Impedimenta
  1. 320 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

Después de rememorar su infancia en "Corazón que ríe, corazón que llora", Maryse Condé retoma el relato de su vida y nos invita a acompañarla en la apasionante travesía que marcó su juventud: un periplo que comienza en París, con un embarazo accidental y el abandono del hombre al que ama, y que la lleva a vagar por distintos países de África en busca de esa identidad que ya empezaba a entrever con el descubrimiento de la negritud.Costa de Marfil, Guinea, Ghana y Senegal conforman el poliédrico escenario de la transformación vital de Maryse, que se pasea por los círculos revolucionarios del socialismo africano y se entrega a la fiebre de la creatividad literaria al tiempo que se enfrenta a diversos desengaños amorosos, a los obstáculos de la maternidad no deseada y a los estragos emocionales de la orfandad. Narrar su historia tal y como es, sin maquillaje ni paliativos: ese es el eje que vertebra la obra, revelándonos un espíritu que, a pesar de sus terribles sufrimientos, conservó intacta su pasión por la vida.Honesta e irónica, delicada y brutal, Maryse Condé vuelve a ensanchar los límites de la autobiografía para construir un bello relato universal: el de una mujer desposeída que, sin dejarse arrastrar por los embates del destino, busca incansablemente la plenitud y la felicidad.

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Información

Año
2020
ISBN
9788417553609
Categoría
Literatura

I

«Mejor malcasada que solterona»

