal que le genera desesperación y un abatimiento similar, pero no equivalente, a la pereza:
È questo disperato sprofondare nell’abisso che si spalanca fra il desiderio e il suo inafferrabile oggetto che l’iconografia medioevale ha fissato nel tipo dell’acedia, rappresentata come una donna che lascia desolatamente cadere a terra lo sguardo abbandona il capo al sostegno della mano, o come un borghese o un religioso che affida il proprio sconforto al cuscino che il diavolo gli porge (Agamben, 1977: 12).
Se trataba en realidad de la parálisis del ánimo ante una situación sin salida. Sin embargo, a la acedia no le correspondía únicamente una consideración negativa, porque esta postración era causa y consecuencia de una búsqueda incansable motivada por el deseo insatisfecho. La acedia era en realidad una tristitia salutifera, un estímulo del alma, virtuosa en tanto en cuanto busca a Dios, aunque no lo encuentre. Es muy probable, piensa Agamben, que el descubrimiento en la patrística de esa doble polaridad de la acedia terminara siendo transferida a la melancolía, y contribuyera a preparar el terreno para la revalorización renacentista del temperamento atrabiliario.
La melancolía, sometida a un proceso gradual de moralización, se convertirá en heredera laica de la tristeza claustral del acidioso. El melancólico hombre de letras del que nos habla Lepenies sería el sucesor secular del monje que anhelaba un orden superior. Ni el acidioso ni el melancólico mostraban pereza o carencia de deseo, sino la desesperación ensimismada del que se sabe incapaz de alcanzar lo que busca.
Muchos siglos antes, Aristóteles, como señalé más arriba, ya se había preguntado por qué precisamente este temperamento era el más frecuente entre los grandes poetas, filósofos, artistas e incluso políticos. Se lo preguntaba sin llegar a ofrecer una respuesta concluyente, como sucede a menudo en los Problemata, un volumen de autoría discutible. En la Florencia de Lorenzo el Magnífico, el cenáculo de Marsilio Ficino retoma la indagación del estagirita. En Theologia platonica de animarum immortalitate (1482), y especialmente De vita libri tres (1489), Ficino, que se incluye a sí mismo entre los melancólicos, explicó su propensión al recogimiento y al conocimiento contemplativo, al furor de conocimiento, que comparte con el religioso aquejado de acedia, abundando en su relación entre los dos tipos y en su doble polaridad negativo-positiva.
A nivel astrológico, el signo del melancólico estaba claro, y el propio Ficino lo certifica en De vita libri tres: Saturno con ascendente en Acuario.5 La melancolía, como había sucedido con la acedia, atenúa su condición de «complexión pésima» precisamente por el ejercicio reflexivo elevado al que se entregan los atrabiliarios, y su planeta, Saturno, hasta entonces el más pernicioso, empieza también a ennoblecerse. El melancólico, decía Ficino, posee la cualidad de la tierra, que no se dispersa como los demás elementos, sino que se concentra estrechamente en sí misma, y al mismo tiempo busca la trascendencia. Tal es también, o al menos así se pensaba, la naturaleza de Saturno, el planeta más alto y alejado, y también el más denso, en virtud de cuyo influjo, los espíritus, recogiéndose en sí mismos, se concentran en penetrar el centro de las cosas. El dios caníbal y castrador, cojo y portador de su guadaña, se convertía en el signo bajo cuyo dominio encontraba su lugar la más noble especie de los hombres, la de los filósofos, los artistas y los religiosos contemplativos, ocupados en desentrañar los más oscuros misterios. Porque Cronos es un dios de extremos. Es el señor de la edad de oro, pero también es el dios triste, destronado por Zeus y ultrajado; engendra multitud de hijos a los que devora, y termina condenado a la esterilidad; es un monstruo burlado por una astucia de Rea, pero es también un dios viejo y sabio, venerado como suprema inteligencia.
Al fin y al cabo, la relación no es tan peregrina. Saturno poseyó la visión directa del empíreo y gobernó entre los dioses tras alejar a Urano, su padre, y fue después desplazado, vencido, a su vez, por su hijo Júpiter. Saturno soberano de los dioses, Saturno exiliado. Saturno como viejo nostálgico de su anterior visión, convertido en un miserable que devora a sus criaturas. Saturno como el más contradictorio de los dioses. Saturno es el sol negro, el de la melancolía, tal y como reza un verso de Les Chimères, de Nerval, que dará título a un volumen de Julia Kristeva: Soleil noir (1987), sobre melancolía y depresión, ya en la línea psicoanalítica que identifica la melancolía con una grave enfermedad mental al menos desde Freud.
Especialmente en un conocido ensayo publicado en la Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse (vol. IV, 1917): «Duelo y melancolía». La melancolía, que reúne rasgos similares a los del narcisismo y el luto, no permite al sujeto lidiar con la pérdida, con la distancia, con el alejamiento de lo que desea, y termina refugiado en sí mismo. Son estos los elementos que habían definido tradicionalmente al melancólico: la imposibilidad de capturar el objeto de deseo y el retraimiento contemplativo. Según Freud, que se centra en lo amoroso, el problema del melancólico consiste en que su identificación con el objeto amado, o con una imagen idealizada de este, es tan estrecha que no es capaz de transferir su libido hacia otro objeto una vez que ha perdido o extraviado el original. Se había identificado tan profundamente con él que, una vez desaparecido, se retrae en su propio yo. De ahí que el melancólico, cuando creía poseer el objeto amado tratara de fagocitarlo, asimilarlo por completo a sí mismo, nos explica Freud. Cuando se vea privado de él, en cambio, el sujeto perderá por completo el apetito.6 Esa identificación entre el yo y el objeto hace imposible determinar cuál es exactamente la pérdida. Perder al otro implica también perderse a uno mismo, advertirá Butler (2004: 20-22) en su glosa del texto de Freud, porque lo que se modifica es la relación, el nudo («the tie»), que unía a ambas personas.