Refrán guadalupeño
Conocí a Mamadou Condé en 1958 en la Casa de los Estudiantes del África Occidental, un enorme edificio ruinoso situado en el Boulevard Poniatowski, en París. Por aquella época, yo no tenía más preocupaciones que África, su pasado y su presente, de modo que no tardé en trabar amistad con dos hermanas fulanis[4] de Guinea: Ramatoulaye y Binetou. Las conocí en un mitin político en la Rue Danton, en la sala de Les Sociétés Savantes, hoy desaparecida. Procedían de Labé y me llenaron la cabeza de sueños, enseñándome fotos en sepia de sus venerables padres, ataviados con caftanes de tela bazin,[5] sentados a la puerta de sus cabañas redondas con tejados de paja.
En la Casa de los Estudiantes abundaban las corrientes de aire, así que, para combatir el frío, Ramatoulaye, Binetou y yo nos dedicábamos a beber tazas y más tazas de té verde con menta en el salón, donde chisporroteaba una minúscula estufa de carbón. Entonces, una tarde, se nos acercó un grupo de guineanos.
A Condé todos lo llamaban «el Viejo», lo que constituía, como pronto aprendí, una señal de respeto; pero también se debía a que ya peinaba canas y aparentaba ser mayor que el resto de los estudiantes. Además, hablaba con el tono sentencioso de un sabio sentando cátedra. Sin embargo, su partida de nacimiento, datada en 1930, contradecía tanto su aspecto como su actitud. Como era exageradamente friolero, llevaba, enrollada al cuello, una gruesa bufanda tejida a mano y, bajo el tosco abrigo de color tierra, dos o tres jerséis. Me quedé muy sorprendida cuando me lo presentaron. ¿Un actor que estudiaba en la Escuela de la Rue Blanche? Pues su dicción dejaba mucho que desear. Por no hablar de su voz, terriblemente chillona, todo lo contrario a la de un barítono. ¡Seré sincera! En otros tiempos, ni siquiera le habría dirigido la palabra. Pero mi vida acababa de cambiar bruscamente de rumbo. De pronto, había dejado de ser quien era.
La arrogante Maryse Boucolon, heredera de los Supernegros, educada en el tajante menosprecio a los inferiores, adolecía de una herida mortal. Evitaba a mis antiguos amigos, presa de un único deseo: que todos me borraran de su memoria. Hacía tiempo que había abandonado el instituto Fénelon, y ya no me enorgullecía de ser una de las pocas guadalupeñas que preparaban los exámenes de acceso a las escuelas superiores con posibilidades de entrar en las instituciones de élite. ¡Y no era esta mi única medalla! Tras la publicación del gran ensayo «Piel negra, máscaras blancas» en la revista Esprit, indignada por lo que me pareció un retrato degradante de la sociedad antillana, le mandé al director una columna de opinión afirmando que Frantz Fanon no entendía absolutamente nada. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, en respuesta a mi colérica carta, el mismísimo Jean-Marie Domenach me invitó a acercarme a la Rue Jacob para exponerle mis críticas.
Pero los días dorados tocaron a su fin cuando el haitiano Jean Dominique se cruzó en mi camino; más tarde se convertiría en el héroe de The Agronomist, un documental hagiográfico del americano Jonathan Demme. No recuerdo muy bien cómo conocí a aquel hombre, pero su comportamiento tuvo unas consecuencias nefastas en mi vida. Lo nuestro fue un amor intelectual en toda regla. Como me había criado en una burbuja, yo no sabía nada de Haití. Jean Dominique me desvirgó de diversas maneras, que iban mucho más allá de lo meramente físico. Podría decirse que me iluminó, descubriéndome las gestas de los «africanos abigarrados», por retomar la expresión peyorativa de Napoleón Bonaparte. Gracias a él, supe del martirio de Toussaint Louverture, del triunfo de Jean-Jacques Dessalines[6] y de las tempranas dificultades que atravesó la nueva república negra. Además, me hizo leer Gobernadores del rocío de Jacques Roumain, Dios se ríe de Édris Saint-Amand y Compadre General Sol de Jacques Stephen Alexis. Me inició, en suma, en la extraordinaria riqueza de una tierra desconocida para mí. Sin lugar a dudas, fue él quien me sembró en el corazón esta querencia mía por Haití, que jamás en la vida se me ha marchitado.
El día en que, armándome de valor, le anuncié mi embarazo, se mostró feliz, muy feliz incluso; y exclamó a todo pulmón: «¡Esta vez voy a tener un mulatito!», pues ya era padre de dos niñas fruto de una unión anterior. Una de ellas, J. J. Dominique, terminaría convirtiéndose en escritora.
No obstante, al llegar a su casa al día siguiente, me lo encontré vaciando el piso y haciendo las maletas. Circunspecto, me explicó que una amenaza de gravedad excepcional se cernía sobre Haití: un médico, de nombre François Duvalier, se presentaba a las elecciones presidenciales. Como era negro, arrasaba entre las masas, hartas de presidentes mulatos y peligrosamente afines a la ideología del «negrismo». Ahora bien, Duvalier no poseía ninguna de las cualidades necesarias para desempeñar tan noble función, de modo que todas las fuerzas opositoras debían reunirse en el país y formar un frente común.
Ese mismo día, Jean Dominique se esfumó de mi vida, y nunca se molestó en mandarme una postal. Yo me quedé sola en París, incapaz de hacerme a la idea de que el padre de mi bebé me había abandonado. Era algo impensable. Me negaba a aceptarlo, pero solo hallé una única explicación posible: mi color. Jean Dominique era mulato, y su comportamiento, tan irresponsable, tan insensible, encajaba a la perfección con la actitud de quienes, estúpidamente, se erigían en aquel tiempo como la casta privilegiada. ¿Cómo interpretar aquellas diatribas suyas contra Duvalier? ¿Hasta qué punto era real su fe en la gente? Creo que no hace falta decirlo: para mí, no era más que un hipócrita consumado.