Una de las claves del humor atrabiliario, y de ahí su estrecha relación con Saturno, era precisamente la confusa separación de una realidad que entendíamos como superior a nosotros mismos, y de ahí parte precisamente el planteamiento psicoanalítico. Como explicó Starobinski, la melancolía es écart (2012: 172), esto es, distancia o diferencia. Separación interpretada como exilio, como el exilio al que el alma había sido condenada, como el exilio de Saturno, y que genera un proceso nostálgico movido por el deseo de volver a la situación inicial, basada en el recuerdo, la huella o el fantasma de un pasado más feliz, aunque sea difícilmente identificable.
Para los cristianos, la melancolía habría nacido, de hecho, justo en el momento en que Adán mordió la manzana. Esa sería, al menos, la idea de Hildegarda de Bingen, una de las religiosas más relevantes de la baja Edad Media, vertida en Causae et Curae. Quignard, en La Nuit sexuelle (2007), la glosa literariamente:
À l’instant de la désobéissance d’Adam, la mélancolie s’est coagulée. Elle est apparue à cet instant comme une obscurité soudaine. À l’instant même où il mordit la peau de la pomme, la belle couleur du sang du premier homme s’est assombrie […] La lumière s’est éteinte dans le premier homme, notre père. Tandis que la mélancolie se coagula dans son sang, la peur s’éleva en lui et introduisit une gêne dans sa vue, source de la tristesse qui fait désormais la part essentielle de son âme (Quignard, 2007: 51).
Para reforzar esta sensación de pérdida entre los cristianos, Agamben añade otra explicación en Il regno e la gloria (2007), donde nos habla de la economía teológica establecida en la Alta Edad Media en torno a la Trinidad. Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo. Si eran de naturaleza sustancialmente distinta, parecía abrirse de nuevo la puerta a la herejía politeísta. El terror cundió entre los teólogos y autores como Tertuliano, Hipólito o Ireneo ensayaron una curiosa solución al problema utilizando la palabra griega oikonomia, es decir, la administración del oikos, de la casa. Dios habría encomendado a su hijo la tutela de su creación, la casa de los hombres, sin perder por ello su unidad. Dios se había encarnado en él para gestionar la salvación y la redención humanas. Cristo devenía así economista. La estrategia era peligrosa, advierte Agamben, porque dividía teoría y praxis: ontología, el ser de Dios, y administración específica del mundo de acuerdo con semejante esencia, que se había, además, ausentado.
Este sentimiento de pérdida se agudiza en el Barroco, que es desde donde partía Lepenies en su rastreo de huellas del intelectual moderno. The Anatomy of Melancholy reúne no pocas claves. Esta suerte de enciclopedia prolija y algo caótica la firma «Demócrito júnior», el propio Burton, que se acoge a la figura del filósofo atomista de Abdera (otro de los pensadores a los que Ficino recurría para glosar el término melancolía en De vita libri tres). Demócrito preside el frontispicio del volumen, formado por diez grabados de Christian Le Blon que rodean el título, y están presentes desde la cuarta edición de la obra, de 1632. Burton, bachiller de Oxford, y monje académico, aparece en la base. A los lados, los tipos habitualmente relacionados con la melancolía: el enamorado, el hipocondríaco, el supersticioso (un monje acidioso, en realidad) y el maníaco. También vemos a los animales asociados a ella: la cigüeña y el ciervo, y las plantas que, supuestamente, la sanaban: la borraja y el eléboro.
Burton añade una glosa en verso...

Índice

  1. Cubierta
  2. Anteportada
  3. Portada
  4. Página de derechos de autor
  5. Índice
  6. INTRODUCCIÓN
  7. 1. EL INTELECTUAL MODERNO: LA MELANCOLÍA DEL HOMBRE DE LETRAS
  8. 2. DE CAPARAZONES Y COSTRAS. EL ESTADO Y LA CONCIENCIA COMO OBSTÁCULOS EN LAS OBRAS TEMPRANAS DE UNAMUNO Y ORTEGA
  9. 3. AUTONOMÍA, COMPROMISO, DEPENDENCIA. FIGURACIONES Y FUNCIONES DEL INTELECTUAL MODERNO Y POSMODERNO EN ESPAÑA
  10. 4. CCT: CONTRA LA CULTURA DE LA TRANSICIÓN
  11. 5. EL MAÑANA VACÍO. LA FALTA DE COMPROMISO LITERARIO E INTELECTUAL CON LA MEMORIA EN LA ESPAÑA DEMOCRÁTICA
  12. 6. A VUELTAS CON EL INTELECTUAL COMO EDUCADOR O LIBERADOR DE LA ENERGÍA DEL CUERPO SOCIAL
  13. CONCLUSIONES
  14. BIBLIOGRAFÍA