* * *
Soporté a duras penas los largos meses de aquel embarazo solitario. Un médico de la seguridad social estudiantil, juzgándome depresiva y desnutrida, me mandó ingresar en una clínica de la región de Oise, donde todo el mundo me mostró un cariño que jamás olvidaré. Allí descubrí, por vez primera, la bondad de los desconocidos. Finalmente, el 13 de marzo de 1956, cuando habría debido estar preparando con ahínco mi ingreso en la Escuela Normal Superior, di a luz, en un hospitalito del XV Distrito, a un niño al que llamé, al azar, Denis; lo cierto es que no me lo pensé mucho. Entretanto, mi queridísima madre murió repentinamente en Guadalupe. Abatida, me dio por creerme Marguerite Gautier. Me detectaron un brote de tuberculosis en el pulmón derecho y el mismo médico de la seguridad social estudiantil me envió a un sanatorio en Vence, en la región de los Alpes Marítimos. Iba a pasar allí más de un año.
—¿Por qué el destino se ensaña contigo de esta manera? —repetía, enfadada, Yvane Randal mientras me acompañaba a la estación. Ella era una de las pocas amigas que aún me quedaban en París.
Sumida en mi tristeza, yo ni siquiera la escuchaba. Carecía de recursos, de modo que tuve que dejar a mi precioso bebé en manos de los Servicios Sociales, en unas austeras oficinas que se elevaban sobre la Avenue Denfert-Rochereau. Sin embargo, he de decir que dos de mis hermanas mayores vivían en la capital. La primera, Ena, mi madrina, era tremendamente hermosa, melancólica y soñadora; siempre parecía estar rodeada de un aura de misterio. Vino a París para cursar estudios de Música y terminó casándose, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, con el poeta guadalupeño Guy Tirolien, alumno de la Escuela Nacional de Administración, que estaba destinado a convertirse, gracias a su poemario Balas de oro, en nuestro poeta nacional. El motivo de su divorcio constituye uno de los secretos más escandalosos de nuestra familia. Mientras su marido se consumía en un stalag[7] junto con Léopold Sédar Senghor, Ena lo engañaba con una camarilla de apuestos oficiales alemanes que la apodaban «Tesoro». En aquel momento, era la mantenida de un adinerado hombre de negocios. Ociosa la mayor parte del día, se dedicaba a tocar melodías de Chopin al piano y a beber como una cosaca. Gillette, mi otra hermana, tenía los pies más en la tierra. Trabajaba de asistente social en Saint-Denis, que por entonces era una barriada populosa y pobre, y estaba casada con Jean Deen, un estudiante de Medicina de origen guineano.
—¡No te mereces lo que te está pasando! —añadió Yvane, airada.
Lo cierto es que yo no sabía qué pensar. A ratos, albergaba la íntima convicción de ser víctima de una gran injusticia. Otras veces, sin embargo, una vocecilla me susurraba que lo tenía bien merecido: ese convencimiento de pertenecer a una especie superior, que me inculcaron desde niña, sin duda había enfurecido al hado. Aquella pesadilla me dejó más muerta que viva, desprovista de toda fe en el futuro; ahora les profesaba un miedo terrible a los traicioneros golpes que me reservaba el destino.
Mi estancia en Vence fue terriblemente aciaga. Como Marie-Noëlle en mi novela La Deseada, conservo un triste recuerdo de las horas interminables que pasé en la cama, de las transfusiones, del cansancio, de las náuseas, de la fiebre, de los sudores y del insomnio. Pero, a diferencia de Marie-Noëlle, yo no conocí el amor. En aquellas circunstancias, resultaba totalmente imposible. Cuando mejorábamos un poquito, nos daban permiso para ir a Niza una vez al mes, custodiadas por una enfermera de bata blanca. Pero, al vernos llegar, los viandantes se apartaban de nosotras, pues simbolizábamos la miseria y la enfermedad, y es bien sabido que no existe nada más contagioso. De modo que nos arrastrábamos hasta el mar y observábamos con envidia a aquellos que gozaban de salud, a aquellos que, medio desnudos y bronceados, se perseguían a brazadas por el agua. Yo pensaba con dolor en mi adorable bebé, y con odio en Jean Dominique. No obstante, como suele ocurrir en esta vida, aquellos largos meses también tuvieron su parte positiva. Gracias a una serie de autorizaciones especiales debidas a mi estado de salud, pude licenciarme en Filología Francesa por la Universidad de Aix-en-Provence. Decidí especializarme en francés, inglés e italiano, en vez de francés, latín y griego, como soñaba cuando estudiaba en el instituto.
En cuanto regresé a París, respondí a un anuncio del periódico y encontré trabajo en un departamento del Ministerio de Cultura, en la Rue Boissy-d’Anglas. Envalentonada por este empleo, me creí capaz de hacerme cargo de Denis y ponerle fin al sentimiento de culpa que me oprimía por dentro. Pero la vida no tardó en volverse un infierno. Mi padre nunca me había querido demasiado, de modo que, tras la muerte de mi ...

Índice

  1. Portada
  2. La vida sin maquillaje
  3. Prólogo
  4. La vida sin maquillaje
  5. I
  6. II
  7. III
  8. Sobre este libro
  9. Sobre Maryse Condé
  10. Créditos
  11. Índice